– ¡Deteneos, estúpidos!
Era un hombre grande, de mediana edad y que parecía muy fuerte. Vestía telas caras, aunque desaliñadas y pensé que procedían de Béziers. Ceñía su pelo largo con una especie de aro de cobre que se asemejaba a una corona, llevaba espada y detrás de él aparecieron otros que parecían secundarle. Me soltaron y caí pesadamente al suelo. Sudaba y mi corazón latía desaforado.
– ¡Estáis locos! -volvió a increpar el hombre con su vozarrón-. ¿Queréis que los nobles nos ataquen esta noche y maten a mil de los nuestros por culpa de ese miserable pajecillo?
– Nadie tiene por qué saberlo -dijo el que lideraba a los agresores.
– ¡Desgraciado! -repuso el jefe-. Antes de que se ponga el sol, diez de los que están aquí ya habrán corrido a contárselo a los curas, y éstos a Simón de Montfort.
Medio incorporada en el suelo, pude ver la impresión que tal nombre causaba en aquellas gentes.
– Es el más duro y valiente de los cruzados -continuó el hombre- ¿No veis su león rampante en la túnica de este muchachito? Vendrá más por su honor que por vengar a este infeliz y hará una matanza. ¡Devolvedle todo al chico!
Se hizo un gran silencio mientras unos miraban a los otros y, poco a poco, obedientes, fueron depositando a mis pies todo lo robado. El hombre actuaba como rey y sin duda tenía poder de vida o muerte entre aquellas gentes.
– Vestios, señor -me dijo con ojos entornados de mirada astuta y un deje irónico.
Yo lo hice mientras unos y otros le cuchicheaban al oído. Cuando terminé, me cogió del brazo, me condujo entre aquellas gentes y empezó a hablarme.
– Yo os devolveré sano y salvo al lugar de los nobles.
Emprendimos la marcha escoltados por los que parecían su guardia y al rato me dijo:
– Dad gracias a Renard, el Rey Ribaldo, de vuestra fortuna. Y hacédselo saber a vuestro señor, Simón de Montfort.
– Gracias -musité.
– Pero sabed que me debéis la vida -dijo en voz más baja- y todo el mundo tiene que pagar sus deudas con el Rey Ribaldo.
Yo no discutí, sólo deseaba encontrarme dentro de la tienda de Guillermo.
– Me han dicho dos cosas muy interesantes -bajó más la voz y se detuvo susurrándome al oído-, la primera es que vos sois de Béziers, quizá el único de sus habitantes que salvó la vida.
Le miré sorprendida. Me habían reconocido y sin duda sabría ya la historia de Guillermo rescatándome a costa de la vida de dos de los suyos.
– Así que fue uno de los Montfort el que desobedeció al abad del Císter… Vaya, vaya. Y además, hay otra cosa…
Callé de nuevo y miré los ojos azul desvaído, fríos, del hombre.
– Uno quiso retorceros las partes hace un momento, durante el tumulto. Y no las encontró.
Soltó una carcajada y sus labios susurraron entre los cabellos que cubrían mi oreja:
– Renard sabe ya tres secretos: sois mujer, escapasteis con vida de Béziers y fue gracias a un Montfort.