– Espero que lo haya oído el comandante -deseó Chamorro.
– No me digas que no es buena gente -añadió Marchena.
– Es listo -dije, con admiración-. Sabe que tiene poder, y que el poder no se puede usar al tuntún, metiéndose en cualquier charco.
– ¿Poder? -cuestionó Chamorro-. ¿No es más bien todo lo contrario, una especie de activista contra el poder establecido?
– Qué ingenua eres, Virginia. Sale en la radio, en el programa nacional, y fíjate con qué mimo le trata el periodista. Ya es parte del sistema. No digo que no cumpla un papel, no sé, higiénico; Pero no es ningún revolucionario. ¿Te he hablado alguna vez de Jung, un pelma al que tuve que estudiar en la facultad? Uno que se creía muy listo, porque los palurdos que iban a su consulta para que les leyera los sueños le tomaban por brujo. Bueno, pues hay algo en lo que le doy la razón a Jung: un revolucionario es un aguafiestas, alguien que siempre resulta incorrecto y blasfemo. Todo lo que ese hombre tan seductor de la radio ya no piensa resultar jamás.
– No capto lo que quieres decir, Vila -avisó Marchena, somnoliento.
– Nada. Que tenemos un problema menos del que ocuparnos.