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– Que yo supiera, no -repuso, lacónicamente.

– ¿Y a qué achaca que hace tres días decidiera hacerlo?

Aquí, Blanca Díez pareció por primera vez no tenerlas todas consigo. Se retorció lentamente las manos, antes de responder:

– No está preguntando a quien debe, sargento. Tal vez deba preguntárselo a usted mismo, como hombre. ¿Por qué una persona como Trinidad, cariñoso, responsable, sensato como pocos, pierde de pronto la cabeza y se va con una zorra a hacer todo tipo de disparates, que terminan por costarle la vida? Dígame usted, ¿qué voy a poder contarles a sus hijos, cuando me pregunten, ahora o dentro de unos años? ¿Que para el hombre que fue su padre, de repente, nada valió más que una rubia con las tetas duras?

Si había querido devolverme el golpe, lo había conseguido. De improviso me sentía allí, entre ella y Chamorro, como el acusado ante el más severo de los tribunales. Mi abominable delito: hacer pipí de pie.

Por fortuna, disponía de una ayudante con reflejos.

– Escúcheme, señora Díez -se interpuso, con suavidad-. Para nosotros, se trata principalmente de saber si a su marido le quitaron la vida o falleció por causas accidentales. Si no hay nada que nos haga pensar lo contrario, habrá que inclinarse por lo segundo. Y si llegamos a esa conclusión, no vamos a perder mucho tiempo tratando de dar con esa mujer.

– Me importa bien poco si dan con ella o no, agente -se revolvió la viuda.

Aquello había tocado fondo. Vi que no serviría de nada prolongarlo.

– Está bien, señora Díez -dije-. Tomo nota de su teoría. Si no he entendido mal, lo que cree es que su marido sufrió una especie de arrebato erótico.

– Yo no tengo ninguna teoría, sargento -respondió, recobrando la frialdad-. Espero a conocer los resultados de su investigación.

Blanca Díez nos acompañó hasta la verja. Los dos rottweilers seguían atados, aunque luchaban furiosos por romper sus cadenas. Causaba cierto nerviosismo mirarlos. Como bien señaló alguien, ninguna cadena es más fuerte que su eslabón más débil. La lluvia había amainado y la viuda de Trinidad Soler caminaba junto a nosotros con los brazos cruzados sobre el pecho. Cuando llegamos afuera, me dirigí a ella con precaución:

– Disculpe si en algo la hemos molestado. La tendremos informada.

Blanca Díez asintió, despacio. Con los cabellos revueltos por el viento y las manos aferradas a los codos me pareció de pronto una niña indefensa.

– Hay algo que quiero que sepa, sargento -dijo, antes de despedirnos-. Para mí, existió ante todo un Trinidad Soler. El hombre con el que tuve a mis hijos y superé las dificultades. El hombre que estuvo a mi lado y apenas pudo disfrutar de lo que conseguimos juntos. A él le añoraré siempre, descubra lo que descubra del desgraciado que encontraron en el motel.

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