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X. Jinete sin retorno

Llegó la víspera de Pentecostés. Y tal como lo prometiera, el Barón Mohl dispuso y ordenó todos los pormenores y preparativos para la ceremonia de mi investidura, con el mismo celo que hubiera tenido para con su propio hijo.

En la jornada que precedió a tan señalada ocasión, tuve oportunidad de sentir, físicamente, sobre la misma piel, la variedad de zarpazos y rasguños que componían tan maliciosa expectación sobre mi persona; y, como si en lugar de ojos y dientes tratárase de aguijones o dardos, cuando más de una persona se reunía a mis espaldas, innumerables miradas y sonrisas venían a clavarse en mi nuca. Y notaba el escurridizo rastrear de malignas sospechas y burlas soeces enroscándose en mi cuerpo. Ora aquí, ora allá, me llegaba el rancio husmo de insinuaciones procaces -cuando la ignorancia se ufanaba de sagacidad- y el acre tufo de groseras certezas -si la hipocresía parodiaba escandalizado sonrojo-; pues todas estas cábalas iban destinadas a interpretar la verdadera índole de aquella predilección tan manifiesta que me dispensaba Mohl. Creo que pocas veces -o acaso nunca-, llegada la víspera de tan solemne fecha para él, un joven escudero de noble cuna fue menos agasajado, o amistosamente tratado, por quienes con él convivían. De tan abierta malquerencia, no se desentendieron mis compañeros; incluso podría decir que sus murmuraciones fueron las más enconadas, y los más osados comentarios salieron de sus labios.

Pero ninguna de estas cosas alcanzaba -pues resultaban volanderas e inocentes en su comparación- al huracán de resentimiento, disfavor y revuelta de muy enquistadas hieles, que encrespó el ánimo de mis hermanos. De suerte que, si de lejos o de cerca los avisté durante todo aquel día, buen cuidado tuve en distanciar, con tanta discreción como diligencia, nuestras mutuas personas. Pues el resplandor de la hoguera que entre los tres venían alimentando harto tiempo, lamía y abrasaba, como lengua de dragón, todo mi ser, y hasta diría que mi sombra, o la huella de mis pasos. Y sentíame, en tales instantes, pavorosamente solo -aun en medio de la abigarrada promiscuidad en que, por lo común, transcurría la vida del castillo-. Y creía hallarme a merced de alguna fuerza sobrenatural y exterminadora, más poderosa que ninguna, si llegaba a sentir -aun de lejos- sus ojos en mi persona. Tan sólo la polvareda amarilla que levantaban los cascos de sus caballos, o la negra mancha que recortaba en el suelo el contorno de tres jinetes (o acaso, tres misteriosos abedules), me atenazaba en una suerte de húmedo estupor, que llegaba a inmovilizar mi cuerpo entero. "No hay miedo, no hay muerte…", me repetía. Pero bien sabía que únicamente en lo más alto de la torre vigía lograba poseerme tal convencimiento.

Acercóse, al fin, la hora en que Ortwin debía conducirme a la cámara privada de Mohl, donde se iniciaría el primero de los ritos que componían tan prolija ceremonia: el baño purificador. Más tarde, comenzaría la vela nocturna, en la soledad de la capilla, donde debía embeberme en meditación y pureza absolutas, pues, cuando un nuevo sol incendiase el contorno de las dunas, habría amanecido el día en que se integraría mi vida a la vida de los caballeros. Y, de pronto, considerando la inminencia de tal circunstancia, antojóseme ése un día inscrito ya -y hasta olvidado- en un tiempo tan remoto y ajeno, que en verdad pertenecía -o perteneció- a una criatura que nada tenía en común conmigo. Y mientras Ortwin me precedía por el escalonado corredor que conducía a la cámara de mi señor, consideré, también, que mucho debía apreciarme éste; pues ceder el privado santuario de sus más íntimos dominios, como escenario de tales preparativos, en otro habría revelado gentileza, pero en el Barón -tan celoso de su tristeza, sólo visible allí dentro- más podría considerarse generosidad inaudita, y hasta escandaloso desvarío. Y demostraba, una vez más, su indudable inclinación hacia mi persona (que tanta irritación despertaba en las de los demás).

Nos hallábamos ya al final de nuestro camino, cuando una frase -ciertamente empapada de malignidad y salaz intención- rebotó en las húmedas piedras del corredor; y, antes de caer al pozo del rencor, brilló tan venenosamente que, aun siendo de todo punto imposible alcanzar los labios de quienes la proferían, reconocí en ella la voz triplemente bronca de mis hermanos: acaso únicamente así aliviaban el grandísimo dolor que hería y ultrajaba -con tanta distinción hacia mi persona- su en verdad muy pisoteado orgullo. "Te batirás con tus hermanos, uno a uno", culebreó entonces, por el techo del corredor, otra voz. Y reconocí la voz de un hombre muy antiguo, que erraba, por igual, en pos de la soledad y del amor; tal como antaño oscilaba entre la violencia y la dulzura o el olvido y la eternidad, hoy. "Dispondrás de sus vidas como mejor estimes o plazca a tu capricho…" Mis manos se crisparon sobre el cinto: aquél de donde, a partir del siguiente día, pendería para siempre mi espada.

– Ortwin… -llamé. Mas en voz tan baja, que creí no podría oírme.

Por el contrario, se volvió a mí tan rápidamente como si esperara esta llamada. Y como ya habíamos alcanzado el último peldaño, y nos hallábamos a pocos pasos de la cámara de mi señor, su rostro quedó bajo la luz de las cuatro antorchas que, ensartadas, llameaban entre las piedras del muro. Aquel resplandor arrancaba diminutos soles a su roja barba, y su cabello -que tan cuidadosamente desenmarañaba con el peine de hueso- semejaba un casco muy bruñido. De nuevo, aquella figura y aquel rostro, tan conocidos, me parecieron huidos: una historia narrada a un niño por algún viejo exmercenario; un bello y atroz lance de guerra, acaso falso, ya sólo capaz de fascinar al fantasma de un muchacho solitario, que vagaba por las praderas, soñaba con la guerra, e inventaba, cielos adelante, el reluciente jinete de la gloria. "Más allá del odio"… rememoré, con agria melancolía. Y me dije que no sólo el guerrero vivía más allá del odio, o del amor. Pues yo no era, ni sería jamás, un verdadero Señor de la Guerra, ni apenas me lograba reconocer como simple y humana criatura; y, sin embargo, galopaba ya, enajenadamente, más allá de ambas ataduras.

Sabía que todas las voces oídas, aun cuando sólo el viento las empuje y lleguen a nosotros a través de los entresijos de las piedras, son verdaderas, certeras y premonitorias, o vestigios de ambas cosas. Y de tal guisa, vagan por las almenas, o los oscuros corredores de las torres; y su injuria, o su llamada, golpean muros y conciencias por igual. Tal como temía, regresó entonces la voz de mis hermanos. Y no sólo su voz, sino la innumerable y dispersa oración de toda malquerencia y recelo que rondaban mi persona. Mas no había otra razón, ni otro destino a tal inquina, que la inmensa insatisfacción y ofensa que despertaba por doquier la predilección que me mostraba el Barón Mohl. Así, todas aquellas voces se encontraron y entrechocaron como espadas; y, al fin, encajáronse una sobre otra, ajustándose con precisión -igual a idénticos caparazones-, y formaban una y múltiple protesta, reproche y desafío.

Mucho me costó desprender mis oídos, y el galope de mi corazón, de aquellas voces. Y consideré, con amarga laxitud, que si quienes de tal forma emponzoñaban con semejantes sospechas -en verdad nada limpias- la relación que me unía al Barón, hubieran reflexionado someramente sobre la evidencia de que mi fea y tosca persona se hallaba bien lejos de incorporar el ideal que de habitual encendía las debilidades -carnales o sentimentales- de mi señor, acaso hubieran desechado tanta murmuración, presunciones o íntimas certezas de que tales infundios respondieran a una verdad. Pero, en el aire del castillo, bien se respiraba que todos, o casi todos, consideraban el afecto que me mostraba Mohl como signo indudable de una nueva pasión, entre las muchas -en verdad, harto desbocadas en los últimos tiempos- que alegraban sus ocios. Pues, desde el día y hora en que el árbol blanco de la muerte clavara su raíz en la sien de mi señor, todo disimulo, o recato, habíanse aventado de sus costumbres como el humo. Lejos quedaban ya unos días en que, si el viento azotaba el gris de la tarde, los ogros salían a caballo, a la muy secreta caza de preciadas presas: criaturas de piel transparente y encendidos labios, cuyo sabor paladeaba en la más estricta y acallada intimidad. Pues aquel ogro que salía en busca de carne fresca, refrenaba, incluso, la burda cháchara de la soldadesca; ya que con tanto secreto salía de caza, como volvía de ella; y en tan riguroso como delicado misterio retirábase a dar cuenta de su víctima, que tan sólo los verdes vidrios de su ventana hubieran podido repetir los pormenores sucedidos en el transcurso de tan arraigada como decorosa voracidad. Por contra, en los presentes días, el ogro hacía ostentación, alardes y aun exhibición muy poco sutiles de los devaneos y antojos que agitaban su naturaleza; y el ogro cazador mostraba hacia sus víctimas un talante en verdad versátil, y a veces bastante cruel, a los ojos de quien pudiera contemplar tales excesos.

Mas estas reflexiones, con todo y responder a la verdad, no empañaban otros aspectos, aún muy estimables, en quien fuera tan cumplido caballero, pues el Barón sentía hacia mí una clase de afecto que, según me placía imaginar, ennoblecíale y elevábale sobre las ataduras de otros goces -sin duda mucho más regalados y variopintos- que, tan irremediable como míseramente, le convertían día a día en su propio cautivo. Aun descartado -por obvio e innecesario- el hecho de que jamás hombre tan melindroso, rebuscado y exigente en lo tocante a sus amorosas elecciones, pudiera algún día -ni tan sólo proponiéndoselo como severa penitencia a sus otros desvaríos- intentar una historia de amor, de añoranza (o de simple desesperación) en mi persona, tengo para mí que el buen señor habría muerto de horror e inapetencia, sin llegar a reunir el coraje suficiente para siquiera atisbar las primicias de una empresa semejante. Pues nada más lejos de las mórbidas y frescas piezas por él buscadas que tamaña fiera de piel áspera y quemada como era mi persona; ni podría hallarse cosa más opuesta a la rizada seda de unos negros tirabuzones -cual yo los comprobé, en sueños o no, cierto día que desperté en su cámara- que los pegajosos mechones que con tanta abundancia como escasa pulcritud untaba, antes de trenzarlos como él ordenara (con más aplicación y buena voluntad que sutilidad olfativa), en ungüentos fabricados por el buen Ortwin. Y en cuanto a mis manos, huelga decir que si zarpas parecían por propia constitución, feroces y desgarradoras armas hubiéranse antojado al compararlas con aquellas otras cubiertas de hoyuelos y duchas en tiernísimas sabidurías, como a él placían. Y no hacía falta mucha imaginación para suponer que tales extremidades (aunque mucho me sirvieran para llevar a buen término toda clase de juegos guerreros, o para valerse en la rudeza donde habitualmente solían debatirse) poco indicadas resultaban para el pellizco retozón, la carantoña amorosa o el jugueteo de alcoba. Y, aun en la imposibilidad de que tal cosa se les pidiera, más que gorjeos de placer, hubieran arrancado a su infeliz destinatario aullidos de dolor; y excusa decir, cuanto peor en el caso de que fuera tal destinatario un catador de deleites tan repulgoso como mi señor, el Barón Mohl. Sin olvidar que el mal talante que me distinguió desde la infancia (tan escasamente capacitado para toda suerte de arrumacos) hubiera aniquilado, de inmediato, la más aplicada voluntad de autopunición, o de auténtico fervor, en tan contraria naturaleza. Pues si bien mi ogresa solazábase otrora clavando sus agudos puñalillos blancos y recorriendo así la corteza y entresijos de una criatura que tan escasos primores albergaba, no resultaba un secreto, ni para el más zote, que muy distintos eran los apetitos -tanto carnales como sentimentales- de cónyuges tan nobles, hermosos y placenteros, como contradictorios.

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