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IV. Juegos guerreros

En el castillo del Barón Mohl, hallé de nuevo a mis hermanos mayores. Tiempo hacía ya que fueron armados caballeros. Como tales, permanecían al servicio del Barón y formaban parte de su pequeña corte.

Me recibieron con despego y aun diría que franco disgusto. Jamás me habían amado lo más mínimo y recordaba los insultos, puntapiés y desprecio que me prodigaron en casa de mi padre. Desde muy niño les oí designarme como fruto repugnante de seniles concupiscencias, retoño de malsana longevidad y cosas del mismo o parecido tenor. Los encontré tal como los recordaba: inseparables entre sí, hoscos hacia el resto del mundo. Valientes hasta la crueldad, temerarios hasta la insensatez.

Eran altos y fuertes, pero no gallardos. Temidos, pero no respetados. Se apreciaba su fuerza y su valor, pero no eran estimados, y mucho menos amados. De forma que siendo en osadía y coraje lo más florido de las huestes del Barón, eran los menos distinguidos por él. Y de otro lado a ellos era a quien más entrega y sacrificios exigía. Notoria es, sin duda alguna, la falta de equidad con que eran tratados. Pero apenas bastaba una mirada sobre sus personas para que estas cosas pareciesen de todo punto merecidas y aun justificadas. No obstante, ellos tenían de sí mismos muy distinta opinión y tales injusticias enconaban aún más su carácter y más ensombrecían, si cabe, sus espíritus. Se esforzaban en todo momento por dar prueba de su fiereza y gran valor. En encuentros y juegos guerreros -a los que era muy aficionado el Barón Mohl- sobresalían con gran distancia de los demás. Pero jamás consiguieron un puesto de honor en la mesa de su señor (ni en parte alguna). De otro lado, ningún caballero o dignatario del castillo era más aborrecido por vasallos, pajes y sirvientes y, en suma, por todo componente de aquel vasto y poderoso dominio.

Huelga decir que se apresuraron a vengar sus rencores y descargar su amargura sobre mi agreste y recién llegada persona. Y he de señalar que, en el lujo y ornato desplegado en aquel castillo, mi aspecto vino a aumentar su humillación. Llenábales de vergüenza admitir que, bien a su pesar, al fin y al cabo yo era su hermano. Y ocurrió que mis innumerables torpezas recaían sobre ellos y mi zafia y salvaje persona los cubría de oprobio ante unas gentes tan alejadas del ambiente donde había crecido yo.

No hubo de pasar mucho tiempo, desde mi llegada, para que saltara a mis ojos la inmensa diferencia que había entre el castillo, modales y costumbres de un gran señor y el ambiente, costumbres, casa y persona de mi padre. Otros más lerdos que yo hubieran apreciado sin la más mínima dificultad semejantes distancias y tal vez sufrido, como sufrí yo, el aturdimiento y confusión que semejantes cosas me produjeron.

Inmediatamente hizo notar el Barón -aunque en aquel tiempo no me dirigía la palabra directamente- la extrañeza y disgusto que le causaba el que mi padre me hubiera enviado tan tarde y en tan agreste estado a su servicio. Lo que le inducía a pensar cuánto había descuidado mi educación. Por un momento temí que me devolviera a mi padre. Tal vez pensó hacerlo, pero acaso porque apreciara la robustez de mi cuerpo, o porque descubriera en mi persona cualquier cosa de su agrado, el caso es que no lo hizo y me admitió en su grey. Antes empero me envió a lo que podría llamarse el más elemental pulimento de mis modales y aspecto. Con lo que me sentí en verdad muy mortificado, ya que fui objeto de burlas y chanzas por parte de los otros jóvenes escuderos que allí labraban méritos para -tal y como yo mismo aspiraba- ser en su día armados caballeros.

Lo cierto es que hube de comenzar mi vida en aquel lugar junto a muchachos mucho menores que yo -algunos de ellos, apenas rebasaban los ocho años-, y por el más somero y humillante principio. Así, en los primeros tiempos, se me entregó prácticamente en manos de las damas del castillo. Damas entre las que, como resulta presumible, dominaba y descollaba la propia Baronesa Mohl.

Ella fue quien tomó con verdadero interés mi persona, ella quien se ocupó y preocupó, en suma, de acelerar el vejatorio e inusitado aprendizaje que comúnmente sólo destinaban a los más tiernos principiantes y que se suponía yo debía desde hacía tiempo poseer. Suposición absolutamente errónea, pues milagro era ya -entonces tuve conciencia de ello- haber llegado allí con vida, o al menos con todos los huesos y miembros en su debido lugar.

Apenas pisé el recinto del castillo, pude apreciar la diferencia que existía entre la verdadera vida de un noble señor y la que yo arrastrara hasta entonces. Como principio señalaré que aquello que mi propio padre tenía por fortaleza -y aun castillo- no pasaba de ser una destartalada y sucia granja, medianamente protegida por toscas empalizadas donde escaseaba la piedra y sobraba la madera podrida. Y aquel tosco y sombrío torreón que tan orgullosamente se erguía por sobre las antiguas habitaciones de mis abuelos, así como su mezquino recinto y tierra toda, no alcanzaba ni en proporciones, ni en solemnidad, a la más humilde dependencia del castillo de Mohl. Y ni que decir tiene, cuanto había fuera y dentro de él no tenía punto de comparación con todo lo que hasta aquel momento yo había conocido.

Largas y sólidas murallas de piedra, rodeadas de un foso, daban acceso al recinto interior del castillo, al que se entraba a través de una gran puerta de hierro, con puente levadizo, flanqueada por dos estrechas y altas torres. Allí se alojaban los soldados de Mohl, y estos soldados vestían con decencia, ostentaban los colores de su señor y aparecían bien armados y nutridos. En nada recordaban a los desechos humanos, cosidos a cicatrices (y algunos hasta mutilados) que a fuerza de adular y llenar su cabeza con lances, hazañas y glorias fantasmales, subsistían en torno a mi padre.

Tras aquella imponente fortaleza exterior, se alzaba otra empalizada de madera, pero sólida y bien aguzada. El recinto interior (que tenía cuatro grandes torres y otras muchas dependencias) albergaba una granja tres veces mayor que la nuestra, con establos y cuadras repletas de reses y hermosos caballos. Vivían allí dos herreros, tres alfareros, varios carpinteros, albañiles y toda clase de gentes afanadas en las mil tareas que la vida de tal señor exigía. Adosadas a la muralla exterior, junto al foso y en la pendiente que descendía desde su altozano hasta el Gran Río, apiñábanse multitud de cabañas donde vivían los siervos y otra mucha gente que trabajaba para él.

No lejos divisábanse los burgos y las villas nacidas a cobijo del castillo que les defendía. Y todos se afanaban sin reposo en servir a tan grande e imponente dueño de sus vidas y haciendas.

En verdad, Mohl era un hombre importante y puedo asegurar que jamás había visto otro parecido a él. Compartían su vida en el castillo muchos caballeros y escuderos de reconocida nobleza, pero ninguno podía compararse a Mohl, en gallardía, imponente figura, regios ademanes y autoridad singular. Amén de la riqueza y poderío que le hacían tan temido como respetado. Ni tan sólo el Gran Rey (caso de haberse personado en tan lejano punto de sus dominios y acordado alguna vez de nuestras vidas) hubiera empalidecido semejante prestigio.

La torre donde habitaban el Barón, su familia y la pequeña corte que le rodeaba, era la más grande y lujosa o así me lo pareció a mí que pudiera imaginarse. Y en ella se desarrolló mi vida desde entonces.

En un principio realicé las funciones de paje de las damas. La Baronesa era una mujer alta y hermosísima, de cabello tan suave, brillante y dorado que parecía metal bruñido. Hacía peinar por sus doncellas, con gran ostentación, sus largas trenzas, artísticamente entrelazadas en cordones de diverso color (aunque solía preferir el blanco). Su tez era tan pálida que a menudo parecía transparentar sus huesos. Y tenía cejas altas y muy bien curvadas, lo que daba una expresión de continuo asombro, o extrañeza un poco burlona a sus ojos de color de miel (un tanto fijos y como atónitos). pocas mujeres había tenido yo ocasión de conocer. Mi madre fue la única dama, propiamente dicha, que alcanzaron mis ojos hasta aquel momento. Y al recordar y comparar su cuerpo breve y nervudo, sus indiscretos ojos negros -bastante impíos-, su boca fruncida y su naturaleza áspera y lenguaraz, tuve para mí que la aseveración oída tanto a campesinos como a caballeros, de que todas las mujeres son iguales, debió cocerse en molleras muy hueras. No obstante y sin mengua de tanta mesura y elegante porte, el primer "Dios te guarde" con que me acogió la Baronesa fue la orden de que me zambullera en una cuba llena de agua y refregara mi cuerpo y rostro "hasta darle -según dijo- oportunidad de conocer el color de mi verdadera piel". Con gran empeño en complacerla, aunque un tanto asombrado, cumplí este cometido. Luego, me entregaron un jubón con los colores del Barón Mohl. Y éste, aunque resultó algo molesto -ceñía de tal modo bajo los brazos y en el cuello, que no permitía expansión suficiente a mi habitual holgura de movimientos-, me envaneció, sin saber con exactitud por qué razón. Luego, la Baronesa ordenó a sus doncellas que desenmarañasen mi cabello, lo cual resultó operación en verdad tan dolorosa para mí como para ellas. Desanimada al fin ante lo arduo -y hasta peligroso- de semejante capricho, hizo llamar al barbero, para que lo cortara según sus indicaciones. Lo que me apenó, pues estaba ya acostumbrado a los mechones que caían aquí y allá y que, dada mi hosca naturaleza, servían para ocultar el rostro según la ocasión conviniera. Esta tarea fue en verdad ingrata y para mí muy vejatoria ya que constituyó una regocijada diversión para la Baronesa, sus doncellas y damas. Sobre todo me molestó porque entre ellas se hallaban dos jóvenes sobrinas aproximadamente de mi edad y pude oír cómo cuchicheaban con gran aspaviento, que yo olía a cabra, jabalí y leña ahumada. Cosa que me irritó tanto como sumió en gran estupor, pues jamás pensé que tales olores pudieran chocar, ni aún menos ofender a nadie, ya que a mí no me resultaban en absoluto desagradables. A la par, me causó extrañeza que tan finos olfatos no hubieran percibido también otros muchos de los variados aromas que expelía mi persona, tales como el sebo con que me frotaba los brazos y piernas -Krim-Guerrero decía que esto los reforzaba-, o el del queso algo rancio que llenaba mis bolsillos.

Poco a poco, aprendía a salir de tamaños -y otros aún mayores- errores y aberraciones. La Baronesa me enseñó a pulsar el arpa, cosa en la que, confieso, no llegué a descollar, ni aun aprender medianamente. Y aunque muchos fueron sus esfuerzos por enseñarme a cantar, sólo llegué a emitir ciertos sonidos que, según la misma Baronesa apreció, poseían escasa semejanza con los comúnmente producidos por garganta humana. No debo insistir en el hecho de que estas cosas me parecieron tan fútiles -si es que no necias-, que durante aquellos primeros tiempos de mi vida en el castillo fue creciendo mi amargura y despecho hasta tal punto que pensé más me valía ensillar a Krim-Caballo y partir por esos mundos en busca de otro noble señor que, sin exigir a sus escuderos tanto remilgo y hueros aprendizajes, me preparase como yo esperaba. Esto es: a portarme como guerrero valiente y caballero digno. Sólo el pensamiento (y certeza) de que con tal huida daría una gran satisfacción a mis hermanos, detuvo mis impulsos.

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