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Llegó el invierno. A veces veía a la mujer del herrero. Me bastaba salir al galope en dirección al bosque, o al río; ella acudía entonces a la vieja cabaña abandonada, donde solíamos reunirnos.
– Sólo tenía nueve años -me dijo un día, frente a las llamas, arrebujada junto a mí y estremecida por los aullidos que ya se percibían en la lejanía-. Vagaba por los caminos, huérfana y sin amparo… Él se casó conmigo, sólo para protegerme del hambre, de los lobos y del frío.
– Pero tuvisteis un hijo -le dije, con acritud. Pues con las últimas hojas de los árboles la espesa dulzura y la libertad y la alegría del lagar habían huido de mí. En cambio, una encrespada tristeza, el tedio y la inquietud maltrataban mi ánimo.
– Y murió -dijo ella, mansamente-. Murió en su misma cuna.
Como un rayo me vino entonces la vieja ira. Brutalmente, la golpeé en el rostro. Vi manar por entre sus labios de muchacha vagabunda un hilo delicado y rojo, pero tenebroso como el zumo de la mora.
– ¡Y mandasteis a la hoguera a dos inocentes…! -grité.
Ella restañaba la sangre con una punta de su manto.
– Yo no envié a la hoguera a nadie -murmuró-. ¡Yo no estuve allí, aquel día…!
En aquel instante su rostro se transformó ante mis ojos en la cabeza degollada de jabalí dorado, aquella que arrojé al barranco, con la sangre ya seca y negruzca entre los colmillos. El horror se adueñó de mí y caí en tierra, revolcándome y gritando.
Por vez primera añoré las manos huesudas de mi madre, metiendo mi cabeza en una tina de agua o abofeteándome. Creo que cuando al fin me quedé solo, derramé lágrimas por su muerte. O acaso por su vida y mi vida en aquel tiempo.
Pero aquélla fue la última vez que lloré.
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Cedió el frío, y los primeros brotes en las veredas de los senderos y a la orilla de los manantiales anunciaron el retorno del tiempo cálido y brillante.
De nuevo, mi padre me llamó. Esta vez, para despedirme. Se le habían enconado las úlceras y supuraban un jugo amarillento y pestilente. Los jorobados que solían portarle restañaban aquella miseria, y se me hacía insoportable respirar el aire corrompido de la estancia. Me resultaba totalmente repulsivo aquel despojo humano que me llamaba hijo. Enflaquecido, la piel le colgaba en bolsas laceradas por sobre la carne y, como dormía desnudo, la visión de aquel cuerpo derrumbado entre apolilladas y mugrientas pieles parecía la extrema expresión de vejación humana.
Con tanta evidencia lo sentí que precisé un gran esfuerzo para no salir corriendo. Un crucifijo de madera sustituía ahora, en la maraña blanca de su pecho, al collar de oro que solía lucir en el cuello.
– Acércate para que pueda distinguir tu rostro -me dijo.
Cosa extraña, al obedecerle desapareció mi repugnancia y por primera vez me pareció descubrir nobleza y dignidad en su semblante.
De nuevo me recomendó, entonces, que fuera valiente, leal y honesto. Buen cristiano, defensor de la virtud y enemigo implacable del mal. Que venerara las reliquias y el ejemplo de San Arlón, nuestro protector; y (por decirlo de una vez, aunque él así no lo manifestara) que aspirase en esta vida a encarnar una imagen totalmente contraria a la suya propia.
Luego, pidió al herrero -cuyo nombre y vista me hicieron temblar, no sabía si de remordimiento o de odioque me entregase la espada, el escudo y la lanza que le había encargado. Y ordenó también que me dieran la mejor silla para Krim-Caballo, una que perteneció al más amado de sus potros capturado en la estepa.
Tomé todas estas cosas y besé la reliquia de San Arlón. Acerqué mis labios a la mano que mi padre me tendía de nuevo, y me sentí preso de un invencible vómito. Pero por fortuna su mano estaba raramente limpia. Después, aquella misma mano se tendió al vacío, como buscando algo. Y mansamente la vieja cabra colocó el cuello bajo su palma.
– Ve en paz, hijo mío -murmuró cerrando los ojos.
Mas al punto lanzó un aullido de irritado hastío.
– ¡Parte de una vez, pasmarote, y déjame dormir tranquilo…!
Así lo hice. Pero antes de salir, sentí en mi nuca unos ojos de fuego. Volví el rostro, y hallé las pupilas amarillas y redondas de la vieja cabra, dilatadas en una fría desesperación. En verdad, el recuerdo más perdurable que guardo de la casa de mi padre -el que me acompañó durante todo el viaje, hacia mi nuevo destino- fue la mirada pálida y fosforescente, casi humana, de aquel misterioso animal.
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Mi padre había despilfarrado su poco lucida fortuna y en la ocasión de mi partida ni tan sólo pudo ofrecerme, como escolta, la compañía de un paje. Así pues, en soledad hice aquel trayecto y en soledad llegué al castillo del Barón Mohl. Pero antes de que esto sucediera me ocurrió algo, aunque insignificante en apariencia, que trastornó mi espíritu muy vivamente.
No era demasiado largo el camino, pero en tales días, aún reciente el hambre del invierno, multitud de vagabundos, ladrones, dudosas gentes de camino y malhechores salían de sus cuevas, como alimañas, en desquite de la miseria. De suerte que anduve con el ánimo alerta, dispuesto a defenderme de cualquier emboscada. Por primera vez vestía un traje digno de mi alcurnia -o así lo creía- y en un pequeño cofre portaba enseres y viandas que podían despertar la codicia de cualquier desesperado, a todas luces mucho más pobre que yo.
Tres días me llevó aquel viaje, siguiendo la ruta del Gran Río, hacia el norte. Y en el transcurso de la última noche -aunque evitaba cuanto podía echarme a dormir, para acelerar la llegada y evitar desagradables sorpresas nocturnas-, rendido de fatiga y sueño, desmonté y apañándome con la silla de montar, y una manta de piel un tanto apolillada, mas portadora de antiguos esplendores (por primera vez se contaba entre mis haberes algo semejante), me dispuse a dormir con un ojo abierto y otro cerrado. Busqué el abrigo de los árboles y, como no quería llamar la atención ni espabilar ojos posiblemente ávidos, a pesar de que las noches eran frías, me abstuve de prender fuego.
Todavía quedaban trozos de escarcha junto a los arroyos y nieve en los altozanos. Comí algo de pan y queso, y reservé la carne ahumada para mejor ocasión. Esta carne de ciervo, en verdad más dura que el cuero de mi montura, fue la primera y última que me llegó, directamente, de manos paternas.
A pesar de que me alimenté muy frugalmente, lo cierto es que, cosa rara, no tenía hambre. Tampoco sentía sed, ni sueño. Me arrebujé en la vieja piel que mi padre mandó descolgar en mi obsequio y que, en rigor, constituía la parte más sustanciosa de mi patrimonio. En vano traté de dormir. Una suerte de paroxismo interior me sacudía, algo que no era impaciencia, ni deseo, ni terror, ni siquiera ambición o esperanzas de gloria y dominio. Algo me mantenía en vela, los ojos muy abiertos, tanto, como sólo había experimentado una vez, a los seis años. Y no sabía si mi espíritu se estremecía por la más extrema forma de gozo o desesperación humana. Me dije entonces que, en verdad, no tenía motivo para ninguna de las dos cosas, pues nada conocía que pudiera justificar, hasta tal punto, estado de ánimo semejante; intenté serenarme, cerrar los ojos, pero no conseguí ni lo uno ni lo otro.
Súbitamente, un terror centelleante pareció atravesarme las entrañas. No era terror a la muerte, ni a criatura alguna, algo atroz y difuso a un tiempo, que me hacía temblar, como un poseído. Por entre las ramas de los árboles donde me había amparado distinguí el brillo lejano y frío de diminutos astros. Y vi, claramente, infinidad de noches transparentes o esferas errantes: praderas de aire y fuego se deslizaban bajo mis pies y sobre mi cabeza, inundándome de un resplandor tan vivo como ningún fuego podía producir. Con lúcido estupor como si de un sueño largo y pesado renaciese, me pregunté hacia dónde rodarían mis noches, hacia dónde erraban o caían todos mis días conocidos y olvidados. Me pareció que por primera vez, a través de aquellas ramas, se me ofrecía la total y absoluta visión de la vida y del mundo. Y que en su resplandor yo persistía y renacía continuamente y aún más: eran parte de mí mismo. Luego, el fuego declinó y de nuevo se interpuso entre mis visiones y mis ojos la noche lisa y dura, con sus lejanísimas estrellas.
Me dormí entonces, con tal abandono y pesadez, que ya estaba muy entrado el día cuando el relincho y coceo de Krim-Caballo me despertaron. Abrí los ojos, dudé si había soñado o en verdad había visto aquellas cosas, y en esta duda continué mi camino, pero con ánimo tan conturbado que bien puedo decir que el muchacho que llegó al castillo de Mohl no era el mismo que salió de la hacienda de mi padre.
En una vuelta del camino los árboles clarearon, se ensancharon cielo y tierra y divisé nuevamente el brillo del Gran Río. Brotó entonces del fondo de la tierra un alarido, que reconocí. Un alarido desprovisto de humanidad, imposible de ser emitido por la garganta de animal alguno. Sólo las grutas o los abismos o el fondo de los océanos podían propagarlo así y sacudir -como en verdad creí que sucedía- desde el cielo a la tierra. Aquel grito me trajo la visión de un odre magullado, ardiente, ennegrecido y aventado hasta que el invierno borró sus huellas. Me así con fuerza a la cruz de mi montura, temiendo que algún rayo me derribase. Sudoroso, me esforcé en dominar el temblor de mis brazos y piernas.
Y entonces, invertida en las aguas del Gran Río, distinguí la silueta y las torres del castillo de Mohl. Por un instante creí presenciar, en el misterioso e incansable fluir de las aguas, cómo el mundo se vaciaba y volvía del revés. Mas luego descubrí mi error. Y apenas salido de mi angustia creí que nuevamente había perdido la voz.
No era así: gritando con todas mis fuerzas, espoleé mi montura. Y galopé, lleno de furia, de alegría y de estupor (del todo inmotivados) hacia el lugar donde, si así lo merecía, algún día sería investido caballero.