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VI. Los dioses perdidos

Desperté confortado por un gran fuego, en una cámara limpia y abrigada. Los muros aparecían cubiertos de pieles y tapices. Y junto a ellos, distinguí muchos cofres de madera tallada y bellos herrajes. En lugar de las estrechas ranuras acostumbradas, sus ventanas eran tan amplias como jamás viera, cubiertas con vidrios de color verde claro. Estaba tendido en algo blando y muelle, volví la cabeza y con un sobresalto descubrí ciertas pieles negras, veteadas de plata azulada, que me eran harto conocidas. Cerré los ojos y deseé retroceder a un mundo inexistente, donde me alejara en la nada y me sumiera, al fin, en ella. No tenía valor para mirar a mi señor, ni para mantenerme en su presencia. Y comprendí que aquélla era la otra mitad de la cámara a donde solía arrebatarme la ogresa. Por lo tanto, era en la propia cámara del Barón donde me hallaba, por lo que no salía de mi estupor.

Cuando tuve valor para abrir los párpados, descubrí a un extremo de la habitación un lecho muy amplio, cubierto por dosel y cortinas, con bordados de pájaros azules y verdes, muy bellos. Entonces oí una risa apagada, casi un murmullo, e incorporándome alcancé a distinguir, sentados en el suelo, dos muchachos muy jóvenes y una niña casi tan rubia como yo. Jamás había contemplado, ni fuera del castillo, ni en el castillo, ni en parte alguna, seres tan hermosos ni tan extraña aunque lujosamente adornados: con cintas y flores por todas partes de su cuerpo. En rigor, estaban desnudos de otra cosa, lo que explicaba el enorme fuego que allí ardía. Empecé a creerme víctima de una alucinación, o embrujo: tal como había oído relatar, durante las veladas, a algún insensato -así lo juzgué, torpemente- a quien no diera excesivo crédito.

Uno de los muchachos se acercó, e inclinó su rostro hacia el mío. Vi que tenía la piel muy blanca, casi luminosa de puro blanca, junto a la intensa negrura de sus rizos. En cambio, tenía ojos tan azules como los míos.

– ¿Quién eres? -farfullé molesto, apartándole con bastante brusquedad.

Casi se tambaleó bajo el empellón, y poco faltó para que cayera sobre mí, de forma que el balanceo de sus rizos rozó mi frente. En lugar de responderme, volvieron a reír los tres tan suave y apagadamente como antes. Luego, con gran gentileza, el muchacho acercó una copa y diome de beber una bebida fresca, que me apercibió de cuanta sed acumulaban mi paladar y garganta.

Mientras yo bebía ansiosamente, en el mismo tono, bajo y ligero, murmuró que no debía incorporarme, ni moverme: pues así lo había ordenado el físico. Obedecí con laxitud y de nuevo recliné la cabeza. Entonces, un grande y apacible descanso me ganó enteramente. Un descanso y una paz que, en verdad, hacía mucho tiempo no había experimentado. (O que, acaso, no había conocido nunca).

Un tironeo de brazos y piernas, nada gentil, me devolvió al mundo vulgar y conocido: el físico me zarandeaba. Alzó duramente mi cabeza y me miró los dientes. Luego acercó a mi nariz un frasco, por el que asomaban unas ramitas. Tras guardarlo de nuevo entre los pliegues de su túnica, me informó de que ya estaba curado.

– ¿Curado? -murmuré, como si me extrajesen de un pozo de confusiones.

Y desazonándome de nuevo, el anciano me comunicó que no tenía que asustarme, puesto que sólo había sufrido "la pequeña muerte", muy común, al parecer, en los muchachos de mi edad.

– Eres duro y fuerte como un jamelgo; pero demasiado alto -manifestó, con severo reproche-. ¡Procura detener tu crecimiento!

Secamente me indicó que debía reincorporarme a mis tareas habituales. Según comprobé, me hallaba de nuevo sobre el suelo, cubierto de juncos que hasta entonces me había parecido confortable. A mi alrededor despertaban los muchachos escuderos; se acordonaban la ropa y el calzado y me miraban con burla. Soporté en silencio sus chanzas, pero no atinaba a descifrar su significado. Y supuse que aquella limpia y mullida cámara, con sus bellos adolescentes (y tal vez, todo lo que creí vivir en la nieve, junto a mi señor: el frustrado combate, y el grito desgarrador del Conde Lazsko sobre el río helado), no eran sino frutos de una pesadilla, encantamiento o visión. "Algún mal -me dije- ha entrado y salido de mi cuerpo". Por lo que, después de todo, debía felicitarme de salir tan bien parado de ello. Pero una idea me desazonaba: "Una pequeña muerte", meditaba, "Una pequeña muerte…". Y por más que lo intenté, no lograba hallar sustancia alguna en estas palabras, ni atinar qué clase de mal embrujo, o ensueño, encubrían.

Nadie dio importancia a mi enfermedad, sueño o desvanecimiento: lo consideraban un mal pasajero. Tan sólo alguna irónica alusión me recordó, a veces, el incidente. Mi vida de sirviente y escudero se reanudó, igual que antes. Ni mi señor, ni su esposa, daban señales de haberse apercibido de mis osadías o mis turbulentas noches. Sin embargo, un cambio muy profundo tenía lugar en mí. O mejor dicho, sentíame objeto de una suerte de recuperación o encuentro conmigo mismo. Pero por más que atormentaba mi memoria, tampoco lograba descifrar qué clase de reencuentro se verificaba en mi ánimo. Y a menudo, en cualquier rincón oscuro, o lugar solitario, tropezaba con la sombra de mis hermanos. Aunque sólo los encontré, realmente, en presencia de otras personas. O los veía de lejos, galopando en la nieve.

Cierta noche, bajé a echar una partida de dados con los soldados. Uno de ellos, de edad avanzada y barba encanecida, había luchado con mi señor en muchos combates. Él y aquel exsoldado de Lazsko, usaban con más frecuencia que los otros el lenguaje de sobreentendidos y oscuras alusiones que yo no alcanzaba. Sin embargo, a través de la recóndita burla que en sus palabras entreveía, me pareció que en los ojos del hombre de la barba blanca alentaba una inmensa tristeza.

Aquella noche, guiado por un raro presentimiento, le pregunté casi en voz baja, de manera que no me oyeran los otros, mientras lanzaba los dados:

– Dime, ¿quiénes son los muchachos que se ocultan en la cámara de mi señor?

Él alzó los ojos; y vi un destello de sobresalto en ellos. Pero mantuve su mirada con toda la serenidad que me inculcaron las lecciones de mi señora, y que tan ejemplarmente observaba mi señor, de forma que el recelo de sus ojos declinó en una vieja y conocida socarronería, ésa que habita, agazapada, entre los arrugados párpados de todo campesino. Al tiempo que reía quedamente, respondió:

– Joven escudero, ¿eres tú, por ventura, un muchacho inocente…? ¡No lo creo!

Y a través de tan cautas como lacónicas palabras, supe que, al fin, se había rasgado un velo; y que, en adelante, su lenguaje ya no sería oscuro, ni incomprensible para mí. De forma que respondí como mejor pude a su sonrisa, y no le pregunté nada más.

Noche tras noche, partida tras partida de dados, fue desvaneciéndose en mi mente la sombra de cuanto me pareciera incomprensible o misterioso. Comprendí que, en verdad, hasta el momento fui sólo un joven cándido, salvaje y desprovisto de toda aptitud para entender el humano lenguaje. Pues día tras día habían ocurrido muchas cosas a mi alrededor y ante mí, y no las habían percibido mis ojos, ni captado mis oídos, ni albergado mi espíritu. Y palabras claramente pronunciadas en mi presencia no revestían sentido alguno hasta entonces, cuando todos los jóvenes escuderos del castillo y los caballeros y las damas y los soldados (y hasta el último de los sirvientes) tenían por viejo y conocido cosas que yo ni siquiera sospeché.

Desde el momento mismo que tuvo lugar tan curioso despertar de todo mi ser, las partidas de dados menudearon. Pues, aunque ya nada nuevo iban a descubrirme, me aficioné a ellas. Incluso estimé la áspera cerveza, la tosquedad de lenguaje y hasta llegué a participar en las burlas (que ya no se me antojaron impenetrables, sino groseras, y un tanto insípidas).

Así, otro día supe que el ahijado de Lazsko había abandonado a su protector, para, según rumores, unirse a una partida de salteadores de caminos. En las frías noches, junto al fuego de los soldados, los vagabundos y gentes de camino contaban a la guardia que el viejo Conde había caído en una desesperación obsesa y embrutecedora, que sólo abandonaba su fortaleza y borrachera para salir a la nieve y el viento, en busca de tan ingrata criatura. Y el nombre de este malvado muchacho rodaba por la estepa y las dunas, fundido en el aullido de los lobos.

El invierno finalizaba y sólo muy de tarde en tarde volvía la furia del viento. Pero más de una noche, durante mis clandestinos compadrazgos con la baja soldadesca, ganando o perdiendo, ora una prenda, ora un arreo, oí el chirriar de una puerta, hasta entonces secreta (o que imaginé secreta) y unos suaves pasos que se deslizaban a lo largo del muro. El viejo soldado de la barba cana me guiñaba un ojo, maliciosamente. Él, u otro cualquiera, pues ya no había recelos entre los soldados y yo. Jóvenes muchachos y tiernas niñas salían o entraban de la torre, con pasitos furtivos; ávidos y perversos gatitos, reyes de la noche y de una muy efímera felicidad. Luego oía cascos de caballos, alejándose hacia las murallas.

– A veces mueren -me dijo, borracho, el ex soldado de Lazsko.

Pero nadie, excepto yo, pareció escuchar estas palabras. El viento de los ogros ya no era un misterio para nadie.

***

Día a día, el sol fue alegrando de nuevo nuestro cielo y se reanudaron los juegos guerreros.

Empezó a resultar notoria mi habilidad y mi fuerza en tales ejercicios. Algunos escuderos alcanzaríamos muy pronto la edad o el mérito suficiente para ser investidos caballeros. Y por tanto, la rivalidad en el aprendizaje se hacía más dura y más empeñada la competencia.

En el curso de estos entrenamientos -que mi señor seguía con gran atención- Mohl me mostró cierta buena voluntad. Aunque jamás me hablara directamente, salvo para darme órdenes, yo notaba que había reparado en algún aspecto de mi persona que no le era ingrato. Aunque no acertaba a desentrañar cuál era, pues no sabía si apreciaba mi fuerza, mi habilidad, o simplemente, mi presencia. ¿O, mi aún muy primitiva naturaleza, que sobresalía también por su brusco talante y carencia de refinamiento?…

Lo cierto es que, por una u otra causa -y averiguarla en hombre tan mesurado y frío como él, no resultaba empresa fácil- aquella buena voluntad fue transparentando (o así me lo pareció) una indudable predilección. Requirió con más frecuencia mis servicios y me elevó y distinguió entre los jóvenes escuderos. Por tanto, la primera vez que en presencia de sus comensales me dirigió la palabra, un gran asombro cruzó la estancia, desde el primero hasta el último puesto de la mesa (allí donde mis tres hermanos comían en hosco silencio).

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