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VIII. El envés del odio

Los buitres y el viento redujeron a la pura nada los sangrientos despojos de quien fue muy amada criatura. Mas no llegó a desaparecer, y persistió durante mucho tiempo -ondeante al viento cual vengativo banderín- un mechón de su pelo rubio-leonado. Contemplándolo, regresó a mi mente un abominable cortejo de gritos y memorias, donde se abría paso, con estremecedora nitidez, otro rojo mechón preso en las llamas de una hoguera. Así, recuperé el atónito pavor que un día me fulminara y derribara en tierra. Igual que entonces, permanecí sin voz tres días seguidos, privado no sólo de la palabra, sino de casi todo entendimiento. Frente al fuego, mirando las llamas sin cesar, pasé tiempo, mucho tiempo: no sé cuánto. E incluso los más despegados y malévolos de entre mis compañeros tuvieron para mí, en aquel trance, una palabra amistosa o un silencio compasivo.

Así pasaron muchas jornadas. Yacen en mi recuerdo, insoportablemente blancas. Ni el vino hubiera dado más pesadez a mis párpados, ni el más violento combate podría magullar hasta tal punto mis huesos.

Al fin, un día, me sobresaltó el piar de unos pájaros en la nieve. Aleteaban y disputaban en torno a las migajas que les arrojaba un pequeño marmitón de cocina. Y en tanto los animales se lanzaban vorazmente

sobre tan exigua sustancia, el niño arrojó sobre ellos, cautamente, una pequeña red. Cuando los tuvo atrapados, fue atravesándolos uno a uno con una larga aguja (de las que usan los cocineros, para asar aves). Sus mejillas se encendían de placer, movía la cabeza, y los negros cabellos se mecían, medio ocultando sus ojos. Creí entonces salir de un dilatado sueño. Brillaba el sol de invierno en el silencio peculiar de la nieve, y el día se mostraba como impregnado de una resignada cólera, sólo rota por los gritos de los pájaros y la entrecortada risa del pinche. No conseguía recordar por qué estaba allí, frotándome brazos y piernas, pateando de frío, mientras contemplaba, pasivo y lejano, los juegos del muchacho. Sobre nosotros, masas de nubes transparentes se diluían en una luz líquida, incolora, y sentí que algo se desprendía de mí. Un sopor, o una vida, donde aún vagaba el solitario jinete de mi infancia. Entre rubios guerreros navegantes por un inmenso mar de vino en el que flotaban las trenzas de la ogresa. Mezclados a la bruma de estas visiones, no conseguía separar los cuerpos de mi padre y del Conde Lazsko: el uno atravesado por la lanza de Mohl y el otro a lomos de los jorobados.

Poco después me avisaron de que mi señor reclamaba mi presencia.

La voz y las palabras volvieron a mí en tanto dirigía mis pasos, por primera vez -si es que la otra fue delirio-, a la cámara privada de Mohl. Y cuando al fin entré en ella, reconocí objeto por objeto todos sus enseres, muebles y ventanas: los vidrios verdosos, los cofres, las pieles y el gran lecho con dosel. Tuve entonces un pensamiento extraño, y en verdad muy violento. Tanto, que parecía beber en él mi antigua fuerza, hasta saciarme de ella. Tenía la absoluta convicción -a despecho de no poderla razonar- de que, aun en el trance de hallarse encadenado, caído y aguardando la lanza de su señor, si el muchacho del cabello de fuego se hubiera negado a sí mismo la muerte, no habría muerto. Y aunque tal idea incluso me irritaba (dada mi incapacidad para desentrañarla), aquella certidumbre persistía y crecía en mi ánimo, allí donde la razón se negaba a alojarla. En todo lugar, objeto o suceso donde ponía mi pensamiento, recuerdo o simple zozobra, se encendían ahora llamas solitarias. Y veía un fuego esparcido, dividido, pero constante, y anuncio de una inmensa hoguera.

El rostro del Barón mostraba, de nuevo, la serena distancia casi añorada por quienes, en los últimos tiempos, presenciamos su declive. Pero vi diminutas arrugas al borde de sus labios, y en las sienes, junto al cabello que otrora se mostrara castaño dorado, brotaba la blanca raíz donde se ahínca y extiende el árbol de la muerte.

Estuvo hablando mi señor durante mucho rato. Dijo que me apreciaba por leal y fiero, y por el inquebrantable hierro de mi naturaleza. Dijo que era yo el mejor de entre los jóvenes escuderos y que, con toda seguridad, llegaría a ser un valiente caballero: verdadero Señor de la Guerra, temido y respetado a la par. Al fin, rozó mi hombro con su mano, y aseguró que creía contemplar mi futuro, que me veía pasar por entre y por sobre innumerables guerras. Algunas, de todo punto inimaginables para el humano entendimiento, pues en ellas yo permanecía inmune al hierro y fuego, y a todas las derrotas que estremecen de parte a parte el mundo. "Es más -añadió-. Te veo avanzar como espada alada, y atravesar así la tierra, el mar y el aire".

Ensoñadoramente, cerró los ojos. Y me vino a la mente una lucha entre águilas y gavilanes que, siendo niño, presencié en el cielo de las dunas. Pero mi señor no se refería a esta clase de luchas en el cielo o aire, puesto que murmuró, como para sí:

– También luchan, vencen y sufren derrotas las estrellas.

Esto me dejó muy admirado de su sabiduría. Mas existía una muralla (invisible, pero inexpugnable) que no sólo cercaba mi cuerpo, apartándome del mundo, sino mi ánimo. Y aquella muralla sofocaba todos mis impulsos, e impedía que me manifestara con la espontaneidad de otros tiempos. De forma que, aunque mucho lo deseaba, no le pregunté nada sobre aquella clase de guerra entre los astros, en la que él me veía triunfar tan gallardamente.

– Tu impiedad y tu inocencia unidas -dijo Mohl-, pueden convertirse en armas muy estimables. Bien gobernadas llegarían a devastar toda la podredumbre que nos anega. De manera que debo guardarte junto a mí: tú serás mi escudo contra el mundo. Y, acaso, contra mí mismo.

Estas palabras, aun asombrándome, me parecieron pronunciadas en una región donde yo no habitaba. Incluso parecían dichas en una lengua que no era la mía. Pero él tomó por sumiso acatamiento, quizá por gratitud, un silencio que no significaba sino la más profunda e insalvable distancia. Acaso, una aún confusa forma de indiferencia.

Mi señor me sonrió (creo que por primera y última vez en la vida):

– No tardará en llegar la primavera -dijo-, y te doy mi palabra de honor de que para esa fecha serás armado caballero.

Aquella decisión era la que yo aguardaba día tras día y noche tras noche, desde el momento en que entré en el castillo. Sabía que esta esperanza y esta promesa eran lo que en verdad me retenían allí. Pero en aquel momento tan deseado, no sentí alegría, impaciencia, ni siquiera asombro. La verdad escueta es que no sentí absolutamente nada.

Mis ojos resbalaron por sobre los escudos y las armas que pendían de aquellos muros, por los hermosos vidrios de la ventana donde el sol se tornaba de un verde tan delicado como misterioso. Y en ellos busqué desesperadamente algún destello de mis pasadas ilusiones, si no de júbilo, de satisfacción cuando menos. Pero sólo los reflejos y las sombras a través de la ventana ofrecían algún interés para mí: no las palabras, ni las promesas. Ni siquiera la seguridad -como en verdad tenía, viniendo de tal señor de que serían cumplidas.

El Barón me indicó, entonces, que me sentara frente a él, casi a sus pies. Y se extendió en mil argumentaciones, como si ante sí mismo justificase la necesidad que había de retenerme y no apartarme de su lado. Había decidido incorporarme a su servicio personal, a las órdenes del caballero Ortwin.

– Pero no por ello descuidarás, y con más rigor que ningún otro escudero, el ejercicio de las armas: he observado con gran satisfacción que sobresales singularmente en ello.

Tras oír todas estas cosas, creí había llegado el momento de retirarme. Pero Mohl, con un gesto, me ordenó que no me moviera. Permanecimos así mucho rato, sentados uno frente a otro y en silencio. Él miraba obsesivamente hacia la ventana, tras cuyos vidrios se adivinaba otra vez la caída de muy ligeros copos. Y parecía prendido de aquel resplandor. Cosa que, en verdad, era contemplar el espectro de la nieve. Tan atentos estuvimos a aquella nevada más adivinada que vista, que diría nos sumimos o quizás elevamos en un espacio sin cabida a otros sentimientos o reflexiones más que la contemplación del verde vidrio, o la luz blanca del mundo exterior y extraño.

Abandonados o resignados a aquella suerte de enajenación estuvimos tiempo y tiempo, no sabría cuánto.

Ni siquiera sé si todo esto sucedió entonces, o antes o después de todas las muertes. Sólo tengo una certeza: aquélla fue la última nevada del invierno.

***

En un principio, Ortwin me recibió con desvío, incluso con cierta animosidad. Pero como estas demostraciones humanas ya no me afectaban le serví y obedecí en todo, con extraordinaria docilidad. Fui aliviándole así de muchas tareas -las más pesadas, por supuesto-. De forma que poco a poco fue relegando en mí gran parte o casi todas ellas, con creciente complacencia. Desde aquel momento, hube de servir sin reposo a mi señor: sus armas, ropas, caballos, mesa (y mil detalles más) me fueron de día en día encomendados, con mayor confianza. Y con cierta frecuencia acompañé a Mohl en sus recorridos por tierras de su inmenso dominio cuando, como solía, vigilaba el trabajo y rendimiento de siervos y colonos.

Ortwin llegó a tomar por mansedumbre y sumisión lo que en mí era el más profundo despego hacia el mundo, sus criaturas y afanes. Y, cediendo al fin en su inicial frialdad (y aun recelo), me acogió, al cabo, sin reservas. Supongo que llegó incluso a celebrar la decisión del Barón, aunque era hombre totalmente opuesto a toda clase de demostraciones afectivas. En lo que a mí respecta, con tanta docilidad y eficacia le obedecía a él como a mi señor, y aun con idéntico respeto. Así de grande era la distancia o ausencia de mi vida entre sus vidas.

Sólo alguna vez, al contemplar los caminos donde ya se derretía la nieve y comenzaba a sentirse la pujanza de la tierra, de todas sus plantas, manantiales, tímidas flores o animales, notaba como una punta afilada que arañase mi cansancio y por su ranura asomase el olvidado deseo de otros días. Pero aun experimentado tales sensaciones, no llegaba a reconocerlas.

– Ya pasará el invierno, puedes estar seguro -me dijo Ortwin un día.

Acaso imaginaba que me consumía de impaciencia, en espera de que llegase la fecha de mi investidura. Miré en silencio su rostro grueso, rubicundo y lleno de pecas, donde las espesas cejas casi ocultaban sus ojos, aquella boca donde faltaban tantos dientes como sobraban agujeros, y sentí una vaga desolación. Una vez, durante un combate, le propinaron un tajo de tal envergadura que casi le arrancaron la mandíbula. Pero Ortwin contuvo la sangre y así, imagino, salvó su vida mordiéndose la barba. Esto es, metiéndosela en la boca. De tal guisa, continuó luchando y pudo resistir con dignidad, hasta que aplacada la furia de ambos bandos el físico lo remendó como mejor pudo.

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