– Pero no fue un acto de valor, ni demuestra fiereza alguna en mi carácter -explicó-. Sólo escrúpulo y minuciosidad en los detalles. Me gusta la corrección, tanto en las ropas como en el aspecto de las gentes en general. Esta minuciosidad y celo me valió el honroso puesto que ostento junto al Barón Mohl.
Mesábase luego la barba (a la que tanto debía) con verdadero cariño. Como si se tratara de un ser muy amado, y no de una exuberancia más de su persona. Aquella barba rojiza constituía, con toda seguridad, su más preciada riqueza. Todos los días la desenredaba con un gran peine de hueso, cuyo borde ostentaba una cenefa finamente labrada.
A medida que nuestro trato se hacía más estrecho, pude apreciar la lealtad de sus sentimientos hacia el Barón. Ortwin era un noble de origen casi tan pobre como yo mismo. Poco después de su investidura, prefirió seguir al servicio personal del Barón, como Ayudante de Cámara, y abandonó casi por completo las armas. Mohl lo había elegido y consentido en tales deseos, precisamente por su inquebrantable discreción y fidelidad, por el buen gusto y esmero con que atendía su ropero y enseres. Cualidades éstas que no hacían presumibles su robusta y alta figura, ni el atroz y mal disimulado tajo de su mandíbula. Creo que Ortwin me llegó a cobrar tanto afecto como pueda sentirlo un padre por su hijo -excepto el mío-. Pero aunque yo le trataba siempre con respeto y deferencia, no podía albergar sentimiento de ninguna clase hacia él: ni malevolencia, ni amistad, ni afecto. Y lo mismo me ocurría respecto a las demás gentes que allí, y conmigo, convivían. O, al menos, así me lo parecía entonces.
– Deberías ser más cuidadoso de tu aspecto -me dijo Ortwin en cierta ocasión. No había pasado por alto a su atenta mirada el hecho de que, desde un lejano día en que mi amada señora lo hizo cortar, jamás osó nadie poner la mano o el filo de una cuchilla en mi cabeza, totalmente invadida por antojadizos mechones. Cada uno de estos grupos crecía en la dirección que estimaba más conveniente, y en espesa y nutrida proliferación. Nada ni nadie -y yo menos que ninguno- se opusieron hasta entonces a la libertad y goce de tales desórdenes. Pero al oír la insinuación de Ortwin, mansamente incliné la cabeza ante él, con el mismo gesto que hubiera tenido ante el verdugo, si me hubieran condenado a morir bajo el hacha. Sorprendido y alborozado ante tal resignación, ya se disponía Ortwin a despejar la indómita pelambre, cuando en el momento justo de blandir su afilada cuchilla atinó mi señor a sorprendernos y su grito apabulló toda la dicha de Ortwin:
– ¡Detente! -vociferó.
Ortwin le miró sobresaltado. Y aun yo mismo elevé sorprendido mis ojos hacia Mohl; pues había en su voz algo que me recordaba al miedo.
Casi con furia, el Barón arrebató la cuchilla de manos de mi defraudado esquilador, y dijo ante el pasmo de Ortwin y mi curiosidad:
– Jamás toques un solo cabello a este guerrero. Ya no estimo a mi lado la belleza. Antes bien prefiero en su estado más puro la fuerza salvaje de la vida.
Me pareció que en tales palabras yacía una derrota, o tal vez, sólo una inmensa desolación. Pero Mohl añadió:
– Si durante el combate te estorban estos mechones que caen sobre tus ojos, sepáralos en dos mitades y trénzalos muy alto, de forma que ambos caigan a cada lado de tu frente.
Al oír tan minuciosas como extrañas órdenes, Ortwin pareció atacado en lo más sensible de sus leyes o códigos.
– ¡Trenzar su pelo, señor! ¡Como los esteparios…! -aulló, en verdad escandalizado.
Pero Mohl replicó que así lo hacían nuestros dioses muertos.
– Y acaso -añadió, tras una breve meditación- los dioses por nacer…
Por tanto, separé los susodichos mechones, causa de sus zozobras. En verdad, saltaban sobre mi frente y orejas, en tal estado de abandono que mucho estorbaban durante los ejercicios y, tal como dijo Mohl, llegaban a metérseme en los ojos. Untados con un seboso ungüento que me proporcionara el dolido Ortwin, los trencé aplicadamente, y desde este punto y hora constaté cómo se incrementaba de forma singular el recelo, y aun temor, que por lo común despertaba mi persona.
Cierto día que me disponía a enlazar, separar y anudar tan
ásperos manojos, para guiarme me asomé a una charca que el deshielo comenzaba a formar sobre la tierra. El sol apareció entonces tras mi cabeza y encendió aquella aureola blanca que, de niño, llenara de estupor y admiración a quien la mirara (e incluso a mí mismo). Un estremecimiento sacudió mis entrañas, y oí muy claramente, como brotada de la luz o el brillo del agua, la fría y tersa voz de mi bien amada ogresa, que como en otras ocasiones me confiaba: "No eres bello, ni lo serás nunca. Antes bien, puede asegurarse que eres muy feo. Pero tu singular naturaleza vive, desafía y deslumbra más allá de ese efímero y aun tornadizo atributo que se llama belleza. De suerte que, en verdad, resulta mucho más poderosa y turbadora, y aun alberga más seducción que la propia hermosura, la dulzura y la misma bondad…".
Oí, luego, los conocidos cascos de su caballo blanco. Huellas ya, cielo adelante, de un perdido y entrañable amor. Como aquel día que sobre la hierba, entre los gritos y el sol de los guerreros me hizo confesiones parecidas, no alcancé totalmente su significado. Inclinado el rostro sobre la verde charca, me pareció que aquella voz rasgaba una esquina al tapiz de indiferencia en que, últimamente, me cobijaba. De suerte que, por aquel rasguño, se filtró un áspero júbilo, y en él mezclábanse muy turbulentamente el orgullo, la conciencia toda de mi poder, e incluso una aún desordenada, pero muy violenta rebeldía. Estaba descalzo, pues -costumbre adquirida en mi infancia- apenas cedía el frío, me gustaba ir con las piernas desnudas, y calentarlas al sol. Cuando me hallaba solo, libre de servicios, liberaba mi cuerpo lo más posible de toda opresión; y trotaba de tal guisa, casi desnudo sobre la hierba o las piedras. Apenas desapareció en su mundo de ecos y reflejos el galope del caballo blanco, noté bajo mis plantas un crujido caliente, casi animal. Y supe que la primavera estaba al borde de estallar bajo la tierra; y sentí que ésta albergaba un relámpago, largamente prisionero, que acababa de romper sus ligaduras dispuesto a estremecer el mundo, de uno a otro confín.
Llegaron entonces a mis oídos voces y risas muy exaltadas. Una risa peculiar, cuyo rastreo se deslizaba, según tenía observado, en los actos de la más extrema crueldad humana. Yo había oído el serpenteo de esa risa, a los seis años, y no la había olvidado.
Más allá de la muralla vi tres soldados, muy divertidos por alguna cosa. Llegué hasta ellos, sin que pudieran verme ni oírme, pues el sigilo fue la escuela donde di mis primeros pasos entre los hombres. Y aunque iba con los pies descalzos y todavía brillaba la escarcha no me estremecía su contacto, ya que un frío más grande iba adueñándose de mi ánimo. Así, pude ver cómo golpeaban, llenaban de insultos y de burlas a una mísera criatura, un hombre escuálido, medio muerto por los golpes y, probablemente, por las muchas calamidades que le habían llevado hasta los pies de los soldados. tras la apatía y embrutecimiento invernal, despertaban éstos del sopor de la nieve, alimañas hambrientas de algún suceso que avivara sus embotados sentidos.
– ¡Cuéntanos otra vez cómo venciste al turco! -vociferaban-. Di cómo le diste muerte. ¿Con cuál de tus dos caras? ¿Con ésta? -y la golpeaban-. ¿O con ésta…? ¿Fue acaso a puntapiés en la boca? ¿Así…?
Remedaban grotescas muertes y grotescas luchas en aquel montón de carne derrumbada, entre harapos. Pero aquellas palabras reverdecieron mi memoria: hazañas gloriosas, historias heroicas, fantasmas de un remoto esplendor, regresaban. Y un jinete centelleante (imagen de la gloria, inventada por un niño) apareció cabalgando hacia oriente: por aquel cielo donde, aún tan apocadamente, se doraba el calor de la nueva vida. Entonces vi alzarse hacia mí un rostro partido en dos por un antiguo tajo, mal amparado bajo dos brazos flacos, llenos de informes y mal repartidos bultos (cual granos en vaina reventona), que antaño fueron carne poderosa. Del cráneo amarillento, cubierto de cicatrices, como último jirón de algún maltrecho orgullo brotaba y se bamboleaba a impulso de los golpes, y los inútiles esfuerzos por defenderse de ellos, un mechón pajizo, ceniciento, mal anudado con tirilla de cuero.
El relámpago que pugnaba por liberarse de la tierra, ascendió a mí; desde la planta de mis pies, a mis ojos. Un ejército de huellas cruzó el oscuro firmamento de mi infancia, y con un grito recobrado -un grito que partía de un humano árbol de fuego- salté sobre Krim-Caballo, blandiendo la lanza, bullendo en mis entrañas toda la furia de la tierra.
Cargué así contra los que tan burda y cruelmente maltrataban la fe, el orgullo y la esperanza de mis días niños. Uno por uno, los sorprendí y atravesé sin darles tiempo a defenderse -pues yo no era un ser humano, sino un relámpago de ira y amor, inútilmente amordazado años y años-. Y aun me ensañé contra sus cuerpos ya en la tierra. Entonces me sentí rodeado de ojos que aún se desorbitaban en asombro y miedo mezclados -ojos que, en noches de la guardia, me habían guiñado, compadres, y yo tenía como los ojos de mis únicos amigos-; pero sentí crujir sus huesos bajo las pezuñas de Krim-Caballo, tan enloquecido de odio como yo mismo.
Al fin me detuve exhausto y lleno de sangre, medio asfixiado en la saciedad y gula de mi venganza. La lanza inclinada, como último homenaje hacia aquel que ya era sólo el fantasma de un tiempo, un tiempo que tuve como el más puro y brillante de mi vida. A mis pies alentaba apenas Krim-Guerrero, de su boca sangrante surgió una voz antigua, que no pudo acabar su frase:
– ¡Si hubiera resistido mi caballo tanto como yo, te juro, muchacho, que no osarían…!
También sus ojos me miraban, pero eran igual que estrellas renacidas de una espesa niebla donde se mezclaban mentiras, espectros de batallas, asombro y una en verdad muy hermosa recuperación. Pues desde el más lejano confín del cielo, volvió grupas el resplandeciente jinete de la gloria, descendió hasta él, y se alejaron juntos hacia el paraíso de los recuerdos.
Después que el sol se los llevó, me incliné sobre el cadáver de Krim-Guerrero.
"Vencedor del turco", me oí decir. O tal vez sólo oía las lágrimas de algún amanecer, ya alejado de mi vida, inundado de rocío, centelleante, triste y airado ante la vasta mentira que cubre nuestra tierra. Aproximé entonces mis labios a su oído: