Existían muchos aspectos de la humana vida, harto conocidos por la mayoría de los muchachos de mi edad -y aún más pequeños- y que yo, apenas salido de la salvaje soledad de mi infancia, ignoraba completamente. Debe disculparse tal ignorancia en gracia al hecho de que, hasta mi llegada al castillo, jamás tuve oportunidad -si exceptúo aquel joven trotamundos que me robó el cuchillo- de acabar una frase completa con alguna criatura, no digo ya de mi edad y condición, sino siquiera humana. Hasta el momento, sólo Krim-Caballo fue mi mudo oyente. En cuanto al tropel de desventurados que rodeaba a mi padre y cuya cháchara, espectralmente acribillada de hazañas muertas, adormecía sus veladas, apenas me daban acceso a muy sucintas intervenciones.
El caso es que, hasta aquel invierno, apenas tuve noticia de la existencia de criaturas entre humanas y bestias, entre divinas e infernales, que poblaban el mundo. Muchas de las cuales, sin duda alguna, convivían de manera más o menos disimulada entre los hombres. Sólo en algunas ocasiones, durante aquellas inolvidables veladas invernales, mientras escuchaba relatos de este tipo, resurgían en mi memoria ciertas fábulas que adormecieron mis sueños de niño: ora canturreadas por mi madre, ora por sus sirvientas.
En las veladas del castillo, al abrigo de la lumbre, mientras el viento y la nieve se arremolinaban en la noche invernal, muchas historias y sucedidos de esta clase fueron abriendo mis ojos y aguzando mis oídos. Y así, tales criaturas llegaron a ser tan minuciosamente conocidas por mí como por el más avisado en tales cuestiones.
Cierta mañana muy especial, apenas amanecido, fui requerido por la Baronesa, mi señora, para que ensillase su montura y la acompañara, a pesar de los hielos que endurecían y hacían resbaladizos los caminos, en una de sus singulares correrías. Al ayudarla a montar sentí el filo de unas afiladas uñas en mi mano. Y al tiempo que mi señora ordenaba ciñese a sus piernas la manta de pieles, surgió de ésta una mano delgada y palidísima, rematada por menudos y rosados puñales. Desnuda de su guante, aquella mano me produjo una rara exaltación, donde se agitaban muy oscuros y placenteros devaneos. Pues, súbitamente desprovista de sus habituales tapujos, aquella mano me pareció encarnar la desnudez total de mi señora (cosa que, hasta aquel momento, ni me atreví a imaginar). Alcé los ojos hacia ella: su cabeza rubia y lisa como pálido metal aparecía también libre del capuchón de pieles. Se recortaba nítida, casi cruelmente, bajo un cielo tan reluciente como escudo frotado con arena. La mano de la Baronesa oprimió la mía contra la manta de piel y sentí bajo mi palma su rodilla (que imaginé, de pronto, desnuda y tersa como la de un niño). Entonces, mi señora sonrió. Y esto era en ella tan extraordinario -que yo supiera, no había pieza en que ensañarse, todavía- que me llenó de pavor. Por segunda vez, a la luz rosada del amanecer vi sus dientes. Y me parecieron teñidos por un resplandor de sangre, delicada y fresca, pero muy cruenta. Era, empero, una sangre que yo conocía, y en su rara sonrisa se mezclaron estremecedoramente el jugo de las moras, el primer jabalí a quien di muerte y la triste mueca de la mujer del herrero (aquella vez que tan brutal como injustificadamente la apaleé). Sentí entonces un vértigo desmesurado, de todo punto impropio, al extremo de que hube de aferrarme a la montura de mi señora para no rodar por el suelo. Un viejo y conocido terror ascendió desde mis entrañas, paralizando mis brazos y piernas. Y si no fuera por las pacientes enseñanzas de la propia Baronesa (que tanto me recomendaron mesura en los gestos y disimulo en todas las intemperancias, tanto propias como ajenas) hubiera roto en aullidos y tal vez llegado a revolcarme por el suelo (como en los tiempos en que a tales desmanes de mi naturaleza, mi madre aplicaba remedios harto contundentes, aunque de indudable eficacia).
En lugar de las pasadas jerigonzas, atiné, con claridad en verdad extraordinaria dada la confusión en que se sumiera mi entendimiento, que no eran tan desatinadas y hueras las enseñanzas de mi señora. Y con este juicioso pensamiento en el meollo rodé a tierra, supongo que con la máxima dignidad asimilada en las antedichas lecciones y consejos.
Lo primero que al abrir los ojos apreciaron mis sentidos fue una antigua sensación, conocida por mí cierto día de vendimia. Aquélla que, por breve tiempo, me hizo creer la más viva y desatada criatura de la tierra. Como entonces, unas manos recorrían mi cuerpo y también como entonces parecían las primeras manos que acercaban su calor a mi calor. Por contra, por única vez en mi vida me repugnó el olor a estiércol que invadía el aire. Estaba aterido, en verdad helado. Y creo que temblaba, pues así me lo hizo notar el violento castañeteo de mis dientes. No obstante, un recelo y una cautela infinitos (también agudizados en la convivencia con aquellas, al menos para mí, singulares gentes del castillo) me aconsejaban la mayor prudencia. Pero sabía que mi sangre galopaba sin freno y que mi corazón coceaba furioso en un recinto cada vez más estrecho e insuficiente para cobijarlo. Pues lo sentía, en verdad, como fiera enjaulada, pugnando por romper lo que le separaba de aquella libertad sin límites, de aquel ácido y violento goce que conocí una sola vez: cuando aplastaba, bajo los pies, las uvas del lagar. Mas sabía bien cuán lejos quedaba de mí aquel vino, aquel instante hermoso y cruel en que me convertí, aun por tiempo tan breve, en el amo de la tierra, el aire, el mar y el fuego.
Llegó hasta mí entonces una más cercana y reconocible sensación: la de unas uñas finas, afiladas como garras de halcón, que arañaban nuevamente mi piel. Luego, oí decir a la Baronesa:
– Dime cuál es tu verdadera edad. Si eres mayor de lo que confiesas, no temas, nadie lo sabrá. Pues tú no eres culpable de que hayan descuidado tu persona de tal modo… Y asombra y place que un alma cándida y salvaje se halle encadenada a cuerpo tan gallardo y varonil. Uno de los más gallardos, apuestos, nobles y valientes que vieron mis ojos.
Tras estas palabras, sentí un oscuro estremecimiento. Y al fin murmuré:
– Tengo catorce años.
Todo lo que sucedía me dejaba atónito. Pero tal vez el mismo asombro sirvió de afilado puñal, y rasgó la casi voluntaria ignorancia en que me cobijaba. Entreabrí los párpados y vi (como jamás hubiera imaginado ver tan noble dama) a mi señora sentada sobre el heno en que yo mismo me hallaba tendido. Y como no vi palafrenero o criado alguno, se me ocurrió que no parecía normal en tan delicada criatura la posibilidad de que ella misma me hubiera transportado en brazos hasta aquel lugar. Por lo que volví muy cautamente a cerrar los ojos, diciéndome (ignoro por qué razón semejante idea me tranquilizaba) que, con toda seguridad, me habría arrastrado sin miramientos por el suelo como a una piel de zorro, hasta arrojarme en aquel montón de heno, como pudo haberlo hecho en cualquier otro lugar.
No estaba en las caballerizas. Un vagido amable y animal llegó a mis oídos y luego otro. Y como nada más lejos de mi mente que la sospecha de que tal sonido (por cálido y entrañable que me resultara) hubiera surgido de labios tan delicados y señoriales como los de la Baronesa, comprendí que me hallaba en el establo, entre las vacas y bueyes que componían una parte de la nutrida hacienda Mohl. Además, para un campesino como yo, inconfundible resulta el aire caliente que en tales lugares se respira, aun en el rigor del invierno: pues más de una noche helada, con mi silla de montar a hombros -único bien que poseía en esta tierra-, hube de refugiarme entre las cabras de mi padre y en su compañía pasar abrigadamente muchas de mis noches.
La Baronesa me zarandeó entonces, con escaso mimo. Y en aquella sacudida rememoré los convincentes remedios que en circunstancias, si no iguales, al menos parecidas, solía aplicarme mi madre. así que torné a abrir los ojos y clavé en ella una mirada que, tengo para mí, fue de simple terror. Ella no lo estimó así, ya que murmuró:
– Jamás vi en criatura alguna ojos tan fieros y osados…
Dicho lo cual me estrujó entre sus brazos -que eran tan finos y delgados como fuertes, tal como los adiviné al verla tensar el arco-. Y sentí sus delgados y agudos dientes sobre mis labios, rostro y cuello y aun sobre varios puntos más de mi persona que el mismo asombro que sentía (y aun a esta distancia me alcanza) me impiden enumerar con más detalle.
Sólo puedo asegurar, sin menoscabo de la verdad más rigurosa, que en medio de tan tempestuosas efusiones un nombre se repetía y golpeaba como timbal de guerra en mi sesera: "Ogresa, ogresa, ogresa…"
Turbiamente inmerso en la densidad de una reconocida embriaguez -pero ahora exenta de toda impresión de libertad y, por contra, encadenada a la muy ciega y hasta lúgubre posesión de que me sentía objeto-, atiné aún a decirme, como una suerte de explicación que, en verdad, nadie pedía, que la Baronesa no salía a galopar o cazar en el invierno helado, sino a devorar inocentes criaturas. A desgarrar carnes con sus finas y curvadas uñas y a hundir los afilados colmillos en sus entrañas, según yo mismo constataba.
Luego de un rato en que anduvo devorándome a medias, me preguntó mi señora si conocí mujer antes de aquel momento. Y como la pequeña herrera me parecía un ser totalmente inasociable al que ella me mostraba, nada contesté. Pues, en rigor, no podía saberlo. Y cuando lentamente fue desprendiéndose de mis sentidos la rara luz nocturna (teñida en sangre y humo de hojarascas remotamente otoñales, rojas y viscosas en el cieno donde innumerables viñadores pisoteaban negras moras de cerco azul y carnosos labios) me hallé tan solo, tan vacío de mí mismo, como aquellos derrotados reyes que (según oí a los mercenarios) erraban por la estepa tras el espectro de su antiguo dominio. Unicamente acerté entonces a decirme que jamás hubiera sospechado en dama tan exigente en cuestiones olfativas, que eligiera un lugar semejante para iniciar su íntimo y devastador conocimiento de mi persona, por insignificante que ésta fuese. Aunque, según pude considerar, esa insignificancia no era tal, en opinión de tan altiva como brusca dama.
Volvió luego a insistir, con una contumacia que me pareció fuera de lugar, sobre la verdad de mis años. Y creo que deseaba le dijese, o mintiese, alguno más. Como todos los varones de mi familia, representaba bastantes más de los que contaba, pero yo era entonces muy inocente y sincero.
– No he engañado a nadie sobre la verdad de mi edad -repetí, neciamente-. ¡Tengo catorce años…!