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VII. El viento

Con la desaparición de mi señora, empezó a llamear en mil sentidos la violencia de mi naturaleza y a veces la sentía estallar en mis entrañas, y fluir, igual que un río. Otras la veía desplomarse, como un ave alcanzada. Mas, casi siempre, sabía que se distribuía en mil y dispersábase luego, como lluvia o viento. Tomé más afición a los dados que a las armas y en compañía de la soldadesca -que no de los nobles escuderos, o caballeros pasaba cuanto tiempo me era posible. Llegué a obsesionarme y fijar todos mis pensamientos en cosas tan singulares como un número determinado. De forma que si en él pensaba intensamente, cuando lanzaba el dado el número respondía a mi llamada y ganaba la partida.

Pronto empecé a tener fama de peligroso y cada vez se me hizo más difícil hallar compañero, o rival, en estos lances. Por lo que, apenas encontraba ya quien quisiera probar su suerte conmigo y así decayeron, también, aquellas compañías que, aunque de baja condición, me placían más que otra alguna. Poco a poco mi ánimo se replegó en sí mismo; y a menudo me sentí un ovillado caracol, ligado a un cobijo del que desea liberarse al tiempo que teme hacerlo: como si conociera que en tal empeño había de perder la vida (vida que, en verdad, estaba aún muy lejos de mí). En tales momentos sentía la presencia y roce de una blanda, sumisa locura. Y cuando contra ella me revolvía y la rebeldía me salvaba de su acecho, descubría, galopando ante mis ojos, aquel joven corcel a quien mataron su primer jinete, y cuyo nombre era Tristeza.

A veces, por algún motivo en verdad muy fútil, la ira ascendía a mí. Entonces creía oír una voz llamándome desde muy lejanos manantiales. Y esa voz avisaba para que no la malgastase. Pues, según creía entender, tal violencia e ira eran la llave con que algún día abriría la última y definitiva puerta por donde huir de una mísera condición. En tales ocasiones fui desvelando, con irritación y desasosiego, la imagen verdadera del mundo en que me hallaba. Y con dolor físico (como no lo hubiera arrancado de mi carne arma alguna) contemplaba el mundo y lo veía yacer, presto a la defensa y al ataque. De cada piedra, montículo, planicie, valle o comunidad humana, brotaban muros defensivos: piedra, empalizadas, horca, fosos poblados de reptiles, lanzas, fuego; el mundo contra el mundo, defendía y agredía vanamente algún terror vasto y común, sembrando aquí y allí la negra semilla de la muerte, y así, más que a temerla, llegué a odiar esa muerte. Muchas veces desperté con la certeza de haber luchado sin esperanza alguna con semejante dama; y puedo asegurar que jamás hubo, ni habrá, despertar menos halagüeño. La muerte seguía mis talones a lo largo del día (como la sombra de tres jinetes que se decían mis hermanos). Lanzaba su amarilla sonrisa sobre mis torpes afanes, se burlaba de los dados, del vino, de las espadas. E incluso de mis esperanzas, o de mis ya marchitas ilusiones de llegar a ser, algún día, investido caballero. Luego cuando la sonrisa de la muerte se alejaba, de nuevo me parecía distinguir la silueta de mis hermanos recortada en los arcos, o cabalgando junto al río.

No me volví, empero, cobarde. Ni me hurtaba a la pelea. Muchos fueron mis lances agresivos, y hasta hechos sanguinarios. Mas, por no haber sido aún investido, tales cosas se producían en rigurosa clandestinidad. En alguna ocasión, por puro desafío, robé su espada a un escudero somnoliento. E iba luego a dirimir estas cuestiones junto al Gran Río, a la hora del mediodía, la más peligrosa de las horas cuando el mundo parecía dormir. En dos ocasiones vi negrear en el suelo las sombras de los abedules y en otra, la de mi propio cuerpo bajo mis pies. Y de tal forma las vi, que trajeron a mi memoria la conocida lucha o contubernio -no podía esclarecer tal cosa- de la sombra y de la luz, del color blanco y el color negro.

Dejé entonces caer el arma y huí, como el peor de los cobardes. Aunque no era blandura lo que me dominaba, ni cobardía, sino muy al contrario, la deslumbrante certeza de cobijar en todo mi ser una grande y escondida fuerza, que tanto presagiaba un viento lúgubre y salado, como, por contra, llenábame de luz, y me traía esperanza; pues intuía que tal vez algún día me permitiría sobrevivir, a despecho de tanta sangre y desolación como rodeaban mi existencia. Quedaba luego asombrado de mí mismo: de mis manos, mis piernas, e incluso de mi propio peso sobre el suelo. Por lo que, en suma y como desquitándome de tanta confusión y pesadillas, me mostré jactancioso, peleador y osado. Al tiempo que, de tarde en tarde, huidizo y como enajenado. No es raro, pues, que al cabo de estas cosas, se me llegara a tener por criatura extravagante y aun peligrosa (como, en rigor, lo era).

A nadie, excepto ahora, pude explicar que desde el día de la frustrada cacería distinguí muchas veces en el río cien hombres con cien lanzas, a lomos de un dragón. Todos ellos guerreros, y tan rubios, feroces y desdichados como yo. Y no podía explicarme por qué, al verlos, yo sabía que había sucedido en otro tiempo, anterior o posterior. Ni por qué me hallaba en el centro de tan grande e insalvable soledad. Una soledad en verdad de todo punto desquiciada, dado que habitaba en abigarrada compañía, en una fortaleza donde tanta gente se apretujaba y rebullía ruidosamente. En ocasiones, tres abedules blancos solían contemplarme, y puedo asegurar que nunca un rostro humano tuvo, a mis ojos, mayor expresión de tristeza.

Tristeza que ya se repetía en todas las cosas: en el gesto del soldado al lanzar los dados, en las agudas estacas de la empalizada o en las cabalgadas o gritos de aquellos jóvenes escuderos, que hubieran debido ser mis amigos y no lo eran.

***

Estaba ya entrado el otoño y rebasado en mucho el día que cumplí quince años. Pero nada decía hasta el momento el Barón referente a la fecha, si es que ésta llegaba, de mi investidura.

En los últimos tiempos menudeaban las solitarias salidas a caballo de Mohl. Regresaba tarde, fatigado y pálido. Retirábase a su cámara en lúgubre silencio y yo oía o creía oír la voz de aquel soldado, que murmuraba: "Va en busca de carne fresca…".

Las animadas veladas, los conciertos, las lecturas y danzas y la vida en suma del castillo, declinaron, ya que no estaba mi señora para presidirlas, ni complacerse en ellas.

Desde la muerte de la Baronesa, las damas habían abandonado casi completamente la fortaleza. Las comidas y las cenas transcurrían, muchas veces, en silencio absoluto. En cambio, las libaciones aumentaron.

Cierta mañana en que mi señor partió a sus solitarias galopadas -hacía ya mucho frío, y el viento se arremolinaba sobre las dunas-, tardó más de lo usual en regresar. Durante su ausencia, se agitaron sin cesar las ramas de los abedules y la noche estremecida parecía apresada en el grito de las lechuzas o el acecho de las ya hambrientas alimañas. El aullido de los lobos se aproximaba a las villas y cuando siervos y campesinos se acercaban al bosque o las dunas, se armaban de horcas y cuchillos. Negras manadas de relucientes ojos y fauces abiertas, empujadas por el cercano invierno de la estepa, avanzaban hacia los poblados.

Al cabo de tres días el Barón regresó, portando una extraña presa. Atado a su montura, medio extenuado de fatiga, frío y tal vez hambre, arrastraba a un joven bandido. Desde la muralla les vi acercarse y cruzar el puente levadizo.

Entró mi señor en el castillo con arrogancia y júbilo tales que jamás guerrero alguno, tras su mejor batalla, parecería más triunfal. El viento agitaba sus cabellos castaño dorados, donde empezaba a brillar una suerte de invernal escarcha. Su figura se erguía y aun se estremecía, con orgullo apenas refrenado, desde la frente hasta los cascos de su montura. Y me pareció que el viento desataba alguna furia, guardada de antiguo para tal ocasión.

Cuando entró en el patio de armas, Mohl desató al prisionero, lo arrojó al suelo y lanzó su caballo al galope. Y cosa extraña en tan contenido caballero, dio varias vueltas en torno a su presa, de forma que parecía honrar -tal como solían hacer nuestros viejos guerreros- alguna muerte. O, acaso, celebraba una oscura fiesta que únicamente él podía conocer. Luego, ordenó que encadenaran al muchacho y que, sin hacerle daño, lo condujeran a la mazmorra.

A la noche, durante la cena, se mostró más locuaz que de costumbre: tanto, como sólo tiempo atrás -o quizá nunca- le habíamos conocido.

Al fin, una vez iniciadas las libaciones de sobremesa, manifestó:

– He apresado a una criatura muy singular.

Se apresuraron todos a comentar aquel incidente. Pero el Barón no dio más detalles sobre el suceso y yo sentí algo semejante a un húmedo aliento. Me estremecí y al punto Mohl me miró intrigado:

– Sirve más vino -dijo-. ¡Hemos de celebrar un acontecimiento de gran importancia!

Pero si bien todos bebieron y brindaron abundantemente, nadie supo qué era aquello que se celebraba tan generosamente. Se habló mucho de los bandidos que infestaban los contornos, de sus asaltos y crímenes, de su feroz saña. Luego, hablaron de lobos. Y así, sus conversaciones se prolongaron hasta el alba.

Sólo cuando todos, o casi todos, estaban embriagados, mi señor, dando pruebas de mayor resistencia y temple que sus caballeros, se retiró a su cámara.

Levantamos las mesas, las arrimamos a los muros y nos tendimos a dormir, disputando, como de costumbre, el mejor y más cercano puesto junto al fuego. El viento arreció contra los muros y del gran paladar del hogar brotó humo y un enjambre de chispas y negras partículas cayó sobre nosotros. Tuvimos que pasar mucho tiempo pisoteándolas para que no prendieran en los juncos secos y nos abrasaran.

Al día siguiente, sin explicación ni comentario al efecto, el Barón ordenó que condujeran al joven prisionero a su presencia. Solían celebrarse juicios para castigar o descargar todo delito, por pequeño que fuera. En tales ocasiones, mi señor imponía la justicia; mas nunca según su albedrío, sino apelando a otros hombres, previamente convocados y elegidos para ello. No se trataba de una ley, no existía en nuestra tierra un código especial para estos usos. Era sólo una costumbre; mas, como tal, arraigaba tan hondo como las más viejas raíces de los bosques. Un grupo formado por villanos, clérigos, feudales y caballeros, junto a mi señor, deliberaban, esclarecían y al fin juzgaban delincuente y delito. Y de sus reflexiones desprendíase el castigo o el perdón.

Así había sido siempre, y así esperábamos que fuese para el joven que todos suponíamos bandido. Sin embargo, no hubo juicio alguno. Mohl ordenó que le quitaran las cadenas, lo alimentaran y le dieran ropas limpias (y aun lujosas). Y más todavía: mandó preparar un baño, con agua perfumada y caliente -como solía hacerse con los jóvenes escuderos en vísperas de su investidura-, con destino al descostre y aseo de semejante criatura. Y como, en verdad, nadie tenía constancia -pues nada dijo Mohl a este respecto- de que el joven fuera realmente un bandido, o delincuente alguno (sino que así nos lo trajo al castillo), nadie pudo, o supo, formular una protesta válida a este respecto.

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