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Mas tales hechos despertaron un malestar de oscuro augurio, aunque no preciso, en el castillo. Y ese malestar crecía, aunque no osaba manifestarse o estallar de forma satisfactoria.

Lo cierto es que desde aquel momento la fama de justicia y equidad que caracterizaba a Mohl sufrió un rudo golpe. En verdad, volvióse tiránico e intolerante; afloró la retenida crueldad en todos sus gestos y acciones y nadie osó, ya, inmiscuirse en el hecho de que aquel vagabundo, o bandido (o quién sabe qué extraño ser albergaba la curiosa presa del Barón), apareciera lujosamente ataviado y adornado en sus estancias, ni que desde aquel punto y hora, Mohl lo retuviera consigo y no lo apartara de su lado. No llevaba la vida de los jóvenes escuderos, ni dormía en la misma estancia que nosotros; ni tan sólo le servía a la mesa. Limitábase mi señor a llevarlo tras sí, de la misma manera que gustaba de ser escoltado por la jauría; o le encargaba portar en el puño el halcón predilecto. Comenzaron a circular rumores de que el muchacho pasaba la noche tendido a los pies de su lecho, como un perro fiel o un esclavo.

A simple vista el muchacho representaba unos doce o trece años; tan grácil y delicada era la configuración de su cuerpo, que en suavidad de movimientos recordaba los de una muchacha o una gacela. Y tan extraordinario era el brillo de sus largos cabellos, de un raro color oro-fuego. Pero, observando con atención el ángulo de sus mandíbulas, la dureza de sus largos dedos y, sobre todo, el metálico brillo de sus ojos grises, podía sospecharse en él -o aun adivinarse- bastante más edad y más firmeza -si es que no rudeza- de la que aparentaba poseer bajo su gracioso, gentil y cándido aspecto. Sus modales y lenguaje eran tan refinados y sutiles como los del propio Mohl, de suerte que la primitiva sospecha de que tratábase de un maleante, vagabundo o bandido, comenzó a disiparse de las mentes. No obstante, en cierta ocasión, el Barón le dio, como por juego, una afilada daga. Encendióse entonces su mirada en salvaje alegría y lanzó el arma con tal fuerza y puntería sobre el blanco donde los escuderos solíamos ejercitarnos, que el propio Mohl arrebató la daga de su mano y la guardó, con bastante recelo. No volvió a darle ninguna otra ocasión de mostrar -al menos en nuestra presencia- tan sorprendente habilidad, fuerza y destreza. De forma que, aun disipadas las sospechas sobre el enigma de su origen ("al menos -se decían los nobles señores-, no es de origen villano, pues ninguna de esas toscas criaturas podría ofrecer tan exquisita corrección y donaire, aun en los momentos de más relajamiento"), lo cierto es que la zozobra y la inquietud rondaban siempre la presencia de tan extraña como atractiva criatura.

Sería comprometido especificar el papel que representaba ese muchacho en la pequeña corte del Barón. No era ni paje, ni sirviente ni escudero. No era, en modo alguno, juglar -creo que detestaba las canciones y poesías, y no lo ocultaba con demasiado ahínco-; no sabía pulsar ningún instrumento, ni siquiera leer o recordar historia alguna, por simple que fuera. La única tarea que, de tarde en tarde, le confiaba mi señor -aparte la de seguirle como su propia sombra- era portar al puño o al hombro (más como placer que obligación) su halcón preferido.

Hasta el día en que, atado y medio a rastras, trajo al castillo a este jovencito, los sentimientos íntimos del Barón Mohl habían permanecido en la sombra (hasta incluso llegar a parecer muertos). Y su afición por los adolescentes, aunque conocida, constituía asimismo una suerte de secreto sobreentendido. No obstante, a partir del día que apareció con su prisionero y luego de ornado y acicalado (tanto como antes astroso y macilento), su actitud no mostró recato ni prudencia alguna. Posaba su mirada sobre el joven sin moderación ni aun la discreción más somera, de forma que, más que ojos, parecían los suyos dos hambrientos lobos al acecho. Y llevado por tan insólita falta de contención y aplomo, apoyó más de una vez su mano sobre la cabeza oro-fuego del muchacho. No llegó -en público- a acariciarlo. Pero el temblor de sus dedos hacía presumir ese deseo y aun otros muchos más violentos y mucho menos cándidos.

El halcón preferido del Barón que a veces llevaba en el hombro su prisionero, era un ave singularmente amada por mi señor. Tanto, que en lugar de permanecer en la halconería, como los demás, dormía junto a su cabecera. Este animal, de mirada arrogante y un tanto necia, iba adornado y alhajado de forma -al menos a mi juicio- harto aberrante. Y para colmo de excentricidad, Mohl le había hecho fabricar un collar de oro, en cuyo centro lucía una piedra de reflejos azules, seguramente muy valiosa. A veces, entre la vasta y abigarrada compañía del Barón Mohl, descubrí en la mirada de más de uno, un relámpago de codicia e irritación. Pero también es cierto que todo intento de llevar a cabo intenciones tan evidentes como sofocadas, quedaba fulminado por el alarido de pavor que en la intimidad de tan gozosos desvaríos provocaba la sola idea de realizar tal hazaña. Antes hubiera osado la víctima de tan peligrosas tentaciones abofetear al propio Barón (bofetada que tampoco tuve ocasión de presenciar) que cometer en el pájaro semejante desafuero. Desde la llegada al castillo (primero un tanto vejatoria, luego triunfal) del muchacho del pelo llameante, nadie había osado ni tan sólo tocar la peligrosa ave. Ave que, dicho sea de paso, inspiraba suntuosos ensueños de estrangulamiento en las mentes más apocadas. No es extraño, pues, que la envidia despertada por el animal se desahogara al menos en algo tan inocente como el clandestino alborozo de apodarle "Avechucho", en vez de Kunh, como era su nombre. Según oí a Ortwin, su Ayudante de Cámara, la primera mirada del Barón, cuando abría los ojos al nuevo día, era para Kunh; y lo hacía con verdadero deleite, o incluso amor.

No revestía para mí ningún secreto el que mi señor no hiciera distinción entre uno y otro sexo, entre los adolescentes de su elección. Dicho de otro modo: le daba igual que se tratara de muchacho o muchacha, con tal que fueran hermosos, de suaves modales y dulce temple. No podría aseverar, empero, si fueron sueños o realidades las criaturas que vi en cierta ocasión en su cámara -si es que aquélla era su cámara, y si es que realmente la vi-; lo cierto es que en semejante habitación no entraba nadie, excepto su leal Ortwin. Y si en un principio mucho me extrañó que no la compartiera con su esposa -para ello habíala dividido, como ya hice notar-, de seguir tan ignorante y cándido como en aquel tiempo, más me hubiera extrañado que esta habitación fuera tan celosamente prohibida a las gentes del castillo. Máxime, si se tiene en cuenta que la mayoría de los señores hacían de estas estancias, no sólo cámara conyugal, sino que por ser comúnmente las más amplias, lujosas y abrigadas en ellas solían tener lugar los esparcimientos invernales donde reunían no sólo a sus familiares, sino también a sus caballeros, escuderos y vasallos predilectos. Nadie ignoraba la tendencia de mi señor hacia la más extrema juventud. Y yo mismo hube de oír puyas maliciosas a raíz de la indudable predilección que me mostraba. Pero, siendo yo feo, y de modales nada refinados -incluso imagino que hasta groseros-, difícilmente coincidía mi aspecto con el que tanta satisfacción como ansia despertaba en mi señor. Así que deseché tales habladurías con desdén, y poco caso hice de ellas.

A causa de la falta de discreción que caracterizó las relaciones de mi señor y el muchacho misterioso -nadie atinaba a saber si respondía al nombre de prisionero, esclavo u objeto de lujo-, este relajamiento en su porte debía, con toda seguridad, mortificar íntimamente al Barón. A pesar de la indudable ternura y pasión que le embargaban ante semejante individuo, pasado un cierto tiempo, como si en lugar de tan sesudo caballero se tratase de la más caprichosa y antojadiza dama, empezó a variar su carácter, y mudar de humor. Tal vez deseaba vengar la pasión que el mancebo le inspiraba, tal vez deseaba castigarse o castigarle a él por ello; el caso es que, a menudo, trataba al jovencito con crueldad, al menos de palabra, y le humillaba y vejaba, sin rebozo, ante los otros. Cosa ésta, a mi juicio, tan desaforada como las públicas demostraciones de su pasión. Así, ora lo encadenaba aunque fuera con cadena de oro, y maniatado de esta guisa, lo arrastraba tras de sí, ora le obligaba a comer en el suelo, a sus pies, mientras le propinaba suaves pero nada honrosos puntapiés donde mejor le pluguiera. En otras ocasiones designábale con nombres que solía emplear para sus perros, o sus caballos; o bien, refiriéndose a su persona, lo llamaba simplemente "cosa" o "carne". Una vez, lo tuvo encadenado a la pata de su mesa, durante todo lo que duró la cena y sus largas libaciones.

Pero al tiempo que sucedíanse tan insensatas como impropias escenas, abandonaba toda severidad apenas sin transición. Suavizábase su voz y en ella llameaba el amor, de forma singular. Y mostrábalo sin mesura, ni orgullo. De modo que tan febriles sentimientos acabaron por escandalizar a muchos, y a ser blanco de conmiseración o mofa en otros. Sobre todo cuando, pasadas las extravagantes exhibiciones de ira o amor de que hacíale objeto y aun durante ellas, el jovencito empezó a hacer caso omiso, tanto de humillaciones como de cálidas efusiones públicas. La burla más descarada fue abriéndose paso en sus cautas facciones, tan sagazmente revestidas de inocencia. Día a día, mostróse más cínico y osado, y ante aquel hombre (aún tan respetado y temido) él se permitía burlonas sonrisas, descarados mohínes y más de una mirada repleta de desdeñosa indulgencia.

Comenzó a murmurarse, ya sin rebozo, sobre las alarmantes proporciones que iba tomando en mi señor tan funesta esclavitud. Y mucho indignaba el hecho, ya proclamado sin secreto, de que el Barón llevara todas las noches a su joven prisionero hasta lo más remoto y profundo de sus sueños. Y no porque esto fuera en él cosa nueva, ni extraordinaria, sino porque ni siquiera trataba de ocultarlo.

***

Apuntaban los primeros hielos, cuando cierta mañana despertó el Barón sacudido por una horrenda pesadilla. Aún bañado en el sudor de tales espantos, buscaba con la mirada una presencia íntima y consoladora, cuando pudo contemplar al inefable Kunh degollado a sus pies. Notoria se hizo, empero, la ausencia del lujoso collar, así como la del gentil y descarado prisionero.

Solía dormir el Barón sin más prendas encima que su cadena de oro al cuello, y el anillo con las Armas de la Caballería. A despecho de su distinguido porte e indudable arrogancia, saltó del lecho como un lobo; y de tal guisa -esto es, en cueros vivos- recorrió el castillo, exhalando en desaforada profusión rugidos y ululaciones tales como jamás lograría emular, ni en fiereza, ni en poderío, una jauría entera.

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