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Debí parecerle tan estúpido y loco o, en fin, tan singular, que una vez aplacadas sus tiernas furias, me besó en la frente, como a un niño. Y aun me ayudó a recoger y a vestir las esparcidas ropas, a alisar mis cabellos y a sacudir de mi persona toda brizna o vestigio de heno y -preciso es confesarlo- estiércol. Pues en los lances de la refriega, había rodado del uno al otro, sin apercibirme mayormente de ello.

Con todo lo cual, mi conocimiento de las mujeres iba tornándose cada vez más sorprendente.

***

Una vez restituidos cada uno a su lugar, empecé a creer que aquel incidente había sido fruto de algún desvarío causado por el frío, o el agotador trabajo a que, por lo común, nos sometían. Mi señora se comportaba con la misma frialdad y altivez que tenía por costumbre y nada en ella, en su porte o en su manera de dirigirse a mí, hacía presumir la apasionada y casi bestial criatura que en el establo me mostrara tan crudamente su indudable predilección. De suerte que hubiera jurado -lo haría hoy si fuera preciso (y no lo es)- que ni tan sólo el más leve recuerdo de aquel suceso rozaba, ya, su blanca frente. Como si con la última brizna de heno sacudida de mi persona y de la suya propia hubiera eliminado, también, toda memoria o huella en nuestras mentes (sobre todo, en la suya) de semejantes desafueros.

Sin embargo, algún tiempo después, cierta noche junto al fuego en que alguien me pidió que leyera en voz alta -cosa que yo hacía con placer y esmero-, sentí fijos en mí unos ojos que tenía por muy conocidos. El azoramiento me trabó la lengua, temblaron mis manos y en vano traté de atrapar algún retazo de las recién aprendidas normas sobre el dominio de los sentimientos, o la serenidad de que -al menos teóricamente- debe revestirse en todo momento un auténtico caballero. Antes de levantar mis ojos hacia el punto exacto de aquella abrasadora mirada, sabía lo que encontraría: en la penumbra lamida por el fuego de la estancia, relucían las amarillas pupilas de aquel animal medio sagrado medio infernal que veneraba mi padre. Entendí entonces por qué razón siempre me había estremecido y, en lo profundo de mi ser, de alguna manera reconocí aquellos ojos en los ojos de mi señora, la arrogante y contradictoria Baronesa.

Aquella noche no fue el establo el lugar elegido para nuestros turbulentos (a fuer que placenteros) desvaríos. Y también sangrientos. Pues mucho costó restañar de mi muy recorrida piel (por dulces que en determinados momentos se me antojaran) arañazos y huellas de colmillo.

Tuvo lugar este segundo encuentro en su propia alcoba y un inmenso terror me paralizaba al suponerla compartida por el Barón. Mas, con extrañeza y alivio, vi que no era así, que habíanla dividido por un espeso muro cubierto de tapices.

Al igual que en la anterior ocasión, en los días siguientes la actitud de la Baronesa no difirió en absoluto de su habitual y fría distancia; tenía justa fama de amable y cortés, pero se respiraba hielo a su lado.

Coincidió por aquellos días un contertulio que, en las veladas, narró con todo detalle la espeluznante historia de una Reina Ogresa. A través de aquel relato, me enteré de que sólo en determinados momentos esas criaturas transmutaban a tal condición: ignorándolo u olvidándolo, antes y después del trance. No me cupo ya la más ligera duda de que ogresa era también mi señora. Y por ogresa la tuve desde aquel día y para siempre.

Pero también desde entonces ya no pude dudar (como dudé, cuando ella me lo preguntara en el establo) sobre el hecho de haber llegado a conocer mujer. Y acto seguido, me nació un amor lacio y desesperanzado por una de las dos jóvenes sobrinas de mi señora: precisamente por la que menos caso me hacía.

He de señalar, no obstante, que si esta jovencita me hubiera dirigido una mirada ligeramente atenta, por leve que fuera, el susto, el asombro y el convencimiento de que las cosas no marchaban como debían habrían fulminado al instante tal sentimiento. Pero no hubo lugar a ello y aquel amor se esfumó, llegado el momento oportuno, tan inocuo y necio como vino.

Tras estos acontecimientos, sin duda importantes y reveladores, otros sucesos y descubrimientos tuvieron lugar. Como si en aquel invierno me hubiera llegado el turno de abrir los ojos, oídos, inteligencia y, en suma, despertar, por fin, de mi embotada y cándida naturaleza.

Las próximas revelaciones tuvieron una estrecha relación con la persona de mi señor (y con otras muchas criaturas que a su alrededor vivían, alentaban o acechaban). Y llegué a decirme si estas cosas o estos seres eran causa de la constante amenaza que, desde que pisé el castillo, rondaba mis pasos y olisqueaba mi fino instinto de cazador.

***

En las primeras horas de la mañana, el Barón Mohl, solía alimentarse muy frugalmente. Tras su despertar, sólo ingería pan y vino. Tras esta brevísima colación, efectuaba dos abundantes comidas durante la jornada, una al mediodía, otra a la noche. Pero su mesa permanecía abierta y dispuesta para acoger a cuantos llegaran y apetecieran catar sus manjares, o beber su vino.

Por ello, no sólo yo pude nutrirme abundantemente y hasta saciar sin tino viejas hambres infantiles, sino que tal generosidad -sobre todo en el invierno, que obligaba a la reclusión más tediosa en las moradas- atraía de continuo al castillo de Mohl la visita de nobles pobres, cuyos castillos o mansiones se esparcían por los contornos. Eran siempre bien acogidos por mi señor, alimentados y embriagados a su placer. De modo que comprendí muy bien la rigurosa puntualidad con que Mohl exigía a mi padre -y supongo que también a otros- su derecho al tercio en la cosecha de la vendimia. Pues en aquella fría latitud, en tocante a bebidas no inocentes sólo cerveza producía la tierra.

Sucedía entonces que una gran animación llenaba el torreón de mi señor. Envueltos en sus pieles, enrojecido de frío el rostro y amoratados los labios, llegaban visitantes de todos los puntos aun muy lejanos. Ansiosos, no sólo de las sustanciosas vituallas con que se resarcían de sus más o menos agudas parquedades, sino también porque en el castillo de mi señor ocurrían cosas amenas y singulares. Se jugaban diferentes y muy variados entretenimientos -adivinanzas, prendas, ajedrez, damas-, se oía música, se leían o narraban historias que iban desde las gestas guerreras o leyendas de nuestros remotos antepasados (cuyo paganismo era en apariencia menospreciado pero secretamente fascinante y aun deleitoso a todos) hasta los sucesos más misteriosos de nuestros días. Y aun en medio de tan rigurosa temperatura, si entre el nublado cielo llegaba a lucir el sol pálidamente, organizábanse galopadas, cacerías e incluso algún que otro encuentro de caballeros.

También llegaban muchos caminantes y truhanes a las puertas del castillo. Pero sólo tenían acceso a las estancias de mi señor los que podían ofrecer alguna curiosa habilidad: cantar, predecir el porvenir, o narrar historias, unas verdaderas, otras amañadas. Y aun venidos desde tierras muy distantes, acogió el Barón a juglares, bardos, y gentes de raza muy distinta a la nuestra: hombres de cabello negro, corto y rizado, que tensaban la flecha como nadie, galopaban de espaldas y tragaban antorchas ardientes, como si de inocentes avecillas se tratara (previamente asadas, se entiende). y en cierta ocasión llegó un hombre de nariz aguileña y ojos de halcón que conocía la lengua del sol, de la luna y las estrellas. E inclusive platicó con ellos un ratito, muy plácidamente. Cosa que despertó la común maravilla.

Pues bien, a todos ellos atendía, escuchaba y hasta aplaudía mi señor. Y aunque, como es natural, unos le placían más que otros, y alguno quizá le defraudó, pues en alguna ocasión le vi bostezar recatadamente tras sus negros guantes, todos partían de su casa muy bien recompensados por sus esfuerzos. Y con el vientre suficientemente aprovisionado y hasta repleto, pues quién sabía cuándo, ni dónde, hallarían de nuevo tan generosa acogida. Debían resistir aún entre la nieve, el viento y el acoso de los lobos, jornadas y jornadas de camino.

Cuando el viento del invierno se enfurecía y cargaba contra los muros del castillo, en verdad que estremecía. Nada era el viento de nuestra tierra -protegida por el recodo del Gran Río, a cuyo amor se extendían los viñedos de mi padre- comparado a este otro viento, que envolvía y aun parecía, a veces, dispuesto a arrancar de cuajo almenas y torres. Levantaba la nieve en blancas polvaredas, tan ligeras como plumas, y, en la lejanía, las dunas semejaban una extraña fortaleza, que a trechos variaba su contorno, lo que -al menos para mí- le confería la amenaza de un inquietante y fantasmal ejército que avanzaba, dispuesto a no dejar piedra sobre piedra.

Erguido en su pequeño promontorio, el castillo de Mohl se mantenía como un desafío al viento, expuesto a su azote constante. Oyendo aquel rugido múltiple y ululante, a menudo sentía un largo escalofrío. Y me embargaba un espumoso terror, casi lánguido, al tiempo que se encendía mi ánimo en una oscura sed de matar o de aniquilar alguna cosa. Mas el blanco de tales exaltaciones no pude llegar a conocerlo nunca, ya que lo mismo abarcaba el mundo entero, que la desconocida y pavorosa sombra que inútilmente intentaba descifrar.

Pronto aprecié que durante las noches, o los días en que la furia del viento arreciaba -como si en ella se centrasen la ira, y el bramido de todas las guerras, o todas las vendimias, pasadas y futuras-, mi señora solía dar en ogresa. Y era en este viento donde súbitamente reconstruía el grito de mis seis años, frente a un árbol de fuego, cuando aparecían en la oscuridad de los corredores o en la blanca soledad de la nieve los rostros enjutos y los despiadados ojos de mis tres hermanos.

Seguían ocupando el último lugar en la mesa de Mohl y aquel invierno tuve varias ocasiones de comprobar con cuánta frecuencia éste les hacía objeto de su desdén. Un gran malestar me invadía entonces. Y si tropecé con ellos en las escaleras o en algún corredor, me golpearon sin motivo. Inútil era, en tales trances, que me revolviera como un lobo, que mordiera sus manos y tratara de atacarles con mi puñal. Solían sujetarme entre dos, mientras el tercero me apaleaba a su sabor. Y en este placer se turnaban con mucha escrupulosidad (desde los tiempos del reparto de muslos y alones, habíase agudizado grandemente su insobornable manía de aquilatar turnos y cantidades en cualquier cuestión). Yo notaba entonces cuánto les odiaba; y me juré que algún día, tal vez más pronto de lo que deseaba o parecía prudente, los mataría a los tres: uno a uno, en escrupuloso orden de edad y distribuyendo las puñaladas equitativamente, como correspondía a su ordenado sentido en el reparto de la vida y de la muerte.

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