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Mezcladas a estas cosas, fui percibiendo en las charlas de aquellos hombres una suerte de entendimiento, hecho de alusiones y sobreentendidos, con que aludían frecuentemente a alguna cosa, suceso o persona para mí ininteligible. Y que, no obstante, flotaba en el aire todo de aquel castillo. Según pude ir entendiendo, su causa era del dominio de todos aunque permanecía silenciada. Una oscura burla, al tiempo temerosa y osada, serpenteaba a través de estas charlas y alusiones. Y yo percibía su naturaleza, tan evidente y tan enigmática a un tiempo. A la par que una confusa y nada razonada inquietud, sentía invencible necesidad de conocer lo que se me ocultaba tras la sutil niebla que envolvía sus comentarios. De mi señor se trataba, sin duda alguna, pero se me hacía muy extraño y contradictorio descubrir un aleteo de burla -por temerosa y aun siniestra que la presintiera- tocante a un hombre como él. Pues a fuer de temido y respetado por su valor y temple era a todas luces admirado por aquellos hombres. Tal misterio me instaba a menudear las visitas a la guardia, las partidas de dados y las libaciones en su compañía. Aunque cada día me atraían menos los juegos de azar y la cerveza agria y áspera que ellos ingerían no ofrecía particular encanto a mi paladar.

Un día de frío muy intenso y cielo tan oscuro que siendo aún la primera tarde, parecía de noche, mi señor salió a caballo sin compañía alguna. Comenté con los soldados la extrañeza que estas solitarias salidas me causaban, pues había notado que solían producirse en días semejantes. Tuve ocasión entonces de escuchar un curioso comentario, seguido de una sonrisa que, más que tal, semejaba un relámpago de terror:

– Va en busca de carne fresca… ¿no hueles el viento?

Quedé muy impresionado ante aquellas palabras y me dije, estremecido, que tal vez más de un ogro habitaba entre aquellas paredes.

Al amanecer del día siguiente el viento pareció detenerse, como acechante. Un gran silencio se adueñó de cada rincón y de cada hombre. Desperté junto a mis compañeros, sobresaltado por el clamor que venía de lo alto. Por sobre la muralla, desde la torre vigía, llegaba el ulular del cuerno que avisaba el avance de gentes armadas y probablemente enemigas, en la brumosa lejanía de la pradera.

Apenas se había extinguido la llamada de alerta, sentí que una invisible espada me rasgaba de la cabeza a los pies, partiéndome en dos mitades. Y a mis pies se recortó una dura sombra, muy negra, junto a la lívida blancura del amanecer. Sin saber cómo -o sin poderlo recordar ahora- me hallé fuera de la sala donde dormían los jóvenes escuderos, y en el centro del patio de armas. Oía las voces y las pisadas de los soldados que corrían a sus puestos; las campanas de las villas, que llamaban a las gentes; el crujir de las ruedas de los carros, y los gritos de los campesinos, que acudían a refugiarse tras las murallas del castillo. Todo esto, empero, se deslizaba sobre mí como una lluvia leve, carente de importancia. Empuñaba la espada, así el escudo con fuerza y busqué, ansioso, una conocida silueta.

Al fin lo vi, erguido sobre la nieve, muy alto y casi negro entre sus pieles. Corrí hacia él, y cometí la más grave osadía de mi vida pues, como en sueños, me oí decir:

– ¡Déjame combatir a tu lado, señor…!

No tenía conciencia de cómo ni por qué me hallaba ante él, con la espada y el escudo tan fuertemente asidos, temblando de ira, una ira que no lograba encauzar, ni tan sólo reconocer. Sabía que mi actitud podía acarrearme la expulsión del castillo, o aún algo peor. Pues mi mente no se mostraba confusa, en ese sentido. Sin embargo, allí permanecía, firme y aun agresivo, mirando el rostro de quien jamás había vuelto hacia mí sus ojos. La barba castaña y corta, las mandíbulas agudas de mi señor parecían talladas en algún mineral muy antiguo y súbitamente reconocido por mí. Entre sus párpados erraba la opaca sombra que tantas veces me inquietara: allí donde, en lugar de mirada, parecía abrirse una sima sin fondo.

– Vete -respondió, sin ira ni paciencia. Su voz formaba parte de aquel remoto y reconocido mineral de que estaba hecho.

Pero insistí, presa de una fría exasperación:

– ¡Déjame combatir a tu lado!

No sé cuánto tiempo estuve así, aguardando que ocurriera algo. Sólo recuerdo una distancia inmensa, cubierta por la nieve, en cuyo confín se alzaba la estatua viva del Barón Mohl.

Al fin le oí:

– Los escuderos que no han sido armados caballeros, no pueden combatir. No obstante, monta tu caballo y sígueme: nadie sino tú portará mis armas y mi escudo.

Sólo cuando salté sobre Krim-Caballo y avancé a su lado, hacia la muralla, advertí la gran temeridad que acababa de realizar, y sentí sobre mí el odio de innumerables ojos: los escuderos habituales de Mohl, me harían pagar cara tal acción. Sentía cómo el odio extendía su sombra sobre la nieve, lenta y mansamente, tal y como invade la luz del día el firmamento nocturno y borra de él toda estrella. Así, cubrió y arrebató cuanto alcanzaban mis ojos. Mezclóse en mi ánimo una tersa e inmensa soledad y una distancia sin posible fin crecía en torno al Barón y mi persona. Hasta que tan gran asombro y lucidez fue hollado (en verdad pisoteado) por el galope de los caballos que montaban mis hermanos.

El mayor se acercó a mi señor, con las primeras noticias:

– El Conde Lazsko envía dos emisarios, en son de paz. Él aguarda con gente armada en la pradera, mas no tiene ánimo de lucha. Sólo reclama, y repite sin cesar, un nombre.

Clavó luego sus ojos en mí, con tal aborrecimiento, que sentí mi cuerpo y espíritu desplomarse de un golpe.

De nuevo un terror nacido de mis propios huesos (o así me lo parecía) me obligó a apretar las mandíbulas hasta el dolor, para no sentir el convulso entrechocar de mis dientes. Y hundí las rodillas en los flancos de mi montura. Con gran esfuerzo, mantuve aún el cuerpo erguido, pero como si éste no fuera mío. Y así pude contemplarme caído en una zanja, derrotado por una oscura voluntad más alta y más feroz.

Aquel día comenzó mi verdadera historia. Muchas veces, después, intenté reconstruir el frío de la mañana, la luz de la nieve, la silueta de las almenas en el silencio de un espacio blanco, sin viento ni confines. Pero nada más consigo retener en mi memoria.

No hubo combate alguno. Tal como dijo mi hermano, el Conde Lazsko reclamaba -en verdad mendigaba- únicamente un nombre. Un nombre que nadie conocía (o nadie quería reconocer). Desde la pradera, lanzaba Lazsko su grito, tan terco como inútil: jinete espectral, cargaba su furia desolada contra las murallas del castillo de Mohl; y el eco lo devolvía, convertido en huella, misterioso guerrero a cuyo desafío nadie respondía.

Aun mucho tiempo después de que Mohl, a través de mis hermanos, le diese su palabra de que nadie en sus tierras conocía a aquél a quien con tanto ahínco suplicaba, Lazsko permaneció allí clavado en la ventisca que, a poco, sacudió el cielo y la tierra. Patético y temible a la vez, Lazsko aguardaba la sombra de unas pisadas, de una voz acaso, en el huracanado invierno de la planicie.

Así perdió la única ocasión que, hasta el momento, se le ofreciera de realizar su viejo y acariciado sueño: combatir en duelo, cuerpo a cuerpo, con su aborrecido y admirado Mohl. Pero este sueño, parecía ser ya de todo punto indiferente, o ajeno, a él. Y aún se oyó largo rato, sobre el río helado por donde desfilaban los soldados, de regreso a las dunas, su voz desgarrada, que mezclaba al viento un nombre, tan hambriento y pavoroso como el aullido mismo de los lobos.

No recuerdo más porque, a poco, me caí del caballo. Y me sumí en una especie de fiebre, rodeada de tinieblas, donde sólo se oía el inconfundible galope de tres jinetes, que muy bien conocía: acercándose y alejándose, sin cesar, en mi delirio.

Al fin, con un júbilo bestial (al que gozosamente respondí), entró en mi noche la ogresa y me arrastró, una vez más, al sangriento -aunque ya muy deseado- torrente de sus dominios.

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