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Diciéndome estas cosas caí en la trampa de recuerdos entrañables, y no deseché -como otras veces- la evocación de mi gentil bienamada; antes bien, me deleité recordándola mientras tensaba su arco, dispuesta a rematar -aunque no precisase tal cosa la ya muy aguijoneada pieza- el corzo, zorro, o cualquier otra criatura propicia (puesto que las de su especie, si bien presumo mucho le hubiera placido utilizarlas en tales fines, no estaban a tan fácil alcance de su desenfado). Y al igual que en ocasiones de violento esparcimiento, en que tanto se gozaba cuando daba en ogresa, un rocío centelleante coronaba sus sienes, brillaban sus largos y blancos dientes y dilatábanse las finas aletas de su nariz, antes de devorarme, o rematarme (tal como hacía con los moradores del bosque). Y, no obstante, tamaños excesos habían logrado arrancarme de la espesa ignorancia y embrutecimiento en que me hallaba hundido cuando la conocí; y, día a día, convirtióme en la más complacida víctima de sus apetitos.

En estas evocaciones, a punto estaba de permitir a mi ánimo el atropello que supone reverdecer tan viejo como dolorido amor -amor que sólo entendí la tarde en que la vi flotando en las aguas del remanso maldito-, cuando el buen Ortwin me salvó de aquellas peliagudas remembranzas, dejando caer su mano en mi hombro.

Pese a que no me tengo por desmedrado, ni mucho menos dengoso, lo cierto es que tal expresión de su poco expansiva naturaleza, produjo en mí una reacción semejante a la habida si, en vez de una mano, hubiérase desplomado sobre aquella parte de mi cuerpo una maza de proporciones más que regulares y virulencia manifiesta. Su golpe sacudió, pues, no sólo la dulce turbación de tan peligrosa corriente en que había empezado a abandonarme, sino todos mis tendones (desde el cuello al talón de aquel flanco). Por las mismas razones que no suelen gemir los caballos, no lo hice yo; pero, si hubiera ocurrido tal contrasentido de la naturaleza, más que gemido hubiera estremecido, hasta la última mazmorra del castillo, un aullido descomunal. Me contuve, empero, como contienen las nobles bestias toda clase de efusiones. Y segadas de un tajo toda suerte de reflexiones sobre la condición de mi señor, la mía o la de mi señora, aventáronse por igual razonamientos melancólicos y rememoranzas, de forma que sólo hube pensamiento para escucharáa aquél que con tanta evidencia reclamaba mi atención. Y como era lento y minucioso en el hablar -y en arrancar a ello-, hube tiempo, antes no se decidió a hacerlo, de reflexionar sobre el hecho de que tan sólo una persona en el castillo quedaba a salvo del veneno que destilaban todos hacia la verdadera índole de una relación tan simple y paternal como la que acercaba al Barón a mi persona; y la única persona ajena a semejantes murmuraciones y rencillas, era aquélla que con tanto brío y pausa dejaba pesar su mano sobre mi hombro. Y, aunque aquel peso crecía, y en verdad maceraba mi hombro, debía tenerlo en gran estima, pues gran alboroto de reflexiones y mezclados sentimientos debía rebullir en el inmutable Ortwin para, de semejante forma, quebrantar su habitual comedimiento e inexpresividad. Y no resultaba difícil, observando su rostro rubicundo, y sus ojos manchados de verde y amarillo, que semejaban maduros granos de uva, adivinar la causa de tales trastornos; pues, a buen seguro, obedecían a lo mucho que debían mortificarle el barullo de habladurías que por doquier estallaban y manchaban la de todo punto honesta actitud del Barón hacia mí.

En desquite (o justicia) hacia algunos de los que propagaban toda suerte de historietas obscenas a este respecto, debo señalar que, acaso más que auténtica malicia o afán de propagar infamias, delataban fanfarrón alarde de una supuesta agudeza, o vaporoso gracejo de lo que imaginaban el más alambicado tono cortesano (aunque las salacidades cocidas en sus poco inspirados caletres hubieran desvanecido de rubor, tanto por su descabellada estupidez como burda deshonestidad, al más empedernido soldado de la guardia).

Mientras aguardaba las difíciles palabras de Ortwin, comprobé que mucho se esforzaba en aquel instante su mollera. Allá en lo hondo (mucho más allá de la plegada y rubicunda frente) atareábase su cacumen en la elección de las palabras que habría de manejar. Aplicábase, sin duda, a esta elección, como se podría ajetrear en las profundidades de un recóndito almacén o cofre; pues proponíase ordenar y aderezar, como mejor conviniera, alguna importante comunicación que deseaba hacerme. Cuando, de súbito, una cólera del todo inesperada vino a apoderarse de los dos granos de uva que semejaban sus ojos:

– No prestes atención, ni permitas que llegue a apenarte -dijo- la abyecta comadrería que ronda tu persona y la del Barón. No malgastes siquiera tu desprecio, arrojando unas migajas hacia quienes propagan tamañas insensateces, o rebañan con lengua hambrienta los fondos del nefando perol de la maledicencia. Pues ten bien presente que cuanto cocina la envidia en la olla de seseras ceporras llegaría a maravillarte por la pestilencia y ranciedad de su caldo, tanto como por su abundancia; máxime, si consideras el raquítico tamaño, mal estado y peor factura de semejante recipiente.

Quedé perplejo ante la excelente disposición y aun economía de medios de que se había servido para, al fin, exponer el conjunto de sus ideas: con tanto esmero acabado, como ponía al elegir un adecuado atuendo. Pero noté que Ortwin aún no había desembuchado la parte más sustanciosa de sus reflexiones, o consejos, pues una distensión de sus torcidos labios (deformados por el tajo que a punto estuvo de dejarle mudo, ya que hubo de tragarse, por ello, la mitad de su barba) anunció el intento de una sonrisa. Y aunque poco me importaban, en verdad, tanto las alabanzas como las bigardías que se pudieran solazar en la reputación de mi persona, y aunque nada nuevo añadía a mi propio sentir y opinión en tales cuestiones, estimé su consejo, y aguardé en silencio diera rienda suelta a la totalidad de sus manifestaciones. Y tuve tiempo de apercibirme de que la misma enajenada docilidad de aquella espera animaba mis pasos hacia la cámara de Mohl, donde, a buen seguro, ya me aguardaban los caballeros encargados de aleccionarme en la primera de las iniciaciones acostumbradas: con idéntico ánimo, el día siguiente, emprendería la ruta que había de integrarme al mundo de los caballeros o de los vagabundos, a que, en suma, pertenecen todas las criaturas. Aceptaría tal consagración, de manos de Mohl; y así sería de por vida -una vez aquel hombre que era, a un tiempo, mi padre, mi protector y mi protegido golpeara mis hombros con la espada-. Pues, así lo entendí entonces: todo lo que podía despertar una criatura como yo en un señor como él, no era otra cosa sino una recóndita sed de cobijo, o amparo, a sus muchas flaquezas y contradicciones.

Cuando Ortwin continuó sus advertencias, o confidencias -no sabría cómo llamarlas-, atisbé en su voz una suerte de abandono, como si se reconociera víctima de alguna inexorable ley que le había relegado -desde inmemoriales tiempos y raíces- al desengaño y la decepción del mundo en que le tocó vivir.

– Conozco hace tiempo a Mohl -dijo tan despaciosamente como solía-. Tiempo y tiempo estuve a su lado: tanto en los combates, como en la paz de su recinto. Por eso, puedo decirte que le conozco bien. Y habrás observado, acaso, que podemos mantener diálogos muy cuerdos, y desprovistos de toda floritura o palabrería; pues sin que abra los labios, con sólo un leve gesto suyo atino a ofrecerle el guante que prefiere, el arma, o el manto. Lo demás, sobra entre nosotros. Así que muy bien se trasluce, a mis ojos, cuanto pasa por su mente, y por su corazón.

Una rara melancolía empañó la mirada de Ortwin y tan extraordinario era esto, que un frío soplo me caló hasta los huesos.

– Tú sabes -dijo al fin- cuán poco distingo hace el Barón entre uno u otro sexo; esto es, que, para su solaz, igual toma un muchacho que una doncella. Pero esto no significa en él -como creen los mentecatos, o inventan los resentidos- una relajación moral, o física. Te dice, quien bien le conoce, que en esas criaturas que con tanto afán y tristeza persigue -muchachos o muchachas- no busca Mohl el placer, ni el amor. Largo tiempo ha que emprendió un desenfrenado galope -en verdad, una huida, de la que jamás podrá regresar-; y en tal huida, y, en tales criaturas, sólo le anima una sed larga y desesperada por retener junto a sí la juventud y la vida.

Apenas dijo estas últimas palabras, se alejó de mí. Y, en verdad, que me abandonó, y para siempre.

Comprendí -o así lo creí entonces- que Ortwin era tan sólo un espectro, una huella o un eco; que nunca había convivido realmente conmigo; que tan sólo se me había manifestado muy brevemente, en aquel instante, como testigo de unos hechos sucedidos en un tiempo, y en una tierra, para mí inaccesibles.

Por tanto, no me acompañó a la cámara, como estaba mandado. Y por primera vez -que yo sepa- quebró una tradición, o una costumbre, que hubieran debido ser para él -en normales circunstancias- de capital importancia. Y me sentí en una soledad y un vacío verdaderamente fuera de lo común (y aun diría que amenazadores).

En el agua tibia, deshojadas, flotaban unas rosas salvajes. Su vista trajo a mi memoria, de inmediato, la copa de mi ogresa, donde iguales o parecidos pétalos sobrenadaban en aguamiel. Y la sensación de repugnancia -y aun horror- que entonces me inspiraran, regresó a mí.

En torno al baño ritual, me aguardaban cinco de entre los más distinguidos y maduros caballeros de Mohl. Intentarían -en tanto yo purificaba mi cuerpo- verificar igual limpieza en mi espíritu. Pues, a través de sus consejos, prepararían mi ánimo de forma que éste -sabiamente adiestrado por ellos- se mantuviese, durante mi vida entera de caballero, firme en sus consignas.

Dábase por supuesto que tales consejos, advertencias y ejemplares instrucciones obedecían a una rigurosa práctica en las costumbres y vida general de quienes se disponían verterlos, tanto en mis oídos, como en mi conciencia. Dos de ellos lucían en el cuello y rostro alguna cicatriz, marca o costurón, como muestras de indudable valor y arrojo en el combate. Los otros probablemente atesoraban idénticos honores, aunque en zonas menos visibles de su cuerpo. Pero, sin duda alguna, los cinco habían sido elegidos entre lo más florido, si no en belleza -cosa muy evidente-, sí en cuanto a valentía; a fuer de suponérseles tan generosos como honrados, y honorables como honestos. "No todas las heridas son símbolo del valor, ni del honor", oí clamar, entonces, a una voz delgada; voz que semejaba un caparazón, totalmente vacío de vida; o acaso, el rebote de palabras remotas en algún solitario paraje batido por el viento; una de aquellas voces, en suma, que galopaban por el cielo estepario, entre resplandecientes y muy heroicos combates, perdidos sin remedio en la memoria de los hombres. Todo mi ser se estremeció, pues reconocí el eco de otra voz: una que me rogaba, sobre los pétalos flotantes de una copa, el imposible regreso de los dioses. Abatido en una marchita tristeza, donde se mezclaba la repugnancia y el caduco amor que se llevó la estela de dos largas trenzas de oro, contemplé una por una las contradictorias cataduras de aquellos seres supuestamente dotados de excelentes virtudes. Y hubo de extrañarme que proviniera de tales criaturas el tesoro de honor, hidalguía, fortaleza y magnanimidad que, según presumía, iban a derramar, como el agua perfumada de aquel baño, sobre mi neófita persona. Y aunque todos ellos, como mejor atinaban, componían un semblante donde cupiera imaginar, o al menos no rechazar, la dignidad y contención más extremas -o lo que por tal tenían-, lo cierto es que me parecieron en verdad infatuados. Y muy grande sería, para percibirse de forma tan ostensible, la ufana necedad que inútilmente se acurrucaba bajo el manto de suntuoso silencio con el cual me recibieron. Pues, aunque tal vez aquel silencio, y su envarado continente, fueran destinados a revestir el acto de la mayor solemnidad, lo cierto es que a duras penas conseguían ahuyentar del mismo una torva y notoria cazurrería.

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