Литмир - Электронная Библиотека
A
A

El vigía rompió entonces su silencio:

– Esa conquista no llegará jamás. Ya han muerto todos los hombres, pero los caballos continúan agrediéndose entre sí. Veo, confundidas, las crines blancas y las crines negras; la sangre corre por sus belfos, cuellos, ijares y flancos; y agonizan, en cruel e inútil empeño, sin dominar a la muerte, puesto que la muerte es su más fructífera semilla.

Entonces, llegó a mí la voz del Barón Mohl aun a través de los labios del vigía:

– Hombres errantes, hombres errantes, ¿hasta cuándo…?

Decayó la tensión que mantenía al muchacho de la torre en su alucinante estado; y con él, cesaron sus reveladoras visiones. Como un vulgar siervo, se dejó caer en su rincón habitual, cansino y resignado. Me senté a su lado, estreché sus manos y busqué sus ojos, para comunicarle algún calor de la exaltación que me dominaba. Le dije que ya no deseaba apartarme ni de su lado ni de aquel lugar, hasta lograr entender, o descifrar, el enigma de aquel eterno duelo. Afirmé que estaba dispuesto a no bajar de la torre, a permanecer para siempre en su rincón, compartiendo su vida, hasta lograr ser como era él.

Al oír mis últimas palabras, pareció abandonar su apatía.

– ¡No harás tal cosa! -se escandalizó, más que temió-. Me llena de temor oírte…

– ¿Por qué siempre ese miedo? -grité, con súbita ira.

Pero mi grito, más que hacia su persona, iba hacia la tierra, el aire, el agua y el fuego: un grito que se arrojaba contra los bosques, las estepas, las criaturas todas, contra el inmenso y lejano mar del mundo, contra aquella desconocida frontera septentrional donde -según había dispuesto mi señor- sería yo, un día, el verdadero Angel de la Guerra; y al tiempo, sabía que no existió jamás un Angel implicado en ese empeño, y que tales sueños o esperanzas, provocaban la sonrisa de aquellos dioses que avisaban de la muerte a los jabalíes, con su larga llamada de oro.

Miré hacia la luz naciente, donde la bruma se posaba, como toda amenaza de sangre, traidora y dulcemente.

– Ya no hay miedo -repetí, una y mil veces.

Y luego, intenté explicar al vigía que estaba dispuesto a rasgar el mundo en dos mitades, y que de esta división renacería yo, criatura de mí mismo. Y me oí, con más desesperación que convencimiento:

– Y viviré, viviré, viviré…

Entonces, el vagabundo-vigía me quitó la daga de entre las manos; pues, sin saber cómo, la tenía asida y alzada contra el amanecer. Descubrí tal pánico en su mirada, que creí asomarme a una sima sin fondo. Y sentí, en mi rostro, el húmedo relente de una desconocida noche.

– Ten mucho cuidado -me advirtió, con la despaciosa y sabia cautela que, a despecho de mostrarse tan ignorante en las demás cuestiones, transpiran los siervos ante hombre o fuerza capaz de destruirles-. No debe torcerse el fluir de los ríos, ni el discurso del humano acontecer… No intentes, joven caballero, desviar el cauce de tu vida, por brillante que imagines este esfuerzo… Baja de nuevo al mundo de los guerreros, de las víctimas y de los verdugos; vuelve junto a tu señor, que tanto te ama; y recuerda que todavía no han visto tus ojos el Gran Combate.

Comprendí que sus palabras encerraban mucha verdad. Y, al tiempo que decaía y se templaba mi impaciencia, me dije que, por cierto, mis ojos no habían logrado alcanzar tan anhelada visión, ni en la luz del amanecer, ni en la fría complicidad de las estrellas. Tan sólo, en el curso de cierto misterioso mediodía -de todo punto inexplicable, puesto que estalló su esplendor apenas alboreada la más tierna luz-, llegué a divisar, en las abrasadas estepas celestes, tres jóvenes guerreros que se parecían demasiado a mis hermanos.

33
{"b":"87658","o":1}