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CAPÍTULO V

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E l trazado, sobre un mapa de Berlín, de mis idas y venidas (ya me referí a esto anteriormente), compondría un bonito laberinto en que predominaban las líneas rectas y los ángulos agudos, sin que suponga más que eso, predominio, en modo alguno exclusión de las traumatizantes curvas. Como se encontraban y entrecruzaban, podían señalarse varios lugares en que el sabueso de más penetrante olfato hubiera vacilado, y en que los perdigueros de Eva Gredner, solos o en muchedumbre, y aun ella misma al frente, tendrían que vacilar, equivocarse, rectificar. ¡De hacerlo todos juntos parecería un escuadrón en maniobras! Mis conjeturas dependían, en su tino o en su yerro, de que atribuyese a la Agente sin Par capacidad para las intuiciones inconcebibles o sólo para los profundos, rápidos raciocinios; pero mi perplejidad intelectual se originaba en el hecho de que, como sabe bastante gente, la intuición no es más que un camino abreviado, fulgurante, hasta una afirmación o un punto a los que también puede llegarse por el razonamiento, trayecto por lo general penoso, pero que la esmerada computadora que Eva Gredner llevaba en el corazón (¿era ella en sí algo más que esa computadora?) podía realizar en escasos segundos. Mi excepcional esperanza, por lo demás solitaria, se asentaba no sé si en la sospecha o solamente en el deseo de que las verdades de cierta naturaleza, precisamente a causa de ella quedasen excluidas del raciocinio y confiadas en exclusiva a la adivinación inexplicable. Porque, en este caso, a lo que aspiraría Eva Gredner y a lo que encaminaría sus huestes, era a seguir con toda precisión mi recorrido, rectas, ángulos y curvas, dejando a un lado cualquier chispazo momentáneo que propusiese una solución distinta. (¿Le estaban programadas a Eva Grudner las ideas espontáneas?) La solución de los entrecruzamientos duraba más de una manera combinada, que de la otra, y toda prolongación del tiempo consumido en mi persecución me ayudaba. Domine, ad adjuvandum me festina. Pero aun llegando a la conclusión desoladora de que los perros de Miss Gradner hubiesen coincidido todos en el aeropuerto, último lugar de mi estancia en Berlín, ¿cómo podrían adivinar por qué camino aéreo la liebre se les había escabullido? Para recuperar el rastro, habría que recorrer a pulgadas un inmenso espacio plano (meramente teórico, por otra parte) que, concebido como un corte vertical operado en el aire tridimensional del aeropuerto, incidiese en algún punto el rastro dejado por mi cuerpo al volar en dirección desconocida. Y toda vez que Eva Grodner ignoraba la existencia de Von Bülov, toda vez que de su elección azarosa para un papel en la historia, Miss Gridner no había sido informada, era absolutamente imposible deducir por raciocinio adonde yo había ido. Pero, aun en el caso de que las facultades de Miss Gredner excediesen mi propia capacidad de inventar maravillas, y suponiendo que hubiera seguido puntualmente mi pista, al llegar en su automóvil a la frontera entre las dos Alemanias, la habrían detenido, no le permitirían pasar. Esto era el lado tranquilizante de mis excogitaciones, mientras mi «Volkswagen» (quiero decir, el de Bülov) me llevaba por los caminos de Alemania del Este, conocida también como República Democrática Alemana, hacia Berlín.

Frente a este raciocinio (impecable, como se ve) y contra él, pujaba la convicción insistente, tan inevitable y tan lógica como la primera, de que, aunque la Implacable Espía Electrónica, asombro de las especies, perdiese de momento mi pista, la recobraría sin remedio en cuanto ella o sus agentes se acercasen a, o rondasen, la casa de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse donde vivía la señora Fletcher, y en la que yo esperaba hallar a Irina. En el mejor de los casos, pues, disponía sólo de unas horas. No eran muchas, y yo tenía sueño.

Entre los recuerdos de Von Bülov hallé fácilmente el nombre del hotel en que solía hospedarse en Berlín, dos en realidad: en el primero le atraía una rubia; en el segundo, una trigueña. Ambos eran de tres estrellas, recoletos y de escogida clientela. Elegí, no sé por qué, aquél de la trigueña: seguramente porque caía fuera del espacio acotado para mis desplazamientos anteriores: nunca había transitado por las calles de aquel barrio, vírgenes, hasta entonces, de mi olor personal. La trigueña era la chica de recepción. Me trató amablemente, y, en los pocos minutos que hablé con ella, pude deducir que esperaba hacía tiempo unas palabras mías para decirme que sí. ¡Von Bülov, como otros muchos tímidos, ignoraba o deseaba ignorar su poder fascinador de intelectual maduro y elegante, un poco despistado y un poco triste! «¿Mañana continuará aquí, profesor? ¡Tengo la tarde libre, profesor, me gustaría llevarle a ese jardín de que le hablé alguna vez, y que usted desconoce! Hay unas estatuas bellísimas, ¡pero no tiene tiempo nunca…!» «No sé por cuántos días me quedaré, pero me temo que esté muy ocupado.» «¿Como siempre, profesor?» En sus bonitos ojos, envejecía de pena una esperanza.

Telefoneé temprano al profesor Wagner, y no ya con el propósito de trasmudarme en él, aunque sólo fuese por poco tiempo, lo cual implicaba mi renuncia a llamarme Gunter alguna vez con un mínimo derecho. Le advertí de quién era, de mis trabajos históricos y de que preparaba un cuadernito con unas cuantas afirmaciones acerca de los descubrimientos físicos con valor estratégico.

– Me consideraría bastante más feliz de lo que soy generalmente, si me recibiese usted y me concediese una entrevista.

El profesor Wagner me trató, en su respuesta, de querido colega, y me advirtió de que, si bien estaba dispuesto a recibirme y a mantener conmigo una conversación superficial, no podía, sin embargo, comprometerse, así, sin preparación previa (quizá quisiera darme a entender sin una información personal), a una entrevista seria en que yo le interrogase acerca de sus trabajos y él pudiese responderme formalmente. Le sugerí que, para su tranquilidad moral, telefonease al Rector de mi Universidad. Bueno. Quedamos en que las diez y media era una hora excelente para que nos encontrásemos en su despacho, porque, a esa hora, una de sus discípulas solía traerle un café con unas galletitas, y no parecía que fueran a surgir dificultades mayores para que, ese día, llegase a tres el número de los cafés y aumentase la cantidad de las galletas. Me informé de la Facultad, del edificio, del pabellón. Tomé nota.

– Tendré el mayor gusto en estrecharle la mano, mi querido Von Bülov.

Por primera vez desde que me encontraba en aquella personalidad, le respondí con un taconazo. Me salió bien, pero no dejó de sorprenderme tanto por su perfección como por su impertinencia. Probaba, por lo menos, que mis reflejos recibían del profesor Von Bülov órdenes que yo no controlaba. Muy bien.

2

Tenía una figura redondita de bávaro sonriente, el profesor Gunter S. Wagner, aunque por su apellido no lo fuese, y siendo todo él de una tranquilizante vulgaridad, la lucecita que centelleaba en sus ojos no lo era, sino más bien la chispa reveladora de un genio que ve las cosas como son y se acomoda a ellas. Le daba a medias la luz de un ventanal chaparro abierto a la niebla, al césped, y a un bosquecillo de tilos no muy lejano. Contra los vidrios del ventanal golpeaba suavemente la rama desnuda de un abedul, una rama de plata, que parecía pintada por un artista japonés sobre el fondo indeciso del paisaje, y fue esta rama, con su belleza de nudos y de ansia que busca el sol, lo que me atrajo de pronto. Parecerá un poco pueril, y desde luego lo fue, pero me nació un deseo, rápidamente sosegado, de trasmudarme en rama, como cuando en mi infancia, antes de descubrir el juego de las metamorfosis humanas, me entregaba alegremente al de las metamorfosis cósmicas. El doctor Wagner me presentó en seguida a la señorita Grass, una de sus ayudantes, especializada en la preparación de buen café a la italiana y, al parecer, partícipe de sus secretos, porque cuando (ella) insinuó la conveniencia de alejarse, el profesor Wagner le suplicó que no lo hiciese, que a lo mejor necesitaba de sus servicios o acaso de su fresca memoria, en el caso probable de que a él se le olvidase algún detalle. La señorita Grass (más bien doctora, perdón), se quedó de buena gana, y aunque no dejó de atender a su maestro en servicios menores, como encenderle un cigarrillo o acercarle el cenicero, debo confesar la satisfacción con que me sentí preferentemente servido por aquella mujer que no era ninguna belleza (tampoco desagradable), pero que hablaba con sencillez y familiaridad de los secretos más espeluznantes de la materia, a la que llamaba así con la debida prudencia, «pues no sabemos en realidad lo que es». Consideré necesario iniciar la entrevista (pasados ya los trámites del café y las galletas) con una información más detallada acerca de mí mismo. Saqué de la cartera media docena de mis folletos y los desplegué encima de la mesa.

– En realidad, yo no trabajo para los historiadores, sino para los políticos. Los políticos, a veces voluntariamente, disponen de una información incompleta y parcial, y procuran que les suministren versiones deformadas de la realidad, aquellas que necesitan para ser lo que quieren ser y poder justificarse ante sí mismos. No conozco a ninguno que sepa, de una manera total y verídica, cómo es el mundo en que se vive, y a mi juventud le tocó en suerte padecer una experiencia límite de información trucada; lo mismo Hitler que los suyos vivían en una realidad que ellos mismos habían inventado a la medida de sus conveniencias o de sus aspiraciones, probablemente ambas cosas a la vez, una realidad que, así concebida, no podía pasar sin ellos. Estoy persuadido de que, en este momento, lo mismo los americanos que los rusos ignoran voluntariamente la verdad de lo que ellos mismos provocan, la ignoran porque la ven a través de sus propios deseos, de sus temores o de sus utopías. Mi trabajo hasta ahora, ha consistido en dilucidar esa realidad que a ellos les importa conocer más que a los ciudadanos de a pie, si bien esos trabajos que le muestro vayan dirigidos, no a las cabezas visibles, que a ésos ni tengo acceso ni sería discreto enviárselos, no fuera que se armase en sus cabezas un batiburrillo más peligroso que su ignorancia misma: pero a estos grandes figurones les rodean a veces personas en las que recae la tarea de preparar las decisiones históricas. No crea usted que soy optimista: el Estado Mayor alemán no aconsejó la guerra a Hitler, porque sus directores sabían que la guerra se iba a perder. La confianza de los aliados en la victoria, aun en los momentos que parecían más difíciles (y precisamente en ellos), se debió a que, en aquella ocasión, conocían la tierra que pisaban. Ahora bien, desde que concluyó la última guerra, determinadas mentiras más o menos convincentes y en todo caso grandiosas ocultan a los unos y a los otros la información necesaria para no desvanecerse: no lo que dan las máquinas, sino la que comprenden los hombres. Yo recibo visitas y consultas. Fíjese usted que mi clientela está compuesta de segundones, lo cual indica dónde está la gente en que se puede confiar.

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