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CAPÍTULO IV

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T enía ante mí una lista de tres nombres, a la que había llegado, partiendo de la treintena inicial, tras sucesivas eliminaciones aligeradas al aplicarle un corto número de criterios, inicialmente sencillos, cuya acumulación, sin embargo, bien pudiera haber resultado demasiado compleja. Contaba, en primer lugar, la facha, y fue ésta la que me sirvió para redondear el primer acopio, el de los treinta. Era evidente que a Irina le gustaban los hombres atractivos, ya por un físico espléndido, como el de Etvuchenko, ya distinguido, como el de De Blacas. Pero si, comparando sucesivamente con el uno y con el otro los treinta candidatos, se me quedó la lista reducida en doce, a la totalidad de los elegidos la tuve en consideración cuando lo que comparé fueron las cualidades morales, y aquí quedó de manifiesto la complejidad subyacente, porque nada había más opuesto a la ingenuidad encantadora de Yuri que la encantadora sabiduría de De Blacas: uno iba, otro venía, y lo único común a entrambos era el encanto. De haberme guiado sólo por esa cualidad, no hubiera eliminado en la segunda ronda a Erik Gustavson, nombre de saga antigua que tenía, yo le llamaba Erik el Rojo; fue uno de los hombres que más me hubiera gustado ser, pero tenía el defecto de sentirse comunicativamente vanidoso en el transcurso de ciertas intimidades, y es probable que eso hubiera obligado a Irina a rechazarlo. Estoy hablando como si de verdad fuese él el destinado a Irina, y no yo en su lugar: esa clase de confusiones puede evitarse con vigilancia y ascesis, pero también a mí me agrada abandonar alguna vez la guardia y dejarme correr con todo lo que corre en libertad, y, sobre todo, ignorando que corre.

De aquellos tres candidatos que me quedaban, uno, Blaise Sanders, era inglés, jugador de «criquet»: tenía un mediano pasar y un cottage en algún lugar de los Siete Reinos. Desde la fronda de sus robles, me había contado, Robin Hood acostumbraba a vigilar al enemigo, raza esta última a la que, sin embargo, Blaise pertenecía sin haber entrado en conflicto con su roble, y de tal modo consciente y satisfactorio, que mantenía relaciones de parentesco, cultivado durante siglos, con algunos normandos de la costa de enfrente, y, por propia decisión, en vez de estudiar en Oxford, lo había hecho en la Sorbona. El cottage de Blaise Sanders era un lugar excepcionalmente discreto para esconder a Irina, caso de que yo lograse arrebatársela al engranaje implacable y, sobre todo, inhumano del Servicio. A Sanders correspondía el treinta y tres por ciento de mis preferencias: ignoraba el dolor, incluso el de la derrota en el deporte.

Ernst von Bülov reclamaba con toda justicia otro treinta y tres con treinta y tres. Tenía tan buena facha como Sanders, pero de estilo opuesto: donde aquél excedía un pelín de la disciplinada flexibilidad deportiva, Bülov excedía idéntico pelín de la disciplinada rigidez castrense. Había sido militar muy joven; había conocido el campo de concentración, la enfermedad y ese desamparo del vencido a quien la guerra ha dejado sin nadie y sin nada, así, radicalmente. Sin embargo, andaba por el mundo desprovisto de rencor, había rehecho su vida, se había dedicado a la Historia, tenía algunos folletos publicados y, a mi juicio, entendía como nadie lo que pasa en el mundo. Si yo me apropiaba de todas aquellas cualidades, saberes y propósitos, a costa de dejarlo arrumbado para siempre en un rincón del bosque, si sabía mantener como cualidad dominante la absoluta naturalidad de Von Bülov, sin duda que a Irina y a mí nos esperaba una vida sencilla de profesor de provincias que pretende mantener oculto su valor, pero que tiene a su lado a quien lo estima y lo comprende. Ernst von Bülov era tímido con las mujeres, si bien, en su ánimo, la timidez quedase superada por su honda experiencia del sufrimiento.

El tercer treinta y tres con treinta y tres había recaído jubilosamente en la persona de Pat D'Omersson, un genio que se ignoraba, porque lo más probable era que, desde el momento en que pudo pensar, lo hizo por y para los otros, y quizás, a las alturas de mi relato, no hubiera descubierto aún que se podía también pensar en uno mismo. Pat había hecho una revolución, había liberado un país, lo había organizado, y el país se lo había agradecido con el destierro a regañadientes, cuando lo que les hubiera gustado a los últimos triunfadores (que en este momento ya no lo son), cuando lo que se proponían, era mantenerlo indefinidamente, ya que infinitamente no les era dado, en prisión, acaso en una jaula, para mayor inri, y lo hubiesen hecho, sin las protestas firmadas de media Humanidad. Durante su encierro, Pat había compuesto los «Cantos de un prisionero», y ahora, de vez en cuando, las revistas político-literarias publican algún que otro «Canto del destierro». Pat liberó a su país con entera independencia de lo que acerca de eso pensasen los del Este y los del Oeste, casi diría que con indiferencia, y eso siempre se paga: como los que lo encadenaron se apoyaban ya en una potencia del Oeste, insensiblemente Pat se vio empujado hacia el Este, en lo que yo veía precisamente una dificultad para entrar en el corazón de Irina, que era rusa y patriota, pero no comunista; que ahora estaba seguramente intentando ayudar a la señora Fletcher a reunirse con su marido, no a pasar al Este contrabando estratégico. Se me olvidó decir que Pat era ligeramente moreno, y que se le suponía nacido en Martinica. En todo caso, era también de cultura francesa. Su experiencia del dolor superaba a la de cualquiera, pero no se había dado cuenta, en el sentido de que el dolor no había dejado huella en su alma: ¡así era de puro!

He aquí mi situación sentimental formulada en números:

Blaise Sanders…… 33,33

Ernst von Bülov… 33,33

Pat D'Omersson… 33,33

____________________

99,99

Aquella brizna de parcialidad, aquel 0,01 del que yo podía disponer libremente, o al menos eso debería ser, iba a decidir mi Destino, probablemente el de Irina, y quizás el de Eva Gredner, que hallaría mi rastro entre millones de rastros, podenco artificial y demoníaco, y me descubriría allí donde fuese a esconderme. Obsérvese, sin embargo, la inutilidad de las soluciones matemáticas, y, en general, racionales: todo depende, como al principio, de una corazonada o de un capricho, cuando no de un azar. Mi deseo de jugar, en aquel momento, había mermado considerablemente. La carta de Irina había operado dentro de mí algo semejante a una transformación, y no me atrevo a decir que una metamorfosis porque ésta es la palabra que vengo utilizando para indicar mis cambios de residencia. Con la brizna en la mano, lanzándola al futuro como se lanza al aire un yo-yo, y recogiéndolo luego, estuve a punto de arrojársela a Pat, y casi lo había acordado ya después de releer uno de esos poemas en que el amor a los hombres se transfigura en ritmo antillano donde todo resuena y baila, huracán, palmeras y maracas. Pero me estremecí al pensar que yo proyectaba firmemente, para Irina y para mí, un destino estrictamente privado en el caso de que lográsemos salir indemnes de la aventura, lo cual llevaba consigo la desaparición inexorable de Pat del mundo en que era feliz, aquél en que se pelea por la libertad de los hombres, aunque sea sin esperanza. ¡Y yo, que ya me había imaginado provisto de sus grandes ojos oscuros, de su voz cadenciosa, del tacto como de gato, como de tigre, de su piel! Por otra parte, aunque su presencia hubiera sido bien vista en Berlín Este, no así en el Oeste, ni siquiera con el pretexto o la justificación de escuchar a Von Karajan. «¿Lo ha oído ya? ¡Pues márchese!» Este posible exabrupto policiaco podía recibirlo uno de los más grandes poetas del mundo libre, un hombre que, hasta ahora, no se había replegado jamás sobre sí mismo: la operación precisamente cuyo comienzo le reservaba a Irina.

Un razonamiento parecido me obligó a recoger en el aire la brizna de destino cuando ya la había adjudicado al nombre de Sanders: teníamos que esconder a Irina, y eso no nos permitiría seguir jugando al criquet. Ignoro la fuerza que sobre mi voluntad podrían hacer los hábitos y las aspiraciones deportivas de Sanders, pero fácilmente imaginaba lo que harían los periódicos, los aficionados y los clubs. Llegué, en el mismo momento, a la conclusión de que la única persona cuyo destino aparente no se vería alterado por mi intervención y mis proyectos era Von Bülov, ya que nada procedente de Irina, menos aún su compañía, le impediría enseñar Historia e ir aclarando algunas confusiones universales con la publicación de breves folletos periódicos, que casi no se leían más que en los Estados Mayores, en los Ministerios de Asuntos Exteriores y en la Bolsa de Londres. A las Universidades no habían llegado todavía, pero no porque esas gloriosas instituciones careciesen de curiosidad, sino porque a Von Bülov se le había olvidado enviarles alguno de sus cuadernos (brochures, solía llamarles De Blacas), y su modestia le impedía recordar siquiera que si Einstein había revolucionado la Física con apenas una página, él podía revolucionar la Historia con unas pocas más. La brizna del Destino, el 0,01 estaba ante mí como una bolita de marfil que pudiera empujar con el dedo, o, mejor, como una bola de golf a la que basta ya una ligera caricia del stick para hundirse en el hoyo. Se la hice. Entonces, cogí el teléfono para encargar un pasaje para Berlín Oeste. No a nombre de Maxwell, por supuesto: Maxwell estaría siendo buscado por todos los lugares de París, exceptuando quizás el barrio en que yo me refugiaba. Hice, primera vez en mi vida, una pequeña trampa: utilicé los recursos del C. G. para que el pasaje lo reservaran a un número y a una clave. Todo fue bien. Ahora me faltaba metamorfosearme en mi portero, único modo de salir de París sin ser inmediatamente detenido. Mi portero había combatido con Leclerc y solía llevar en la solapa una medalla muy ostentosa. No tuve más remedio que aceptarlo. «¿Quiere subir a mi departamento, Paul?»

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No dejó de divertirme su intimidad, golfo parisino ya en situación de reserva, más memoria que acción, pero mi atención a sus recuerdos y deseos fue meramente informativa y por razones de seguridad. Aunque, desde un principio, acepté como indispensable (era casi su seña de identidad) la condecoración en la solapa, prescindí con la más absoluta falta de respeto a su modo de vestir e incluso a su modo de moverse, hábitos y movimientos que conculcaban mis convicciones más impepinables y que, en otras circunstancias, hubiera tenido que aceptar, pero no en ésta, cuando pensaba que mi tránsito por la personalidad de Paul sería menos duradero que por otras. Así, me vestí correctamente y me puse una corbata neutra: ¡nada de patriotismo en la corbata! Aunque quizá convenga dejar constancia aquí de que el de Paul se extendía también a los tirantes, a la camiseta y a los calzoncillos, prendas en que se combinaban, con cierta monotonía, los colores nacionales: con ellos quedó, con ellos lo metí en una maleta preparada para estos casos, que facturé con destino a Berlín Oeste: pensaba devolver a Paul sus pertenencias en cuanto me fuera posible, aun a riesgo de recuperar lo de Maxwell. El espejo me convenció de que mi aspecto era bastante aceptable, aquel espejo de mi cuarto de baño, tan superficial, tan sin historia: era un espejo brillante, incompatible con cualquier misterio, incluido el de quien se mira en él. No retenía la imagen, no la profundizaba, no la ponía en relación con imágenes perdidas o vagabundas, sino que casi la arrojaba de su espacio, como si quisiera quedar a solas con su propia vaciedad. Yo lo usaba para ejercicios de ascesis.

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