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CAPÍTULO II

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T uve que abandonar de madrugada el cuerpo cálido y el escondrijo de Irina, la suave luz del dormitorio en uno de cuyos ángulos permanecía un puñal. No me preguntó nada; me besó y me dijo: «Adiós, Yuri. Hasta luego.» Persistía la niebla, la calle estaba oscura y pude deslizarme sin sombra, arrimado a las paredes, tiempo y tiempo, hasta que columbré en una esquina la lucecita verde de un taxi. No estaba exactamente cerca, pero tampoco lejos, y la distancia que hube de recorrer, guiado por el farolillo y entre inmensas oscuridades, que lo mismo podían ser de casas que de elefantes gigantescos, me dio ocasión de apetecer una de aquellas metamorfosis en otro tiempo frecuentes, cambiarme en silueta de paquidermo sin medida, o en niebla espesa de París. Hubiera sido, verbigracia, una bonita manera de escapar a cualquier persecución, pero había podido comprobar que no me seguía nadie, y, así, di al conductor tranquilamente la dirección del piso en que solía refugiarme cuando me apetecía estar a solas, alguna de esas tardes en que hurgaba en mí mismo a ver si me encontraba, o cuando cualquier peligro me acuciaba; un departamento suficiente en un barrio de la alta burguesía por donde no solían merodear colegas, aunque a este respecto uno nunca pueda fiarse. Allí, defendido de cualquier inconveniencia por un sistema bien calculado, guardaba los objetos que mi peregrinación, ya entonces larga, a través de distintos gustos y aficiones, me había permitido acumular. Estaban ordenados y no creo que ninguno fuese especialmente repugnante, pero, a pesar de todo, quizás el salón resultase abigarrado o de algún modo excesivo, aunque en cierto sentido amanerado; no faltaban, sin embargo, recovecos amables de sencilla y cómoda contemplación. Si, como esperaba, Irina sería aquella tarde mi huésped, confiaba en que, en cualquiera de esos rincones, holgase complacida. Reconozco, sin embargo, que algo faltaba en mi casa que había hallado en la suya, algo desconocido que no sabría definir, y que empecé a percibir precisamente al hallarme entre la niebla, al hundirme en el asiento del taxi y escuchar el roce de las ruedas en el asfalto: cuando llegué, no amanecía aún, ni la niebla había perdido espesor. Aquel piso mío tenía la ventaja de que sus comunicaciones con el exterior estaban a cubierto de intromisiones, y yo necesitaba comunicar con alguien que sacase a Etvuchenko de donde estaba y lo volviese al chalecito de la banlieu. Ese alguien no tardó en escucharme. Calculamos que la operación consumiría al menos una hora, de modo que a las ocho de la mañana, ya en mi coche privado (un «Volkswagen» modesto, chapa y vidrios antibalas), me detuve en una esquina propicia, la misma que la noche anterior había acogido a un par de metralletas que, en algunos momentos, me apuntaban. ¿Y si alguno de los que las sostenían no hubiera podido refrenar el deseo de apretar el gatillo? ¿O si lo hubiera hecho obedeciendo una orden? Vi cómo sacaban a Etvuchenko de una ambulancia militar y cómo lo introducían en la casa. Se fueron. Dejé pasar unos minutos. Había aparecido un flic por la esquina de enfrente, y le vi encender un cigarrillo con un mechero de gas. Dejé el coche en la parte trasera, junto a la puerta de servicio, y entré. Hallé en seguida a Etvuchenko, o más bien a lo que de él quedaba: una piltrafa que hubiera destrozado el corazón de Irina, que hubiera devuelto a sus manos el puñal. Ni siquiera me miró. Lo primero que hice fue ponerme las ropas de De Blacas. Después, regresé a la habitación donde estaba el coronel. Le relaté en voz baja lo que tenía que creer que había hecho la tarde anterior, durante el tiempo largo de mi usurpación. Incluía, claro está, la compañía de Irina, aunque no algunos de sus incidentes. Sólo cuando quedó bien informado y, al mismo tiempo, bien engañado, le tomé de las manos y le miré a los ojos. La vida entraba en él como la lluvia en la tierra seca, y le esponjaba. Cuando alcanzó a ser el que era, se puso en pie, se cuadró con excesivo rigor.

– No entiendo -me dijo-, por qué le debo mi libertad.

Le tendí la mano.

– ¿Acaso no es posible cierta solidaridad entre colegas?

– Somos enemigos.

– Puede haber un tercero en discordia.

Sonrió.

– No lo entiendo, pero, de todos modos, gracias.

– Hace frío en la calle, coronel, y está usted desabrigado. Tengo mi coche fuera. ¿A dónde quiere que le lleve?

Me dio la dirección de Irina.

– No sé por qué, coronel, en esa calle andan sueltas las balas. Quizá le conviniera esperar a que fuese de día.

– ¿Es que no lo es aún? Si no recuerdo mal, me raptaron hacia las doce, y no pasó tanto tiempo.

– Recuerda mal, coronel, y espero que tarde algunas horas en recordar correctamente. Lo dejaré en su embajada, y quizá tenga tiempo de reconstruir lo sucedido desde ese momento de ayer en que sitúa su rapto. En cuanto a que lo entienda, tardará un tiempo más.

– En cualquier caso, estoy confuso.

– Es natural. Sin embargo, quiero que reciba mi felicitación más sincera de colega a colega, por esa operación que ha llevado a buen término en las últimas horas.

Pareció ahumársele la mirada.

– Pero, ¿usted ya sabe…?

– ¡Naturalmente!

– ¿Y no me mata?

– ¿Por qué, si ya no tiene remedio?

– Sigo sin entender.

Le cogí del brazo y le empujé suavemente hacia la puerta.

Me hubiera gustado poderle enterar de que le estaba agradecido por los servicios que, sin quererlo, me había prestado su cuerpo.

– No es imposible que entre Irina y usted lleguen a esclarecer la cuestión.

– ¿Tendré tiempo de verla? Mi avión sale al mediodía para Moscú.

– La niebla levantará hacia las nueve. De todas maneras, vaya usted con cuidado.

Le di un pitillo y casi no hablamos hasta que me detuve frente a la Embajada rusa, al otro lado de la calzada. Etvuchenko había recobrado a medias la conciencia, aunque sí el dominio sobre sí mismo.

– Si alguna vez nos encontramos frente a frente, monsieur De Blacas, antes de matarle, le haré una reverencia.

– Pues le aconsejo que no se fíe del señor De Blacas que pueda tener enfrente: es muy posible que no comparta mis sentimientos.

Había abierto ya la portezuela y estaba casi fuera del coche.

– Otra cosa será si su enemigo es el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.

Le dejé con la boca abierta, no le dio tiempo a recobrarse de la sorpresa. Esto que puede parecer un acto de petulancia no fue más que una precaución oportuna: como le contaría a Irina lo sucedido, como buscaría de ella una explicación, le evitaba a Irina la sorpresa de encontrarse aquella tarde con un enemigo conocido, aunque corriera también el riesgo de provocar un cambio en sus sentimientos. Ya en mi despacho, intenté averiguar quién y por qué se atrevían a disparar contra ella. La investigación duró al menos una hora, al cabo de la cual uno de mis mejores agentes me entregó un informe escueto del que se deducía que a Irina la controlaban desde el día anterior por suponérsela mezclada en el asunto del Plan Estratégico robado, y que el encargado de su vigilancia era uno de los robots secundarios de la serie James Bond, modelo III, de los llamados perros policías, que había yacido, desplomado, en un cajón del Cuartel General Americano: las cualidades atribuidas a este robot eran escasamente tranquilizadoras: respondía a los olores y su capacidad de rastreo superaba a los perros de olfato excepcional: salido del taller, hubiera descubierto a una persona entre un millón; reducidas o desgastadas sus facultades por el uso o la inacción, podía seguirla sin errar entre cincuenta mil. Mi agente me añadía los datos completos de sus otras propiedades y modo habitual de conducirse, que me inquietaron todavía más: su presumido envejecimiento, o al menos su anquilosamiento relativo (digamos su arteriosclerosis) hacían imprevisibles las respuestas de su mecanismo a estímulos no programados. Telefoneé a los americanos, pregunté por el Mayor Clay.

– ¿Por qué se vigila a Irina Tchernova?

– Son órdenes de Washington, señor.

– ¿Y por qué se dispara contra ella?

– Será la consecuencia de un exceso de celo, señor, porque las órdenes no son ésas. En cualquier caso, no parece que se perdiera mucho con la muerte de esa dama. Claro que en lo de sus poemas no me meto. A lo mejor…

– Mayor Clay, yo había ordenado la vigilancia de la señorita Tchernova, pero no por las razones de Washington, sino porque, ¿quién sabe si, en nuestras manos puede constituir un valioso rehén?

– ¿Para canjear por quién?

– ¿Quién lo sabe? A lo mejor por usted.

El Mayor Clay tardó en hallar un chiste, tardó tanto que le dije adiós y colgué el teléfono. Me sentía humillado por el hecho de que a Irina la siguiese, y pudiese matarla, un artilugio estropeado que en lo mejor de su existencia había actuado como can. Faltaba algún tiempo para poder intervenir y no se conocía, al menos yo lo ignoraba, el procedimiento normal para que el robot abandonase la vigilancia y regresase a su cajón. Me hallaba metido en esto cuando repiqueteó el teléfono, y la voz desagradable, pero leal, de H. 12 me dijo escuetamente, desde Nueva York: «Eva Gradner vuela ya hacia Europa y su propósito inmediato es interrogarle a usted. Existe la sospecha de que se congregue en París la mayor parte de sus colaboradores. Si hay alguna novedad volveré a telefonear.» Colgó. La noticia ni me sorprendía ni me alarmó. Disponía de tiempo suficiente, y por mucha prisa que se diera Miss Gradner o Grudner, o como fuese, en acudir a mi despacho, la prudencia le aconsejaba acomodarse antes en un hotel, darse una ducha y comerse un bocadillo; eso era al menos lo que hubiera hecho cualquier muchacha normal en funciones de Agente Secreto. Para que se me informase de estas operaciones previas di ciertas órdenes a un magnetófono.

A las once se reunió el Consejo. Nerviosismo evidente, y un complejo de culpa difícilmente disimulado: llamo así, no al que les creaba su responsabilidad, sino a la conciencia que tenían de que, desde la Cúspide, descargaría la tormenta en forma de acusaciones generales. Lo que se les había ocurrido, como remedio urgente, era impedir la salida de Francia de los textos del Plan, y dando por seguro que se valdrían de la valija diplomática, las propuestas para evitar la catástrofe fueron originales y variadas, aunque la más inteligente de ellas implicase la voladura de todos los aviones despachados para Rusia en los días inmediatos, incluidos los de pasajeros. Conseguí persuadirlos de que la misma preocupación había congregado a aquellas horas al Embajador soviético y a sus adláteres y colaboradores, entre los que se encontraban sin duda el admirable Iussupov y cierto general nada tonto, de cuya llegada a París estábamos advertidos. Cabalmente, interrumpió mi información una llamada telefónica que me permitió anunciar a los reunidos que el coronel Etvuchenko acababa de llegar al aeropuerto, aunque escaso de equipaje. No dejó de sorprenderme, si bien por razones privadas, que aquellos inteligentísimos directores del Cotarro Occidental no estaban en condiciones de comprender, ni yo de explicar. Divagué durante un rato, expuse mis suposiciones de lo que, en aquellos momentos y con la misma perplejidad que nosotros, pensaba el Consejo Subordinado del Cotarro Oriental en el que quizá figurase Irina, y llegué a convencerlos de que también los otros andarían buscando modos insospechados de sacar el material de Francia y hacerlo llegar a la Unión Soviética.

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