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No sé si a estas alturas de mi relato hice un alto para respirar, o si el silencio sobrevino exigido por el impulso de la narración misma. Irina había permanecido inmóvil y callada: sentía su respiración, no por el ruido, sino porque sus pechos se elevaban y descendían con un ritmo sosegado y atento. Pero, durante ese silencio, lo interrumpió y dijo (¿A mí? ¿A quién?):

– Encima de una roca descubrirás la huella de los pies del Señor, ése cuya frente adorna una media luna: allí los Siddha llevan incesantes ofrendas. -Y calló.

Entonces, le respondí con otros versos:

– …Un estrecho camino fue preparado desde el origen: yo lo he descubierto. Por él, los sabios que conocen el brahmán, ascienden, desde aquí, liberados, al mundo del suarga.

Y nos echamos a reír: creo que nuestras risas gemelas expresaban con suficiencia las razones, o por lo menos las causas, por las que lo mismo ella que yo nos hallábamos tan apartados del camino, tan lejos del suarga, y que si alguna vez habíamos entrevisto al Dios de la Media Luna, había sido sesgado y al correr.

Me cambié en tigre, en serpiente, en elefante, y me sentí cruel, poderoso y malvado. Fui fuerte con el viento, duro con la piedra, humilde con el polvo del camino y con la lluvia indiferente y tenaz. Quise, una vez, ser estrella, pero quedaba tan lejos que mi cuerpo no se movió, ni tampoco el del astro. Pude explorar, sin embargo, la tierra, los cielos y el fondo de la mar, de modo que mi conocimiento es superior al de todos los gurús, al menos en lo que a la realidad del mundo atañe. Podría escribir poemas desvelando los secretos del cosmos si existieran las palabras necesarias. Pero, ¿con qué palabras puedes describir la conciencia que tiene de sí mismo el plenilunio? Hubo un tiempo en que Yajñavalkya me inició en los secretos del verso para que yo pudiera expresar mis experiencias, pero cambió de opinión y pensó para mí un porvenir de libertador, o quizá de redentor. Y como de lo que tenía que liberar o redimir a mi pueblo era del mundo occidental, consideró indispensable que aprendiera el inglés y todo lo que se aprendía en ese mundo que no era el nuestro. Me encaminó al palacio de un maharajá, me dio instrucciones para cambiarme en cierto príncipe que iban a enviar Cambridge: vi, por primera vez, cómo una persona se arrugaba como el tronco de un árbol seco, y tuve la sensación de que le iba quitando la vida con mi mirada. Viví un tiempo como príncipe, un príncipe joven y hermoso, aunque un poco oscuro de tez, en cuya habitación introdujeron una noche a una mujer bellísima de la que recibí enseñanzas que el gurú me había ocultado, por lo que mi corazón se puso contra él: lo había olvidado ya cuando me trajeron a Europa, y, como había querido Yajñavalkya, aprendí el inglés, y muchas cosas más, que él, por cierto, nunca hubiera aprobado; pero sobre todo me transformé, no en un verdadero occidental, sino en un ser mixto que él hubiera repudiado, pero que a mí me mantuvo con una puerta del alma metida en las honduras, no sé si luminosas o lóbregas, de la selva y su dios multiplicado al infinito, y por la otra en los vericuetos inacabables de la razón, con sólo un dios, y éste, discutido. Pero quizá lo más radical del cambio haya sido el disgusto que me causaban mis recuerdos de semidiós rubio y desnudo que se duerme en la selva, y el placer de contemplar, de recorrer, de vivir el paisaje de Cambridge, y aquellos otros que hallaba parecidos: con la corbata puesta y una toga colgándome por la espalda. Al llegar el momento en que tenía que regresar al palacio y, lógicamente, a la choza del gurú para empezar a hacerme cargo de mi destino glorioso, Rama de los nuevos tiempos, abandoné al príncipe y asumí la personalidad y la figura de un compañero anodino, al que en seguida sustituí por otro, y éste por un tercero, hasta engolfarme en el placer peligroso de ser alguien distinto cada día, de estrenar cuerpos y personalidades: un señor que se encuentra en la calle y que cae en gracia, un atleta que se ve correr, ¡yo qué sé!, desde un miembro de la Cámara Alta hasta un estibador del Támesis. Fue un arriesgado juego frenético, el entusiasmo de descubrir que podía jugar con algo que era yo y que podía no serlo, acaso que corría el riesgo de llegar a no ser nada. Una vez, sentí fatiga de mis insensatas, pero ilusionadas, metamorfosis, como creo que se cansará ese que va detrás de las mujeres sin detenerse en ninguna, y un día se da cuenta de que, sentado en Saint James Park, las ve pasar sin experimentar deseo. Debo decirte que, durante ese tiempo, traté a muchas mujeres y ninguna me retuvo. Después, tampoco.

Me decidí a permanecer algún tiempo en el cuerpo de un joven poeta escocés que me pareció atractivo y sin la menor certidumbre de futuro, que era lo que me había aburrido de los otros, ese saber que mañana será lo mismo que hoy, y que si te portas bien como diputado laborista te harán conde. Bien sabes que el Servicio de Inteligencia experimentó siempre cierta debilidad por los escritores, desde Maugham a Graham Green. Me invitaron de la manera más natural del mundo, en el curso de una fiesta, a actuar como espía, una vez, nada más que una vez, una misión concreta que sólo podía llevar a término alguien que no fuera sospechoso, y acepté. Poco después, descubrí que el espionaje era también un juego, compatible con el mío habitual, del que incluso podía aprovecharme; que lo era también la Historia, aquella que me habían enseñado como un drama con escenas de tragedia, y en cuya trama, de pronto, me encontraba. Hice unos cuantos experimentos, y me salieron bien. Claro que tenía en mi mano una escalera de color servida, y que no podía perder. ¿A quién se le había dado alguna vez la facultad de poder convertirse en su propio perseguidor? A las tres o cuatro operaciones difíciles que conduje a mi manera con resultados que no esperaba nadie, con resultados realmente incalculables, empezó a correrse, entre los colegas de ambos bandos, la voz de mi existencia: un agente desconocido, difícilmente identificable, autor de esto y de lo otro, si asombroso lo otro, más asombroso aún lo uno. Se enviaron contra mí jaurías de especialistas y yo, en vez de defenderme matando, enviaba a cada uno a lugares increíbles, una ladera del Himalaya o un lago azul en la China Central, cuando no los dejaba enredados en situaciones imposibles, tan inaceptables por la Física como por la Lógica; al pobre Ian Valdorf, de quien seguramente sabes algo, ese pelirrojo simpático que traicionó a Rusia con los alemanes y a Inglaterra con los rusos, lo tuve durante un año largo encerrado en un juego de palabras, y cuando lo dejé en libertad, le fue imposible explicar dónde había estado y, sobre todo, cómo: No hay prisión menos explicable que la de las palabras.

Irina, entonces, sin moverse, sin dar apenas importancia a lo que iba diciendo, me preguntó:

– ¿Tú crees haberte librado de ellas?

Tardé en responderle. Estaba claro, incluso para mí, que aquel discurso con el que había pretendido explicarme, si en sí mismo no carecía de coherencia y estaba formado de materiales conocidos, como tal discurso quedaba tan alejado de lo real como de lo aceptable, no sólo para Irina, sino también para mí, que no había hecho más que ordenar mis recuerdos. Me lo había repetido otras veces, en ciertas soledades, con los mismos detalles o con otros, y lo había contemplado como una película en la que quisiera descubrir con imágenes fantásticas la realidad de los abismos mentales. Sin embargo, yo no disponía de otro discurso ni de otros recuerdos, aunque algunos de ellos me fuese dado ampliarlos, como las sensaciones experimentadas cuando se es vilano que el aire empuja, o ave roc que suba a las alturas donde la luz es fría.

La voz de Irina, siempre tan bien timbrada, adquirió de repente cierta sequedad profesional:

– Si hubieras sufrido un shock y perdido la memoria, alguien podría haberte imbuido de esos recuerdos y de esas fantasías, a fin de cuentas, de esa personalidad. Pero también pudieras ser un robot, como esa Gradner que va a venir a matarte: un robot a quien hubieran informado de que alguna vez había sido ave, y otras rayo de sol. En cualquiera de los casos, serías explicable. Pero es evidente que estás en el cuerpo de Yuri y que no eres Yuri, y al aceptar esa evidencia inaceptable, me siento inclinada a dar por bueno lo demás, algo más verosímil, o por lo menos más bello. Renuncié a matarte con la esperanza de saber quién eres. ¿Podrás decírmelo algún día?

– Probablemente, no -le respondí.

– Si te matase, no sabría a quién mataba.

– Al coronel Etvuchenko, no hay duda.

– De eso ya habíamos hablado.

– Pero no te expliqué que, si me matabas, matarías también a Yuri. Si no le devuelvo lo que le robé, será como una luz mortecina e inmóvil, una luz que agoniza.

Irina se irguió, alargó la mano, bebió un trago largo. Después quedó pensativa, o así me lo pareció, porque la luz no era mucha, como creo haber dicho ya. Por fin susurró:

– ¿Y mañana?

– Para que me reconozcas, tendremos que convenir en una contraseña.

– ¡También una palabra…!

– En el mismo café del Faubourg Saint-Honoré, a la misma hora que hoy, bajo las lágrimas de luz de la misma negrita. Yo te diré simplemente: «Buenas tardes, Irina.» Pero te lo diré en ruso, y, después, sonreiré. Nada de lo que ha sucedido hoy podré olvidarlo, y aunque tus caricias se las hayas hecho a Yuri, también me han llegado a mí, también son mías. Pregúntame por ellas.

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