Литмир - Электронная Библиотека
A
A

CAPÍTULO PRIMERO

1

I rina, de repente, apagó la lámpara y quedamos envueltos en el resplandor suave, casi cómplice, que venía del salón, las velas encendidas de los iconos, de las que también llegaba un remoto olor a miel. No me cuesta trabajo reconocer que me hallaba, más que tranquilo, sosegado, y que el silencio en cuyo centro reposábamos, tenía límites lejanos, ese tráfago amortiguado de la noche tan difícil de reconocer: si un automóvil que corre por el asfalto, si un incendio que fulgura y cruje, o el alarido de una mujer asesinada no se sabe hacia dónde. También, el llanto súbito de un niño, pero eso no se escucha nunca lejos, sino en la casa de al lado, casi pared por medio. Fue lo que distrajo a Irina, el llanto:

– Siempre se despierta a esta hora, pero le dura poco. Su madre sabe callarlo.

E inmediatamente volvió a lo nuestro:

– ¿Una muñeca? ¿Qué quieres decir?

No sé si involuntariamente o con intención de bruja, se había acurrucado junto a mí y había apoyado la cabeza en mi brazo.

– Nos falta aún el pacto de la paz -le respondí.

– Hecho.

– ¿Te devuelvo el puñal, entonces?

Apareció en mi mano un rebrillo alargado y débil. Ella tendió la suya y lo recibió, sin arrebato, sin crispación: su cuerpo no se movió. Sobrevino un silencio, breve, pero de hondura incalculable, que lo hizo casi eterno. Yo, aunque apercibido para estorbar en el aire mi muerte, no sé por qué confiaba en la palabra de Irina. Ella, entonces, arrojó el arma contra la pared, la arrojó diestramente, sin esfuerzo, y allí quedó clavado, cerca del techo. Se apretó un poco más, escondió la cabeza entre mi brazo y mi cuerpo, y le oí decir, con voz menuda:

– Tú ganas.

Aquella confesión tan elegante y valerosa la situaba tan por encima de mi poder, que creí necesario ofrecerle mi reconocimiento, y lo hice del modo al que había descubierto que era sensible Irina. Esto demoró mi cuento durante un rato, silencioso, pero entrecortado por algunas palabras rusas. ¡Es asombrosa la perfección en la entrega de algunas mujeres inteligentes, porque ellas solas saben anular la inteligencia y meterla en la carne en el momento preciso! Aunque quizás en aquella sabiduría erótica de Irina interviniese la intuición musical que le decía el lugar donde poner a los verbos el acento. Yo no me envanecí, porque la amaba con el cuerpo de Etvuchenko, pero, a partir de aquel momento, la admiré bastante más.

– Quiero que me hagas una promesa -me dijo, casi transida aún.

– ¿Antes de saber quién es Eva Gradner?

– Sí. Quiero que me permitas ayudarte contra ella.

– ¿Ayudarme?

– A impedir que te mate.

La acaricié en silencio.

– Correrás el mismo riesgo que yo.

– Con eso cuento.

– ¿Crees que vale la pena?

– No olvides que eres mi presa -y riéndose, señaló el rincón donde había ido a clavarse el puñal-. Tengo ciertos derechos sobre tu vida, entre ellos el de defenderla.

– Antes de cualquier otra palabra, debo decirte que mañana devolveré su cuerpo al coronel Etvuchenko, y que, cuando recobre el que me cobija desde hace algunos meses, a lo mejor no te encuentras tan cómoda junto a él.

Me besó, de repente.

– Te confieso que me gusta Yuri, pero no estoy enamorada. Espero que la sustitución no me defraude.

– Insisto, sin embargo, en prevenirte de que la personalidad en que me encontrarás mañana no es imposible que te desagrade.

– ¿Tu voz será la tuya, por lo menos?

– Sólo será mío lo que la otra voz te diga.

– Espero no ofenderte si te confieso que no sé si me encuentro a punto de verme envuelta en una burla o de pisar las sombras de un misterio.

– Si ambos sobrevivimos, ¿no crees apasionante que lo indaguemos juntos?

– Acabamos de pactar una explicación inmediata. No olvides que mi curiosidad te salvaguarda.

– Hasta donde es posible, hasta donde yo mismo tenga que detenerme, hasta allí llegará mi explicación. Después no sé si lo que realmente empieza es el vacío. Pero eso se refiere sólo a mí. En lo que respecta a Eva Gradner, no hay misterio, sino sólo un secreto de Estado en el que tuve cierta participación, aunque clandestina, pues por aquellos días andaba por los laberintos del Pentágono en la persona del general Gray. (Sentí que el cuerpo de Irina se estremecía.)

Busqué cigarrillos en la mesa de noche, encendí dos. Para fumar, Irina cambió de postura.

– Si quieres, traigo algo de beber.

– ¿Vodka?

– También whisky.

– Tráeme un whisky.

Se echó a reír.

– ¿Envenenado?

Pero terminó la risa con un beso y yo le devolví una bocanada de humo. El hecho de que esté escribiendo estas páginas prueba que había renunciado a matarme. Bebí un trago largo. Ella, entonces, cogió el vaso y bebió también.

– Ahora cuéntame.

Y me miró de esa manera que miran los niños cuando esperan que alguien los meta con la palabra en el meollo mismo de lo increíble.

El relato que siguió fue muchas veces interrumpido: preguntas, interjecciones, exclamaciones de asombro. Yo, sin embargo, voy a reunir, en uno o varios párrafos largos, la sustancia de mi revelación. Comencé por donde ella menos lo esperaba, por una pregunta acerca de James Bond. Irina lo había visto alguna vez, le había parecido un petulante encaramado en una técnica que él no había inventado y en el permiso para matar.

– Tú sabes perfectamente que ese permiso lo tenemos todos.

– ¿Y su capacidad sexual no te sorprendió nunca?

– Es evidente que un garañón le supera, y no digamos un toro semental. Los hombres nunca me han interesado solamente por eso. A James Bond le imagino incapaz de ternura. Cuando conquista a una mujer no se conmueve, tan sólo se envanece.

– También es un muñeco -le dije de repente; y ella se echó a reír: al principio con risa incontrolada, esas carcajadas en tumulto con las que se responde a lo que no se entiende, no por ininteligible, sino acaso por inesperado, acaso por abrupto: carcajadas que emergen de ignoradas honduras. Después se sosegó, y acabó preguntándome, pero ya como quien tiene perdida la esperanza de entender: fue entonces cuando empecé a explicarle el plan americano de producción en serie limitada, aunque con algunos arquetipos diferenciados, de robots que sustituyesen a ciertos agentes secretos, de cuyo rendimiento estaban descontentos; robots éstos de la experiencia, incapaces de traición, carentes de ideas propias, obedientes a las consignas, valerosos, y, de ser indispensable, excepcionalmente aptos para el ejercicio del sexo, si bien el puritanismo bostoniano, excelentemente representado en el Comité, sintiese escrúpulos al poner en circulación aquella especie de fornicadores infatigables que la Naturaleza, o quizás el protón primigenio, no habían previsto, pues aunque en Boston ya nadie cree en Dios, se experimenta lo mismo que antes el horror al pecado, singularmente al de la carne, y cuando no los libera la orgía, cuando las teorías permisivas no los tranquilizan, siguen engendrando en la oscuridad, con conciencia de culpa; James Bond resultó de la gran experiencia, fue el arquetipo y la cúspide, a cuya excepcionalidad se habían agregado particularidades que, en cierto modo, lo completaban, paradigma quizás irrepetible de la futura aristocracia de los Agentes Secretos made in Texas y quién sabe si de los mismos hombres: estaba, como todos los arquetipos, destinado, desde su propia concepción, a protagonista de una epopeya o de una saga, que se hubiera escrito de todos modos, aunque el proyecto no pasase de tal, aunque fuese un James Bond imaginario: pues así comenzó, como pura imaginación confiada a un novelista. No fue, curiosamente, el producto fulgurante de un solitario genial, sino el de largas investigaciones en las que colaboraron sin saberlo (lo ignoran todavía) profesores de varias universidades americanas, verdadera obra maestra creada por un equipo cuyos componentes se desconocían, coordinados por un Supervisor al que, con un poco de buena voluntad, pudieran atribuirse las cualidades de Dios. El secreto lo fue hasta tal punto que, no ya la NATO, sino los mismos gobiernos asociados, ignoran no sólo que Bond haya sido un robot, sino que algunos otros de su calaña, aunque con menos fortuna literaria, andan sueltos por el mundo, abandonados ya a su suerte, como coches usados. El éxito de Bond fue tan espectacular que surgió en seguida el mito, como estaba previsto, y se le consideró modelo irrepetible e instrumento insuperable, pero el perfeccionamiento posterior de las computadoras, imprevisto, obligó a retirarlo del servicio y, en cierto modo, a reciclarlo. Volvió al trabajo, dio de sí lo que se esperaba; sin embargo, pronto se encontraron con que Bond estaba prisionero de su historia y de su reputación, y, sobre todo, con que envejecía, no su piel, sino su mecanismo, y que en cuanto sex symbol del machismo anglosajón, las mujeres empezaban a apetecer otra cosa. No se les ocurrió, por ejemplo, que Bond cantara a veces una canción de amor, ¿y a qué mujer no le gusta escuchar la voz del hombre que ama, escuchar su guitarra? Pero acaso Bond habría sobrevivido como un viejo Don Juan, al que todavía se le encargan misiones delicadas, si no fuese porque una mujer especialmente ávida descubrió que no eyaculaba, y como además de ávida era inteligente, varias experiencias complementarias le permitieron averiguar la verdadera naturaleza de Bond. Lo supo la KGB, y ese conocimiento repercutió naturalmente, en el Pentágono. Se le retiró inmediatamente. Hoy está almacenado como un trasto viejo, algún día pasará a un museo, y esos que te dije que andan por el mundo sueltos no son superiores a él, pero se les puede utilizar aún en menesteres menores, aunque poco a poco se les va abandonando: acaso alguno de ellos se haya cruzado en tu camino y lo hayas desdeñado como enemigo. Alguien sin embargo, pensó que el modelo de Bond, verdadero punto de partida de una operación audaz, podía ser superado; que, habida cuenta de su experiencia, se llegaría a fabricar el muñeco perfecto que fuera, al mismo tiempo, el perfecto agente. Pensaron en proceder a la inversa, no pidiendo la colaboración de sabios que se ignoraban entre sí, sino reuniendo en un sólo comité a especialistas ilustres a los que se propuso un problema parecido a un enigma: «Necesitamos el robot que haga olvidar a Bond. Invéntenlo ustedes.» Inventarlo quería decir que preparasen un proyecto, que lo imaginasen sobre el papel, al margen de las cuestiones prácticas, el costo y la misma posibilidad de que el proyecto fuese realizable. ¡Con qué elocuencia les encorajiné, les metí en aquella vereda que parecía ciega! Tardaron, si se compara el tiempo empleado con el que consumió la invención de los ejemplares aún en servicio. Se llegó a desesperar. En el corro de los especialistas figuraban, amén de varios ingenieros, un profesor de literatura, un fisiólogo, un psicólogo, un profesor de ética. El robot deseado tenía que realizar todas las funciones humanas incluidas las fisiológicas, y cuando alguien sugirió que fuera él de mujer el sexo elegido, ya que una mujer insensible al amor siempre es mejor agente, se le programó incluso la menstruación y ciertas cefalalgias concomitantes, sensibles a la aspirina. Su mente quedó constituida después de muchas discusiones entre el literato y los psicólogos, pero, ¿cómo dudar de que el conductismo resolvía cualquier problema? Aquel robot sabía responder adecuadamente a cualquier estímulo; sus actos, incluidos los mínimos, expresarían su mente. Aquellos sabios, sin saberlo, al crear la fuerza del robot, crearon su debilidad, porque no sabe mentir, porque siente ante la mentira el mismo horror que sus inventores puritanos. Sin darse cuenta, más que el perfecto Agente Secreto, intentaron crear la americana perfecta. Le inculcaron el sistema de valores de la sociedad a la que iba a servir, desde la caza de brujas hasta los siete tragos. Podía aprender diez idiomas y hablarlos, y almacenar en su memoria lo necesario para moverse en un mundo de máquinas y de personas; en algún lugar de su cerebro, quizás en ése en que los filósofos antiguos decían que se asentaba el alma, le instalaron una célula capaz de emitir mensajes que inmediatamente reciben los cien agentes similares que obedecen a Eva. Pero quizá lo más original haya sido la construcción de su personalidad, para lo cual se le inventó una infancia, aunque bastante tópica, en la que no faltaron el complejo de Electra y los conflictos habituales, desde el trauma del nacimiento hasta el disgusto que causa una sociedad injusta, si bien la moral desde la que juzgaba era la norteamericana, y la sociedad juzgada, la rusa: de lo cual se deduce que su conducta se mueve entre el apostolado redentor y la acción heroica, según convenga. Eva Gradner resultó una mujer de veinticinco años, graduada de master en Harvard, un master en Ciencias Políticas, por supuesto, así como la iniciación de un Ph. D. que se interrumpió al ser reclamada por el Servicio. Se la empleó en un principio en tareas de propaganda… Ella sola, durante una gira de dos meses, puso en pie a las clases dominantes del Caribe, a las que convenció finalmente de que el catolicismo tradicional favorecía al pueblo y de que convenía abandonarlo e inscribirse en cualquiera de las religiones exportables para países tercermundistas de que siempre se dispone, por lo que fue felicitada y creo que condecorada, pues, fuera de unos cuantos dirigentes, nadie conoce su verdadera identidad. Eva Gradner es una excelente oradora de mitin, reduce a fórmulas fácilmente inteligibles, que se pueden repetir hasta el infinito, los ideales políticos y económicos de su pueblo, y, en este momento, dirige una escuela de formación de agentes humanos, asombrados todos ellos de la ciencia y de la astucia que muestra poseer una maestra tan linda.

11
{"b":"87618","o":1}