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CAPÍTULO III

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M e fue imposible convencer a la señorita Gradner de la conveniencia, para el futuro de la OTAN, de que fuéramos juntos a cierto lugar de París, una clínica especial y recatada, aun ofreciéndole garantías de que su pistola no se apartase un solo instante de mis riñones. No me quedó, pues, otro recurso que acudir a los servicios de X9, quien, por su parte, podía seguir mis instrucciones sin dificultad: conseguí comunicárselas mediante los trucos verbales indispensables para que el sistema aprehensivo y comprensivo de Eva Gradner no entrase en funciones, aunque todas las palabras usadas fuesen inteligibles y de aparente inocencia para alguien no previamente impuesto en las formas más tiradas del idioma.

– No quiere usted que se entere la de las tetas, ¿verdad? -me dijo X9 con su acento barriobajero, y le respondí que justamente intentaba evitarlo.

– Confío -añadí-, en que te las arreglarás de algún modo para resolver cualquier dificultad.

– No pase cuidado, capitán.

X9 había navegado como contramaestre con De Blacas, y en ocasión de una galerna había salvado el barco: De Blacas confiaba en él aun en ocasiones y situaciones bastante diferentes de la mar alborotada; pero lo que X9 no podía sospechar era que aquel gurruño humano cuyo rescate y traslado le había encomendado, era lo que quedaba del verdadero De Blacas, por quien él hubiera dado la vida. Le encargué que fuera provisto de una orden militar para sacar de la clínica donde lo tenía encerrado al inteligente, al eficaz marino cuyo nombre y figura, cuyo puesto y responsabilidad estaba yo usurpando desde hacía ya algún tiempo, aunque no demasiado.

– ¿Me permite telefonear a mi hija, señorita Gradner?

– ¿A su hija? ¿Tiene usted una hija?

– Oh, sí, claro, me sucede lo que a tanta gente, que tengo una hija, si bien una sola, ya ve usted, los franceses somos poco ambiciosos a ese respecto.

– ¿Y una esposa? ¿También tiene una esposa? ¿Se atrevió usted a cortejarme estando casado?

– Tuve una esposa, pero se divorció. Tranquilice su conciencia, Miss Gradner. Mi esposa no podía soportar mis ausencias profesionales, o, dicho de otra manera, era tan sensible a la soledad conyugal que procuraba remediarla en la medida de lo posible, aunque generalmente con lo que hallaba a mano, lo cual acabó por confinarla en una vulgaridad tal que la hace irrecuperable.

Lo único que había entendido era lo de «divorciado», estoy seguro. Pero no lo acusó, acaso porque el resto de mi respuesta lo hubiera recibido como material sobrante.

– ¿Para qué quiere hablar a su hija?

– Para que me traiga alguna ropa. No olvide que soy un prisionero.

– ¿Sólo eso?

– Es posible que también necesite pasta de los dientes.

– Si no le importa, seré yo quien se lo pida a su hija.

– Apunte, entonces, el teléfono.

Le dicté el de la hija de De Blacas, y escuché cómo explicaba a la muchacha, probablemente asombrada y, desde luego, asustada, quién era, y por qué le hablaba ella y no su padre, y que se diera prisa en traer al cuartel general tales y cuales prendas de vestir y tales complementos sanitarios, en fin cuanto yo había pedido. Se conoce que mi hija le preguntó si estaba segura, ella, Miss Gradner, de que hablaba en nombre del verdadero capitán de navío jefe del Servicio Secreto de la OTAN, porque Miss Gradner le respondió que sí que era yo y que estaba a su lado, pero que por razones de larga explicación no podía telefonearle. Calculé que X9 llegaría aproximadamente al mismo tiempo que mi hija, al Cuartel General, con diferencia acaso de minutos, y, para que mi estratagema resultase, era indispensable que X9 me trajese el gurruño de mi suplantado al menos cinco minutos antes. Miss Gradner no impidió que diese a la portería determinadas instrucciones, cuyo texto, no obstante, apuntó en un cuadernito, y, mientras pasaba el tiempo de la espera, llevé la conversación a aquel día, casi remoto, en que le había hablado al oído. No lo hiciera con mi actual personalidad, sino precisamente con la del doctor Schawartz, uno de los que la habían proyectado y en cierto modo engendrado, aunque también poseído de una manera que apenas si, en un momento de exaltación científica, se había apartado un pelín de lo usual.

– ¿Y cómo me reconoció usted, Miss Gradner? ¡Tiene una memoria prodigiosa! Porque sólo me vio unos instantes, y mi cara no es de las que jamás se olvidan, ¿verdad?

– ¡Yo no reconozco a nadie por la cara! -me respondió, y pareció sumirse en sus anotaciones misteriosas, al tiempo que yo procuraba refrenar el inesperado escalofrío que me sacudió la espalda, y no por razones de disimulo, sino de tranquilidad personal. Contemplé con inquietud los ojos claros de Miss Gradner, y me pregunté si le servían de algo más que de complemento luminoso de sus restantes atractivos. ¿Cuál sería el mecanismo o el sistema mediante el cual aquel monstruo me identificaba sin recordar mi cara, precisamente lo más visible de cuanto había cambiado en mí desde entonces? Empecé a pensar que mi información sobre las cualidades de Miss Gradner y su modo de funcionar (¿su organismo? ¿quién sabe?) acusaba algunas deficiencias, y a mí de descuidado, al menos una vez en mi vida. Esa ignorancia me situaba de momento, en cierto modo, por debajo de mi enemiga, y no era imposible que esa diferencia pudiera prolongarse peligrosamente. No la consideraba capaz de averiguar que yo fuese el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla: para eso carecía de la indispensable comprensión de lo irracional. Pero, ¿y aquella seguridad con que había identificado a las diez personalidades usadas por mí en otras tantas operaciones famosas? Iba a atreverme a interrumpirla de la manera más inocente posible, cuando una lucecita verde me advirtió que X9 había llegado. Le pregunté a Miss Gradner si estaba autorizado para ir solo al servicio. Me respondió que sí, pero no percibió la ironía. Salí al pasillo y entré en la alcoba: encima de la cama yacía un objeto informe, cubierto de una manta. Le dije a X9: «Espera a la entrada a que llegue mi hija, que me trae unas ropas, y acompáñala hasta aquí.» Cuando salió X9, me acerqué a los restos de mi hasta entonces homónimo, le cogí de las manos y le miré a los ojos. Era muy poco el tiempo pasado desde que había devuelto a Etvuchenko la vida por el mismo procedimiento, para no sentir emoción, y, en efecto, me conmoví al ver cómo el verdadero De Blacas renacía como una flor en cuyo vaso se hubiera echado una pastilla de aspirina, al tiempo que yo recuperaba la forma y el aspecto del agente Max Maxwell, décimo de la lista de Miss Gradner, cuya personalidad yo había usado durante bastante tiempo, y al que, en la citada lista, se atribuía, con toda justicia, la paternidad de un rapto seguido de canje, que había conmovido, por su dificultad y su audacia, no sólo a los Estados Mayores, sino a la profesión en su conjunto, sin distinción de bandos." Se hablaba con respeto del autor de aquella operación, como pudiera hablarse de un premio Nóbel de ingeniería genética, habida cuenta, sin embargo, de que, para todo el mundo, el autor del rapto y canje había sido el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla (es decir, yo), y no el agente Maxwell, de cuyo cuerpo me había valido como instrumento de precisión, lo cual ignoraba todo el mundo, menos Miss Gradner, aunque ésta sólo lo supiese a medias, que era quizá su modo natural de saberlo todo. Yo había escondido los restos de aquel gallardo cuerpo en un granero de Cerdeña, de donde no parecía fácil que nadie lo fuera a rescatar, cosa por otra parte inútil. Por cierto que De Blacas se había sorprendido al verme, momento antes de ser desposeído de su forma y casi de su vida, y ahora, al revivir, lo primero que apareció en su rostro fue aquella sorpresa como si nada hubiera transcurrido.

– Mi coronel -le dije-, deje cualquier pregunta para más tarde y reciba a su hija, que espera fuera y le trae ropa.

– ¿Ropa? ¿Por qué necesito ropa?

No se había percatado aún de que envolvía su cuerpo en uno de esos horribles camisones en serie con que en las clínicas visten a los pacientes. Abrí la puerta de la alcoba, la señorita De Blacas estaba fuera, ansiosa, con una maleta en la mano.

– Ya puede entrar, señorita.

Algo alejado de ella, X9 me miraba con sorpresa y desconfianza.

– ¿Quién es usted y qué hace aquí? -me preguntó.

Le respondí:

– Seven.

Entonces, hizo un gesto de incomprensión, pero apartó el cuerpo y me dejó pasar. Entré en el despacho. Miss Gradner no mostró, al verme, sorpresa alguna, lo que reforzó mi sospecha de que no me veía. Le dije:

– Estoy a su disposición -y tampoco le extrañó la voz.

– ¿Va a tardar mucho su hija?

– Está ahí.

– ¿Por qué no entra?

– A lo mejor espera su permiso.

Pero el capitán de navío De Blacas, y Simone, aparecían ya en la puerta, con todas las señales en el rostro y en la actitud de no saber en qué mundo habían caído. Miss Gradner preguntó:

– ¿Quién es ese caballero?

Pero Gastón De Blacas le retrucó con esta otra pregunta:

– ¿Qué hace usted en mi despacho? Y el agente Maxwell, ¿qué hace aquí? Requiero la respuesta inmediata a estas preguntas o les mando detener.

Y la situación amenazaba con desarrollarse confusamente, a juzgar por el planteamiento, el cual, por otra parte, no dejaba de ser lógico, y confieso que me hubiera divertido presenciarla en sus diversas etapas, así en las necesarias como en las incidentales o imprevistas, y quizá mejor en estas últimas, pero yo no la había provocado por mero afán de diversión, sino por las razones estrictamente personales que en aquel mismo momento, me aconsejaron escurrirme por la puerta que daba al pasillo, vigilada por un soldado con órdenes estrictas de disparar sobre el Jefe del Servicio Secreto Monsieur De Blacas, pero no sobre el indefinido agente Maxwell. Pude salir, pero me persiguieron las voces de Miss Gradner:

– ¡Detengan a De Blacas! -gritaba, y mientras el soldado buscaba a De Blacas con la punta de su metralleta, el verdadero De Blacas se preguntaba, seguramente, por el intríngulis de aquello.

Pude escabullirme por uno de los ascensores, ganar la terraza, saltar al jardín, esconderme tras un seto, esperar a que el griterío se apaciguase y, entonces, antes de recobrar el «Volkswagen» que el capitán de navío De Blacas había utilizado para sus desplazamientos, curioseé a través de la ventana del que había sido mi despacho, y por los gestos y ademanes de la gente que había acudido, y, sobre todo, por el manoteo elocuente de Simone De Blacas, comprendí que intentaban convencer, a aquella energúmena llegada por el aire con plenos poderes, de que, el que ella buscaba fuera, era el señor que estaba dentro, y de que probablemente no había motivos para buscarlo. Aquel gesto o actitud del monstruo me permitió entender que, efectivamente, la persona que ella perseguía no era aquel impecable caballero, cuya dignidad castrense no se había alterado, un solo instante, aunque sí alguien que llevaba su nombre, o quizá sólo el nombre. Arranqué y encaminé el coche por la bocacalle más cercana, sin otro propósito que el de alejarme, si bien no demasiado de prisa, pues, aunque salieran motoristas ululantes en mi persecución, cosa por otra parte improbable, carecían de señales para identificarme. Sólo después de unos minutos de mero alejamiento, detuve el coche junto a una cabina telefónica y llamé a mi casa. Irina acudió tan rápidamente que colegí que se hallaba al mismo lado del teléfono. Habló con voz agitada, preocupada. La tranquilicé.

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