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INTRODUCCIÓN

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T odos los que han leído mis falsas Memorias póstumas -funcionarios, si acaso, de algún Servicio Secreto; a otros no pudieron llegar-, recordarán aquella serie encadenada de metáforas, por llamar de algún modo medianamente inteligible a lo que sucedió, al final de las cuales el Capitán de Navío De Blacas, en cuyas manos había puesto la NATO lo más delicado de su Servicio de Inteligencia, fue desplazado de su puesto y sustituido en él por el Capitán de Navío De Blacas sin que ninguno de los caballeros con los que tenía diaria relación de inquietud y de trabajo se percatase del fraude, o tal vez de la burla. Necesito aclarar que el responsable de las dificultades surgidas, de las situaciones obscenas, de los obstáculos finalmente solventados fui yo, a causa de mi empeño en introducir algunas novedades en mi procedimiento usual de sustitución. Entre el guiñapo y el gurruño me incliné transitoriamente por el primero, con lo que intento dar a entender que, por lo general, la persona sustituida quedaba hecha un gurruño, y yo aspiré a que De Blacas, que bien se lo merecía, se inmovilizase en el estadio de guiñapo, menos desagradable a la vista, menos conmovedor para mi corazón. Yo me encontraba entonces instalado en la personalidad del sargento Maxwell, de espíritu poco delicado, y, aun así, acabé por decidirme. Como el Capitán de Navío sustituyente era yo, al Capitán de Navío sustituido no le quedó otro remedio que acomodarse, involuntaria, inconscientemente, a los hechos, que, por otra parte, nadie podía evitar, ni él mismo comprender. Su posterior condición aparente fue la de loco en coma profundo con efímeros resplandores oligofrénicos de carácter oscilante o de vaivén -ignoro cómo llamarán los psiquiatras a enfermedad tan atípica- que habían durado seguramente todo el tiempo que tardé en devolverle a su personalidad y a su legítima función, lo cual, por otra parte, no creo que le hubiera convenido antes del tiempo en que lo hice, o en que los hechos encadenados me aconsejaron que lo hiciera: habría tenido que afrontar la imputación de propugnar, defender e imponer al Occidente, en cuya defensa con el peso de su talento participaba, el Sistema Estratégico y Táctico elaborado por el Estado Mayor del Pacto de Varsovia con la colaboración de la KGB. Es evidente (para mí) que en la operación no le había cabido parte alguna, puesto que era yo quien la había conducido y realizado, pero lo es también que todas las apariencias, de las que yo era creador, le acusarían en el caso de darse una voz de alarma que por fin no se dio, porque era a mí a quien correspondía darla, y ante la hipótesis de la resignación y el pavor de un De Blacas restituido a su condición de caballero donde los haya, no lo consideré indispensable. Antes, durante aquel poco tiempo en que el verdadero De Blacas se debatió ante y contra las habilidades, digamos sorprendentes por decirlo de alguna manera, del impostor, quiero decir de mí, yo había requerido, en la intimidad y con las precauciones necesarias, el testimonio de algunas personas de antiguo relacionadas con él, como su hija y su amante, y lo cierto es que su hija, en un principio, se puso de la parte de su padre, a quien creía tal y no se equivocaba, a pesar del aspecto lamentable y de la honda memez en que se había sumido; pero, después de oír a la amante y las razones por las que ésta aceptaba que el verdadero De Blacas fuera yo, la misma hija se mostró vacilante, y llegó a admitir que los medios de identificación de que dispone una amante son superiores a los de una hija y mucho más de fiar, si bien, al conocer a fondo la verdadera situación mental en que su padre quedaba, y del peligro que hubiera corrido caso de ser acusado como responsable máximo y único en el asunto del Sistema Estratégico, declaró que su padre era yo, pero que, por razones de humanidad elemental, se iba con el otro, de cuyo cuidado permanente urgía hacerse cargo. Fue un momento curioso y, en cierto modo difícil: la amante de De Blacas rió un poco y se refirió a cierto juicio de Salomón que autores posteriores habían utilizado, si bien con algunas variantes locales, y, sin transición, mencionó veladamente la cantidad de dinero que necesitaba con alguna urgencia para adquirir una finca en las afueras de Bruselas, una verdadera ganga, que no precisamente por serlo, aunque acaso sí, le resolvía varios aspectos de su situación futura. En mi respuesta, no aludí al juicio de Salomón, ni mencioné para nada el dinero ni las facilidades o dificultades que la amante del verdadero De Blacas tuviera para agenciárselo: me limité a dejar encima de la mesa las fotocopias de unos documentos que probaban la complicidad de la amante de De Blacas en el asunto del mismo, y con una participación tan activa que se le podría acusar al mismo tiempo de inductora, de colaboradora y de beneficiaria. La buena chica pareció tener miedo, pero, en su ingenuidad, se atrevió a preguntarme qué sucedería si ella misma me denunciaba.

– Denunciarme, ¿a mí? ¿Es que sabe acaso quién soy yo?

– El Capitán de Navío De Blacas -respondió, vacilante.

Yo reí, entonces:

– Sí, en efecto. Denúncieme, y será como denunciarse a sí misma. A mí no me sucederá nada, y, a usted, la fusilarán.

Vio claramente la muchacha (era bonita, aunque algo insípida): inclinó la cabeza y murmuró:

– Usted gana.

– ¡Oh, y usted también, por supuesto! Esa cantidad, que no le daré jamás en virtud de una amenaza, tengo mucho gusto en ofrecérsela en concepto de gasto de viaje.

– ¿Adonde?

– Al olvido.

Estas relaciones con terceros, este riesgo en que puse a la operación en su conjunto, sirvió para refrenar mi ternura, remitirme a los viejos procedimientos y elegir, contra mi sentimiento más íntimo y para las ocasiones futuras, el gurruño en lugar del guiñapo. No me fue difícil, sino más bien un juego, apartar al verdadero De Blacas de toda responsabilidad en el asunto, ya que en realidad no la tenía, y lanzar la sospecha de que quien había intervenido como agente quizá de la KGB, o acaso del mismísimo Pacto de Varsovia, fuera un tal M. Parquin que con frecuencia se hacía llamar Mlle. Parquin, o una tal Mlle. Parquin que a veces se presentaba como M. Parquin. Esta ambigüedad del personaje mantuvo, algunas horas, a las cabezas pensantes más ilustres de la NATO en la más angustiosa e incómoda perplejidad, de la que les redimí con la propuesta de que se enviase contra el señor o la señorita Parquin, al mismo tiempo y sin que ninguno de ellos tuviese noticia del otro, al agente C29, que era un hombre, y al B37, que era una mujer, uno y otra con particularidades tales que, tanto en el caso de que Parquin fuese señor, como en el de que fuese señorita, resultaban, no ya indispensables, sino insustituibles. Por lo demás, nadie, salvo yo, conocía la verdadera identidad del o de la perseguida, el lugar en que se hallaba y la responsabilidad que le había cabido en el asunto (la de mero correo, pues él o ella, a veces disfrazada de él y a veces disfrazado de ella, había traído, desde un lugar desconocido hasta París aquel abrumador conjunto de folios que constituían el Plan Estratégico). En tanto que los sabuesos levantaban la caza, aconsejé que los diversos departamentos de la Institución se pusieran inmediatamente a trabajar, con el fin de sorprender al Pacto de Varsovia y a la KGB con un Plan Estratégico paralelo al de los Países de influencia soviética y de la URSS comprendida, realizado conforme a la doctrina de la NATO, y yo no sé si a causa de la superioridad de nuestro instrumental en su conjunto, o sólo a la de nuestras computadoras, el Plan resultó tan perfecto que sus mismos autores se asombraron de su perfección, se asustaron ante la idea de que Rusia pudiera llegar a conocerlo, y después de sucesivos cabildeos, de consultas a los gobiernos interesados y de repetidos sondeos y comprobaciones, acordaron la necesidad de su desaparición, a ser posible con intervención del fuego, cuyas cenizas pueden ser fácilmente aniquiladas; a lo que se procedió con el heroísmo de quien destruye una obra maestra e irrepetible sólo porque su lectura puede ser perjudicial para los niños. Pero, durante el tiempo de los dimes y diretes, yo me había procurado una copia clandestina, y cuando los montones de folios, los grandes mapas y toda la documentación adjunta ardía con luminarias de esperanza en la gran chimenea del castillo de Leu, donde nos habíamos reunido, el Embajador de Rusia en París hallaba encima de su mesa la nota en que se le daba cuenta del Plan y de las condiciones en que le sería entregado un ejemplar, el único, para su envío al Kremlin: salvo si el Kremlin disponía de otros medios, quizá melodramáticos, pero no más efectivos, de apropiárselo. Es curioso: aquella misma tarde, casi en el momento en que abandonábamos el castillo y justo cuando el señor Embajador leía, estremecido, el mensaje, se recibió la noticia de que el agente C29 había asesinado al B37 y se había suicidado después o viceversa, o que, por lo menos, se habían entrematado. De M. o Mlle. Parquin no decía nada la noticia. En cuanto a mí, me desinteresé del asunto, porque algo más próximo y entretenido mantenía mi atención puesta en la conducta del General en jefe, quien, aquella misma noche, encontró debajo de la almohada las pruebas de que era él quien había hecho las copias y de que era él quien las había puesto en circulación. Sentía curiosidad por asistir, lo más de cerca posible, al proceso que le conduciría a la dimisión o al suicidio. Dimitió. Y tan rápidamente lo hizo, tan sin trámites dramáticos, aunque sí secretos, que me hallé con más tiempo libre del que esperaba antes de dedicarme por entero a la recepción de Eva Gradner, o quizá Grudner, cuyos primeros síntomas de actuación esperaba de un día para otro. Por eso me fue posible entregarme holgadamente y sin premuras de tiempo, a lo del Plan Estratégico.

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Una mañana me llamó a su despacho el general segundo jefe: llamada que esperaba al menos desde el día anterior. Me recibió y saludó con su habitual simpatía, con su campechanía de agricultor del Medio Oeste, de donde procedía y, aproximando su boca a mi oído derecho, me susurró algo así como esto: «Sígame sin decir palabra, sin la menor pregunta», y echó a andar hacia la puerta de la terraza, adonde le seguí. Pareció vacilar un instante; después dijo: «No pueden haber instalado micrófonos en todas las baldosas», y me encaminó hacia la escalinata que conducía al jardín. Al seguirle, mi cara mostraba la más absoluta indiferencia compatible con la más rigurosa disciplina, pero, en mi interior, me divertía con las congojas del señor general segundo jefe, quien, de pronto se sacó la pipa de la boca, se volvió a mí, y me preguntó:

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