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– ¿Cree usted que también pueden haber instalado un micrófono en el interior de mi pipa?

– Mi general -le respondí-, según mis informes, la técnica soviética ha obtenido resultados asombrosos en la escala de los macro, aunque no en la de los micro, y no he recibido informes de que ninguna marca japonesa trabaje para los soviets, al menos hasta ahora.

– ¿Cree entonces que puedo seguir fumando mientras hablo con usted?

– Sí, pero le ruego que procure echar el humo hacia el lugar adonde se dirige el viento, bien entendido que yo estaré hacia el lado opuesto.

Debiera haber usado, en este caso, la terminología idónea, pero comprendí a tiempo que un agricultor del Middle West ignora por lo común lo que quieren decir barlovento y sotavento. Estábamos en una plazoleta bastante amplia. Miró a su alrededor.

– Yo creo que podemos hablar sin miedo alguno.

– Lo mismo creo, señor.

– Pues bien, me bastarán dos palabras para enterarle de que el Plan Estratégico para la Defensa de los Países del Este nos ha sido robado.

– Yo mismo vi cómo ardía, señor. Unos folios tras otros, hasta el final.

– Había un duplicado.

– ¿Clandestino?

– Por supuesto, y eso nos confina, al menos por un período de diez años, en la más irreparable situación de inferioridad ante las fuerzas del Pacto de Varsovia, salvo si ciertos experimentos con el Rayo Láser resultan. A usted no se le oculta que el Plan elaborado por los rusos, referido a Occidente, revelaba que, al menos en un punto, somos vulnerables, pero también sabe que, según nuestro estudio, los Países del Este serán absolutamente invulnerables… en el caso de que logren hacerse con el texto de nuestro Plan y lo pongan en práctica. Pues bien: ese texto existe y está en venta.

Yo simulé una meditación y fingí un discreto asombro.

– ¿Se sospecha de alguien? -pregunté.

– De todos y de nadie, como es lógico; de nosotros como de los demás. Y le aseguro que al sospechar de mí mismo me armo un lío mental bastante grande, porque estoy convencido de que yo no tuve arte ni parte en el asunto, pero, por razones de método, no puedo dejar de contarme entre los sospechosos.

– ¿Qué piensa de mí, señor?

– Lo mismo que de mí, más o menos. No veo razón alguna para excluirle de la sospecha general. Sonreí.

– ¡Cómo me tranquilizan esas palabras, señor! Que nadie sospechase de mí, que yo fuera el único libre de sospechas, sería lo mismo que acusarme.

El general segundo jefe me miró con cierta curiosidad y con cierta arruga de incomprensión encima de los ojos: posiblemente a su pragmático caletre de cultivador de maíces híbridos, mi respuesta resultase algo abstracta. La arruga sólo duró unos instantes.

– Tengo la obligación de decirle, Monsieur De Blacas, que debe usted, sin pérdida de tiempo, poner en funcionamiento la integridad de su sistema, aunque de momento haya de operar en el vacío, pero no puedo menos de confesarle mi convicción de que, a partir de este momento, el enemigo estará mejor informado que nosotros mismos.

– Mi general -le dije con afectada severidad-, eso equivale, más o menos, a considerarme la única persona capaz de suministrar al enemigo esa información.

Se asustó, me miró asustado.

– ¿Es eso lo que se infiere de mis palabras, coronel?

– Sí, mi general, ni más ni menos.

– Le ruego que me excuse. Lo que yo quería decir…

Tranquilicé su escrúpulo creciente con una carcajada.

– Lo sé, mi general. Que tenemos razones para no fiarnos ni de nosotros mismos.

Se le cayó la preocupación del rostro, al mismo tiempo que la pipa de la boca. Al inclinarse para recogerla, pude observar que llevaba descosida la costura de los fondillos del pantalón, de lo cual deduje (o inferí) la miopía de su mujer.

– Eso es lo que quería decir. Pero usted no desconfiará de mí, ¿verdad?

– Me lo impide la ley, señor.

– Y, ¿si la ley no lo impidiera?

– En ese caso, señor, me lo impediría la confianza ilimitada que tengo en usted.

– ¡Ah, De Blacas, De Blacas, qué susto me había dado!

Y, después de abrazarme, me invitó a tomar una cerveza en el bar, pero yo habría preferido una copa de vino.

3

El Consejo de Guerra secreto acordó retrasar la información a los Estados componentes de la NATO hasta que al resultado de las investigaciones pudiera acompañar la mera noticia con el complemento de que se había recuperado la seguridad, o, por lo menos, la conciencia de estar seguros. Yo, previamente, había tomado la precaución de enterar, por medios bastante tortuosos, a los primeros ministros, de manera que aún no había concluido el Consejo, y ya todos los teléfonos repiqueteaban y todos los embajadores anunciaban su llegada inmediata, obedecientes a órdenes urgentes. El Segundo General en Jefe, en funciones de Mando Supremo a causa de la dimisión que el Mando Supremo acababa de presentar, no sólo estaba perplejo, sino que había enmudecido, y ocultaba tras el humo de la pipa su absoluta incomprensión de lo que sucedía, bastante más complejo que los problemas del cultivo de los maíces híbridos en que con toda seguridad había estado pensando durante la sesión. Quizás el General en Jefe no hubiese adelantado en el razonamiento muchas pulgadas más que su inmediato subordinado, pero, al menos, se había atrevido a decirlo, y lo que recurriera en su conversación, casi monólogo, como un leit-motiv, era la pregunta de qué se proponía quien fuese, y de si también habría sido informada la Prensa acerca de la situación y de su alcance, porque, en tal caso, o se verían obligados a aplicar medidas excepcionales a la libertad de expresión, o a hacer frente a un escándalo no sabía si inimaginable o incalculable. Porque lo menos que se preguntarían los periodistas era si los medios de investigación de que disponen los organismos de defensa estaban al servicio de los países implicados o del enemigo, quien, además, se habría beneficiado de ellos sin esfuerzo alguno; sobre todo, sin esfuerzo económico y sin arriesgar la vida de un solo agente. Habría sido muy difícil hacer comprender a los periodistas y a algunos parlamentarios, sobre todo de las extremas derechas, que los gabinetes de estudio, al igual que los jugadores de ajedrez, si quieren ser de verdad eficaces, tienen que mantener en vigilante ejercicio dos cerebros contrapuestos y a veces contradictorios: no en vano ha dicho alguien que la Historia es la obra de un esquizofrénico, y los Estados Mayores, tienen al menos teóricamente, la obligación de comprenderla. ¡Ah, si aquellos portadores del pensamiento y de la voluntad populares llegasen a saber que nuestro sistema de defensa, durante cierto tiempo inevitable, sería el mismo que habían elaborado los Estados Mayores enemigos…! Pero estas sutilezas no las comprenderán jamás ni la Prensa ni los Parlamentarios. Con objeto de evitar una catástrofe mental aproximadamente colectiva, simbólicamente al menos, suspendí mi juego durante algunos días, empleados en dirigir la investigación más exquisita y también más inútil: docenas de especialistas en el contraespionaje, lo más fino del personal a mis órdenes, desfilaron por mi despacho a confesarme su fracaso. Todos dijeron «Nada», menos el que dijo «Lo de siempre». A éste le ordené que volviera al día siguiente, y lo llevé conmigo a dar un paseo en automóvil, en el mío, donde con toda seguridad nadie había instalado micrófonos ni otra clase de delatores.

– ¿Qué quiso decir ayer con «lo de siempre»? -le pregunté.

– Pues eso exactamente, señor: lo de siempre. Nos hallamos ante una operación llevada a cabo por ese agente fantasma que ya tiene en su haber diez o doce jugadas semejantes. La situación, en su conjunto, presenta todos los rasgos que caracterizan su estilo, o, más exactamente, carece de cualquier rasgo que muestre algún carácter, que es lo que revela el modo de actuar de ese misterioso…

Le interrumpí:

– No use esa palabra, se lo ruego. El misterio no existe: sólo el secreto bien guardado.

– Llámelo como quiera. De momento, no aparece ni una sola pista, nadie sabe nada, flotamos ridículamente en el absurdo. Pero estoy persuadido de que antes de una semana, en alguna parte del mundo, se encontrará un indicio después de otro, y otro más: indicios que, ya lo verá usted, no nos conducirán a parte alguna. Lo mismo que en las otras ocasiones.

– Pues esta vez -le dije con firmeza-, la situación exige seguir adelante, pero no en vano. Muchas cosas se han arriesgado en otras ocasiones, pero nunca nuestra existencia como pueblo, que es de lo que se trata ahora. Me miró sorprendido.

– ¿Tan grave es lo que pasa?

Le respondí con un gesto.

A aquellas alturas del enredo, el Embajador de los soviets había recibido ya, a modo de muestras incitantes, las copias de unos fragmentos del Plan, y su lectura había provocado el viaje a París de varias personalidades secretas, de cuya llegada mis agentes me tenían informado: personajes oscuros y poderosos, que bien podían ser tenidos por fascinantes o por siniestros, con despachos en lugares ignotos quizá del Kremlin: aquéllos cuyos nombres los profesionales pronunciaban con terror; de manera que, en aquel momento, los servicios de inteligencia de ambos bandos habían entrado en función, los unos para hacerse, como fuera, con el documento que a los otros les había sido escamoteado; los otros, para hallar un responsable del que lo ignoraban todo, hasta la misma existencia. Porque yo se lo había dicho a algún general preocupado, aunque también pudo ser a algún político frívolo:

– ¿Y no estaremos intentando llenar un vacío imaginario con el nombre de una persona que no existe?

– ¿Qué quiere usted decir? -me preguntó, de manera completamente maquinal, aunque con la mayor seguridad.

– Pues que ese agente perfecto e inhallable, al que atribuimos la paternidad de diez o doce operaciones más o menos geniales, no pase de invención nuestra, de ardid para engañarnos a nosotros mismos.

– Pero los hechos tienen siempre un autor -me replicó.

– Eso creemos, señor; pero acaso convenga aplicar a la situación otra clase de lógica.

– ¿Cuál, monsieur De Blacas?

– ¡Ah, si lo supiera! -le respondí con cierta melancolía.

Lo decía convencido de que, en aquella ocasión, el vacío era yo, y nadie sabía mi nombre. Le invité a pasar el fin de semana en el castillo de Blacas, lo cual no sirvió para nada, pero nos divertimos mucho nadando en el estanque.

4

Lo dejé ciertamente en el aire en el primer volumen de mis Memorias, ese escrito cuya edición completa fue requisada y destruida por orden de un Gobierno que, previamente, la había adquirido entera. ¿Un gran error político o un acto de sabiduría? Según se mire, pero en semejantes casos, el quid no está tanto en el punto de vista como en su elección. La de acordar, nada menos que el pleno del Gabinete, la condición apócrifa de aquellos textos, hubiera sido una solución inteligente, de no ser además la única posible, pero ni aun así quedaban justificadas las consecuencias. Destruyendo la edición de un documento histórico de la calidad de mis Memorias, se crea necesariamente un agujero negro en la imagen que en el futuro pueda hacerse de nuestro tiempo, pero no debemos olvidar que la operación a que todos los políticos de todos los tiempos se han aplicado con ahínco loable es a la destrucción de documentos fidedignos y a la creación de esos vacíos estremecedores, esos abismos, de modo que la Historia se tenga que construir no sólo con la acumulación innecesaria de materiales dudosos sobre temas baladíes (¿Quién podrá dilucidar el pasado fiándose de la Prensa?), sino imaginando lo que pudieran dejar en claro los acontecimientos verdaderamente trascendentales. Y yo soy uno de ellos, aunque no tenga nombre, aunque no sepa quién soy, aunque ni siquiera sepa si soy. ¿Cómo, de otra manera, hubiera podido llevar a cabo eso que no sé si llamar hazañas o ejercicios de ingenio? Del mismo modo que nadie es invencible, al menos teóricamente, tampoco nadie es inimitable, menos aún incontrolable, y, por supuesto, inidentificable. Preveo la necesidad de explicarme a mí mismo, en otra situación, dentro de pocas páginas, y tampoco entonces podré aclarar el misterio. De momento, sin embargo, conviene adelantar algunos datos. Sería inteligente que se me entendiera, para empezar, como un sistema de paradojas en equilibrio inestable del que no me siento autor: carezco de nombre, pero en todas las Cancillerías y en todos los primeros despachos de los Servicios Secretos, empezando por el mío actual, existe una carpeta o una serie de ellas en cuyos marbetes se lee; «Informes sobre el Maestro cuyas huellas se pierden en la niebla.» Reconozco que es un bonito nombre, la pérdida de alguien en la niebla siempre resulta poética; pero me lo apliqué yo mismo cuando, al servicio directo del Intelligence Service, Sir Ronald Colman me invitó a bautizar con alguna palabra clara y suficiente a aquel fantasma de contornos tan inconcretos que casi carecía de ellos: «El maestro de las huellas que se pierden en la niebla.» Estuve dudando entre niebla y arena, escribí el nombre con las dos variantes, pero mi decisión no fue, en realidad, un acto de naturaleza estética, como hubiera debido, sino una cortesía hacia la ciudad en que me hallaba. Quizá también una concesión indetectable al realismo, el repudio de una metáfora fácil, yo, que suelo usarlas de regular complicación. Porque en la niebla me he perdido muchas veces: en la arena, jamás. Aunque nunca se sabe…

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