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Aquí Irina me preguntó si me había enamorado de ella.

– No. Ciertos aspectos, quizá manías, de mi mentalidad, se hubieran opuesto con energía, pero puedo asegurarte que, de los diecisiete especialistas que colaboraron en su invención, dieciséis la llevaron a la cama, y el otro, el profesor de ética, no lo hizo porque es homosexual pasivo. Quizá sea por eso por lo que inculcó a Eva un desprecio total por las personas que se acuestan con ella, aunque convenga hacer aquí la salvedad de que semejantes escrúpulos se los programó después de que sus dieciséis colegas la hubieran llevado a otras tantas playas y hoteles de placer, con el pretexto, bastante plausible, de aumentar su experiencia social. Como resultado de esta intervención del profesor de ética, Eva está persuadida de que el mayor de sus sacrificios por la Humanidad es admitir en su cama a cualquiera que pueda darle informes sobre el sistema de defensa ruso, sobre el estado de las cosechas o sobre el tema, cualquiera que sea, que interese políticamente. Estoy seguro de que, desde hace un par de semanas, el tema que interesa a Eva Gradner es la desaparición del Plan Estratégico, quizá incluso un poco más que la desaparición del profesor Flechter. Puedes imaginar que ha recibido, a estas alturas, muchas proposiciones matrimoniales, una de ellas de un almirante de la flota del Pacífico. Se pensó alguna vez en si convendría permitirle que se casara, quizá para reforzar su realidad o la realidad de su instalación en la sociedad normal, pero alguien advirtió que su esterilidad podría hacerla sospechosa o provocar la intervención de un ginecólogo, lo cual sería siempre catastrófico. La cuestión ésta de su esterilidad no ha podido resolverse, y todo el mundo lo lamenta, porque un parto feliz, aunque un poco largo, colaboraría brillantemente en la verosimilitud de Eva. Además, Eva desaparece durante algunas temporadas. Dicen que va a descansar a cualquier isla del archipiélago de Honolulú, pero la verdad es que la envían a algún lugar del mundo con una misión que sólo un par de personas, a veces una sola, sabe en qué consiste. Su eficacia es incalculable. La vez que se la encargó de suprimir a un jefe de Estado asiático que resultaba algo molesto, llevó la operación a buen término tan limpiamente y con tanta naturalidad, que regresó a casa cargada de souvenirs, como una turista cualquiera, aunque de oro macizo y de esmeraldas gigantes, y se empezaron a recibir cartas y tarjetas postales de admiradores, una de ellas del primer ministro del gobernante asesinado: había tenido relaciones amorosas con los dos, y el superviviente le ofrecía un matrimonio monógamo, previo despido de las concubinas legales.

Irina insultó en francés a Eva Gradner; después dijo algo en ruso, traducción de lo anterior, probablemente, aunque reforzado: condena moral de un ser, después de todo irresponsable. Me quedé un rato silencioso, calibrando en cuál de los dos idiomas resultaba más intolerable el insulto, pero pensé inmediatamente que a Eva no le habían programado cierta clase de sensibilidad ante vocabularios imprevisibles, y que oírse insultar la habría dejado indiferente. Así se lo dije a Irina.

– Pues me siento frustrada, te lo confieso.

E inmediatamente me preguntó por qué razón, o razones, Eva Gradner tenía programada mi persecución a muerte. Yo le respondí riendo:

– Un día de éstos, acaso haya pasado ya, Eva se habrá encontrado con que una orden imperativa se levanta, inesperadamente, del fondo del artilugio oscuro que constituye su conciencia: «Mata al Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.» Un nombre que no ha oído jamás, porque ella no almacena lo que oye sino en la medida en que lo necesita, y si alguien lo ha pronunciado antes en su presencia, le ha resbalado. Pero esta orden va seguida de ciertas instrucciones: la primera, la de informarse de quién soy. Eva habrá leído ya el dossier que contiene todo lo que se sabe de mí en cualquier parte del mundo, e, inmediatamente, su cerebro habrá empezado a funcionar, especializado por algún tiempo en un solo tema: la necesidad de matarme, aunque su deducción implacable la convenza de que mis nombres son muchos, y me mate con otro. Después será como cuando, en el cine, termina una película y empieza otra. Sé que vas a preguntarme quién programó esa orden, pero sospecho que ya has averiguado que fui yo.

Irina se limitó a preguntar por qué, sin énfasis, sin dramatismo.

¡Oh, porque me pareció, de todos los juegos posibles, el más peligroso!

Sentí que su cuerpo se apartaba del mío, aunque no demasiado: por alguna parte, quizás a la altura de los tobillos, se mantenía la relación de un roce mínimo, que estimé suficiente.

– Nosotros tenemos nuestra moral -dijo Irina-. Consiste en supeditarlo todo a la seguridad de la URSS. Yo no soy comunista, pero tengo una patria amenazada: por eso ayudo. ¿Cuáles son tus razones?

– Las del jugador imaginativo.

– No lo entiendo.

– Lo puedo formular con palabras semejantes a las tuyas: supeditarlo todo al juego bien hecho.

– ¿Al triunfo del juego?

– Al jugador de gran clase, el triunfo no le importa, sino los caminos que llevan a él.

– Si no me equivoco, la diferencia entre nosotros consiste en que, a mí, me justifican los fines, y a ti los medios.

Alargué mi mano hasta acariciarla.

– Eres muy inteligente, Irina.

– Dame otro cigarrillo.

Lo encendió, fumó unos instantes con la avidez del que le va la vida en ello.

– ¿Qué te propones al jugar con Eva Gradner?

– Ante todo, que no me mate, lo cual equivale a una difícil plusmarca.

– ¿Y no matarla a ella?

– Reconoce que la palabra matar, aquí, no es la más apropiada.

– Dejarla fuera de combate, quizás.

– Yo diría humillarla, pero no a ella, sino a quienes la inventaron. Me gustaría hacerle cruzar el muro de Berlín, y que los del otro lado descubrieran su condición de robot y llegasen a averiguar su secreto.

Sentí que Irina volvía a acercarse. No me moví.

– ¿Te das cuenta de que, así, corres el riesgo de dejarme sin trabajo? Además, Irina Tchernova, de ser una muñeca, no hubiera firmado con amor un pacto de no agresión como el que hemos firmado. Aunque en mi conciencia hay algo que me acusa, me disculpo pensando que eres Yuri y que estás divirtiéndote conmigo. Sería mi respuesta a la acusación de Iussupov, si llegase a hacérmela delante de un tribunal: «Camarada, las mujeres del Servicio Secreto quedamos al margen de vuestro imperativo de castidad, sin obligación al respecto. Es cierto que me acosté con el coronel Etvuchenko, a quien, por otra parte, ninguna ley le impide hacerlo conmigo. Además, pensamos casarnos al terminar los respectivos compromisos. Las horas que hemos pasado juntos en mi dormitorio, ésta y otras veces, las hemos considerado como anticipo legítimo.»

– ¿Serías capaz de mentir?

– En este caso, sí

– ¿Por qué?

– ¿No te dije que soy curiosa?

– ¿Hasta dónde llega tu curiosidad?

– Hasta más allá de donde termina lo real y empieza lo verdadero. -Y añadió inmediatamente, más para completarse que para corregirse-: Me refiero, como habrás adivinado, a lo increíble.

La respuesta me dejó, de momento, perplejo, pero casi inmediatamente, recordé que Irina, entre sus poemas, contaba algunos de carácter marcadamente metafísico, aunque de una metafísica casi religiosa, inquietante por paradójica: aquéllos, precisamente, por los que sus compatriotas, no sabiendo cómo clasificarlos, la consideraban peligrosamente desviada.

– ¿Te estás refiriendo a Dios?

– No sé el nombre de lo que ahora mismo me atrae como una luz apagada que quisiera encender, o como un abismo inmediato cuya oscuridad me fascina. Lo que acabas de contarme de Miss Gradner, o Gardner, me da lo mismo su nombre, lo entiendo, finalmente: no es más que un sistema de ordenadores perfeccionados, y quizá diminutos, que rigen los movimientos de un mecanismo que copia el cuerpo y la conducta de una mujer americana. Es peligroso, pero inteligible. No me da miedo, porque a su astucia programada puedo oponer la mía, que aprendí en mi pelea diaria con el peligro. Tú, sin embargo, no eres todavía comprensible, y no sé por qué sospecho que jamás lo serás del todo, ya que, por algunas palabras tuyas, he llegado a entender que no sabes bastante de ti mismo como para poder explicarte, y hasta es posible que lo que sabes no lo hayas comprendido. Antes dijiste algo de un límite que juntos podíamos alcanzar, algo así como una pared contra la que tropezaríamos, o un abismo a cuyo borde tendríamos que defendernos. Pues es ahí adonde quiero llegar.

– A ti también, aunque te engañes a ti misma, te gusta el juego, pero confieso que tus naipes son sublimes, y por eso empiezo a admirarte.

2

Tengo que referirme a mi infancia al lado de Yajñavalkya, el santo, en el fondo de la selva: hasta ahí, sólo hasta ahí, alcanzan mis recuerdos. ¿Por qué, más allá del gurú, más allá de los árboles inmensos contra una nube de niebla, pelea vanamente mi memoria? ¿Existe acaso un más allá que me empeño en recobrar? Si me considerase a mí mismo como un robot al modo de Eva Gradner, tendría que reprochar a mis inventores el haber olvidado inculcarme el recuerdo de mi primera infancia, de la que me privaron radicalmente. Carezco, pues, de la experiencia de la piel de mi madre, y no sé cómo mi padre me miraba. ¿Existieron? Razonablemente, tengo que admitirlo. ¿Fui un niño robado, un niño perdido, un niño abandonado? ¿Por qué no me quedaron en la memoria las angustias del robo, del abandono, del extravío o del desamparo? ¿Hambre, miedo, soledad? La más antigua de mis imágenes de infancia es la mano del gurú que se posa en.mi cabeza rubia, en mi cabeza de niño extranjero, y me protege. Me siento cobijado como debajo de un techo caliente y protector, estoy arrodillado ante él, feliz, seguro de mí mismo porque siento el roce de su mano. Y, a partir de ese recuerdo, es la palabra del santo, que me guía y aumenta mi saber. Yajñavalkya me recitaba los poemas antiguos y las leyes eternas, y me enseñaba a defenderme de las fieras y de las serpientes, a conocer las yerbas que curan, las que causan ensueños largos, las que enloquecen y las que matan. Cuando venían otros discípulos a escucharlo, yo me sentaba a su lado, y todo el mundo pensaba que yo le sucedería, heredero de la sabiduría, de la choza y de la inmensa reputación. A veces parecía cansarse, y si había que cantar a los presentes un pedazo de una vieja canción, me decía: «Cántalo tú.» Cuando empezaban las lluvias que quieren inundar el mundo, el gurú me explicaba que todos los años sucedía lo mismo: el cielo se vaciaba sobre la selva días y noches que parecían no acabar nunca; que no tuviera miedo; y se escondía conmigo en una cueva hasta que regresaba el sol: entonces, orábamos juntos al dios de la lluvia y de la luz. En mis paseos por la selva y por las aldeas, la gente me daba de comer y me enseñaba las cosas de la vida que a Yajñavalkya no le habían hecho falta: a causa de mis cabellos rubios me protegían como a un dios prometido al que hay que ayudar a crecer. Lo importante aconteció aquella vez que me quedé mirando a un arbolito que me había gustado, quizá por su tronco esbelto, quizá por el color plateado de sus flores: me quedé mirándolo hasta que dejé de verlo, y entonces me pareció que era yo mismo el árbol, y que aquellas flores tan hermosas salían de mis brazos. Me estuve quieto y feliz, me parecía sentir cómo la savia del árbol subía por mis venas, cómo me sacudía la brisa, hasta que vino el gurú y me llamó por mi nombre (entonces tenía un nombre). «¿Dónde estás que no te veo?» «¡Aquí, a tu lado: mis piernas rozan tu manto!» Pero no eran mis piernas, sino el fuste del árbol en que me había trasmudado. Yajñavalkya descubrió que yo era el arbolito, o quizá viceversa, y entonces me reveló que yo había recibido de los dioses el don divino de la metamorfosis, y que podía cambiarme en lo que quisiera, con sólo mirarlo, a condición de que tuviera vida, pero, según me había enseñado el gurú, las mismas piedras están vivas, con esa vida propia de las piedras, y no digamos los seres transeúntes, como las nubes, los aires y las sombras. Acerca del sol y de la luna, me dijo que no intentase cambiarme con ellos, si no quería morirme de frío o de calor, y que me estaba vedado transformarme en un dios, salvo si el dios se me aparecía y me dejaba mirarlo, pero, entonces, no sería propiamente una transformación, sino la muerte misma por asimilación de mi sustancia a la del dios. No necesito decirte que hasta ahora no he hallado a ninguno.

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