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Me acerqué a la casa donde Irina había vivido: no esperaba hallarla todavía vigilada, ni por los suyos ni por los míos, pues, tras su marcha, unos y otros se habrían apresurado a registrarla y quizás a despojarla. De todas maneras, me tomé un café en un bar de enfrente, cuyo propietario resultó ser también secuaz de Leclerc, si bien, por fortuna, en brigada distinta de la de Paul. Tuve que escuchar el relato breve de sus hazañas, pero le hago el honor de reconocer que en ningún momento dijo «yo», sino «nosotros». Me limité a citar vagamente la entrada en París, aunque hubiera podido relatarle la campaña entera, no gracias a los recuerdos de Paul, sino a mis propios saberes. En resumen, ¿qué más da? La portera de la casa de Irina carecía, lamentablemente, de recuerdos bélicos, y tuve que abordarla derecho y por las buenas. Me referí, arriesgándome, a ciertas visitas llegadas durante las horas anteriores, e hice recaer sobre aquella gente brusca y bastante ineducada, las más siniestras sospechas por el procedimiento de revelar a Madame Jeanne, ése era su nombre, que se trataba, uno de los grupos, de la KGB, y, el otro, de la CÍA. Como Madame Jeanne era furiosamente chauvinista, denostó de ellos equitativamente, pero no por eso se mostró dispuesta a facilitarme la entrada. Entonces, le supliqué:

– Suba al departamento de la señorita Tchernova; si tiene usted alguna dificultad de visión, lleve las gafas consigo. En el ángulo superior derecho de su dormitorio, verá un puñal clavado, y, de paso, se dará cuenta de que las velas de los iconos se han apagado o quizá consumido. Mi única misión es recobrar el puñal y encender las velas. Ya sé que usted puede hacerlo también, pero la señorita Tchernova me suplicó que lo tomase a mi cargo personalmente. Suba, pues, y compruebe, y si miento, écheme del portal.

Madame Jeanne me miró con desconfianza, pero, de repente, dejó de desconfiar.

– Usted no es su novio, ¿verdad?

– No, señora. No soy más que un mandado.

– ¿Sabe dónde está la señorita?

– En Berlín Occidental.

– ¿Y piensa verla pronto?

– Lo espero, al menos, y hasta podría decirle que ella lo necesita.

Echó a andar hacia la escalera:

– Le daré también la correspondencia que ha llegado estos días.

Arrimado a la puerta de entrada, me entretuve en ver pasar modistillas que salían de un taller vecino: pimpantes, pero un poco apresuradas bajo la lluvia. Entraban casi todas en alguno de los tres bares y restaurantes a la vista. Madame Jeanne no tardó en regresar: traía el puñal bien envuelto, y me lo entregó con un par de revistas literarias y unos sobres que contenían anuncios, de esos que vienen dirigidos «Al ocupante del piso tal de tal casa».

– A esas velas les queda poca vida.

La escuché con un escalofrío inesperado y no reprimido: me había alterado el espíritu aquella frase, se me ocurrió entenderla como una premonición de amenaza a Irina. Saqué dinero del bolsillo, dinero suficiente.

– Le ruego que acepte este anticipo, Madame. Cuídese de comprar las velas necesarias en la sacristía de cualquier iglesia ortodoxa, y de tenerlas siempre encendidas. Se lo ruego de todo corazón: que no se apaguen.

Le di las gracias, y ella me respondió con un beso para la señorita. Si alguna vez tuviera que volver a aquella casa, Madame Jeanne me dejaría entrar y estar en ella. Pero, ¿se acordaría de encender las velas todos los días?

Mi avión tardaría en salir. Preferí, sin embargo, marchar al aeropuerto y almorzar allí. Aproveché la soledad del restaurante (quiero decir la mía) para leer los diarios. Cerca de mí, azafatas en grupo reían y bromeaban: descubrí entre ellas a Solange, llamada también Felicia, y no sé si otras veces Suzy. Era una mujer esbelta, de elevada estatura, muy hermosa. Había trabajado para los japoneses contra los rusos, con los rusos contra los americanos, y ahora parecía servir a una vaga Tercera Fuerza, tras la cual no sabe si se esconde la Primera o la Segunda. De haberme presentado como De Blacas, me hubiera reconocido, pero al ex combatiente Paul ningún Agente se dignaría mirarlo. Fue conmigo en el avión. Tuve ocasión de preguntarle su nombre, y me respondió que Mary; le pedí una coca y me trajo un cubalibre (mientras me lo servía, me costó un gran esfuerzo contener a Paul, cuya mano buscaba unas pantorrillas): también me ofreció una estilográfica a precio de aeropuerto. Volábamos por encima del Rin cuando me preguntó:

– Esa cartera que usted lleva, ¿se la vendió un caballero llamado Franz Kristel?

¡Oh, me había traído conmigo la cartera de mano usada durante la operación de los príncipes laosianos, aquella que tuvo a su cargo, aunque conmigo dentro, el agente bisoño Franz Kristel!

– No, señorita. Alguien me la vendió, pero sospecho que fue robada.

– Pues cámbiele las iniciales, porque esas que lleva pueden atraer mil males sobre usted.

Le di las gracias y empecé a temer que esté haciéndome viejo.

Por fortuna, Miss Mary no me acompañaba cuando mi maleta apareció entre otras y empezó a girar, a girar. Dejé que pasara dos o tres veces por delante de mí. A la cuarta, ya quedaba poca gente: la recogí y marché. Aquella maleta había pertenecido a Arnaldo Pope, el investigador, de origen desconocido, que me había prestado bastante de su ser para rescatar del Kremlin al general Gekas, chipriota.

Había decidido alojarme en la pensión de Frau Ulrika Haeckel, nacida Simmel, quien me había conocido como Arnold Virza, un emigrante de Riga de paso para los Estados Unidos, donde le esperaba una cátedra de lenguas eslavas: fueron aquellos días gratificantes en que el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla utilizó el mismo juego de espejos y de metáforas para humillar a los Unos y a los Otros, y, al mismo tiempo, poner a salvo a Marina Stampa, perseguida por Ambos con idéntica furia: por lo que me fue transferido el odio que Unos y Otros le tenían: pues la traición puede llegar a perdonarse, jamás la burla. No era de creer que los gustos culinarios de Paul coincidiesen con los de Arnold, único modo de que Frau Ulrika pudiese sospechar; pero, en cambio, resultaba bastante probable que el paladar de Paul rechazase las salchichas de Frau Ulrika y la presencia insistente de su marido, Klaus, tan ex combatiente profesional como el propio Paul, tan vociferante patriota como él, pero con la ventaja de que tenía quien le hiciese la comida sin dar gran cosa a cambio. Había, sin embargo, que arriesgarse. La época era de las que los touroperators califican de «baja», de manera que hallé habitación. No la de otros tiempos, sino precisamente la que caía encima, en el piso superior. Un poco más de sol cuando lo hubiese, algún que otro tejado: eso saldría ganando. Pagué anticipada una semana, Frau Ulrika sonrió, Klaus ingresó en caja casi todo el dinero, y a Gerda, la criada para todo, no la dejó descontenta mi propina: excesiva, según la mirada de Klaus, y tal vez prematura; pero, ¿cómo hubiera podido sustraerme, si Gerda estaba presente cuando entregué el dinero y su mirada iba insistentemente de mis ojos a los reichmarks? Este anticipo me permitió cogerla aparte y rogarle que cuidase de que a mi habitación no llegase jamás el olor a coles cocidas, y que, si alguna vez entraba por alguna rendija, que la ventilase bien. Después me fui a comer a un restaurante francés, no fuera el diablo que Paul se me recrestase ante las patatas con perejil. Hallé un vino de su gusto, y, mientras lo bebía, me permitió abstraerme y pensar cuándo y por dónde empezaría mi búsqueda de Irina: si antes que nada, o tras haber despojado al profesor Von Bülov de su nombre y de su misma persona. Mi único dato seguro era la dirección de la señora Fletcher, un número bajo de la Grossalmiralprinz Frederikstrasse. Llegué hasta allí, caminando bajo la lluvia menuda que a veces se embarullaba en la niebla emergente del canal, con colores tan hermosos que me obligaba a detenerme y aspirarla hasta lo hondo, si bien Paul lo protestase con todas las toses posibles. La casa donde vivía la señora Fletcher era un edificio de dos plantas y probablemente sótano, de piedra gris y grandes vidrieras pintadas de blanco; databa seguramente del tiempo de Guillermo I, pero sin duda había sido reconstruido después de las últimas destrucciones. Un mero paso delante de la casa, el ala del sombrero caída, las solapas del abrigo alzadas, me permitió descubrir al menos tres vigilantes, sin poder, de momento, averiguar, no quiénes eran, sino a qué bando pertenecía cada cuál. Uno de ellos me pareció inglés. Pero en la parte de Hamburgo hay muchos alemanes de facha anglosajona; el moreno, con aire de italiano, podía lo mismo pertenecer a un bando que a otro; al tercero no le vi la cara porque la escondió a mi paso. ¿Quién o quiénes de ellos aguantarían la lluvia, sorberían la niebla para proteger a Irina, quién o quiénes para vigilarla? No había en los contornos un solo bar, una sola tienda de delikatessen en que guarecerme y desde la que observar. Tampoco parecía fácil interrogar a nadie, porque a nadie se veía, más que a los supuestos espías. Pasé de largo. La lluvia me resbalaba por el impermeable, el sombrero empezaba a calárseme. A mi vehemente deseo de hallar a Irina se unía la impaciencia de Paul por meterse en una tasca y tomarse lo más parecido a un pernod que pudiera hallarse, y mi propia satisfacción de sentirme envuelto en la niebla y tentado de fundirme en ella. No lo hice, por supuesto. ¿Para qué volver a explicarme las razones?

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La primera verdad que me saltó a la conciencia fue la de que mis maravillosas facultades de transformación no me servían de nada, ya que a nadie conocía en cuyo pellejo convenientemente instalado pudiera penetrar en la casa de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse; y este conocimiento me situó, en mi propia estimación, muy por debajo de Irina, que, a aquellas horas, con toda seguridad, habría entrado ya en relación con la señora Fletcher, y hasta me atreví a pensar que, en caso de buen tiempo, le sacaría a pasear el niño. Esto lo digo, no por creer que tal fuese mi obligación, sino por dar una idea de la escasa capacidad de maniobra de un Agente extraordinario cuando sus dotes excepcionales son de utilización imposible: pues si bien es cierto que podía mudarme en viento, las ventanas estaban cerradas, y si en la lluvia, ¿quién me garantizaba la existencia de una gotera por la que pudiera entrar? Habida cuenta además de que en seguida secan el agua de las goteras. Aquellos tres sujetos que vigilaban pertenecían a organizaciones definidas de las que recibían instrucciones y ayuda. ¡Ah, si se hallase conmigo, o al menos cerca, mi fiel X9, que no me era fiel a mí, sino al capitán de navío De Blacas, con el que había corrido fortuna por los Siete Mares…! Pero yo, en tanto súbdito francés llamado Paul, por mucho que hubiera colaborado con la Legión Leclerc, carecía de relaciones en Berlín, y no podía acudir a ninguna organización especializada en las que sin embargo, en cuanto agente Maxwell, era de sobra conocido.

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