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No había una segunda o tercera calle a la que abriese la casa alguna puerta secundaria, pero seguramente en algún lugar oscuro de las vecinas ventanas de buhardilla o tragaluz de sótano, se escondían agentes de bandos en aquel caso beligerantes y en todo caso contendientes. Cuando me detuve, en medio de la lluvia delicada y azul, y contemplé alguno de aquellos posibles escondites, pensé que muy probablemente alguien se había fijado ya en mí y se preguntaba por las razones por las que me había detenido en una esquina a encender un cigarrillo. Ningún agente avezado se apoya en una esquina para semejante operación, porque la llama de la cerilla, o del mechero, es el blanco mejor, y si una bala hubiera silbado junto a mis oídos o me hubiera perforado la piel, yo sería el responsable. Bueno. Semejante deducción no pasaba de escapatoria, de máscara verbal para disimular mi incapacidad, aquella convicción de que no podía hacer nada, que era lo que, de momento, me había paralizado en una esquina vulnerable. Más fue el instinto que mi clarividencia lo que me hizo buscar refugio en una sombra, pero sólo para quedar a cubierto de una agresión que bien podía ser meramente imaginaria, producto mental del miedo que no me atrevía a confesarme.

Había un número de teléfono, ¿quién lo duda? Figuraba en mi agenda, con los restantes datos indispensables para situar a la señora Fletcher en algún lugar concreto de Berlín Oeste: un teléfono intervenido al menos por dos potencias, o más exactamente por los Estados Mayores de sus Servicios Secretos, sucursales de Berlín. Pero, se me ocurrió de pronto que, a ese teléfono, en la guía, vendría asociado un nombre, supongo yo, o al menos unas siglas. Detrás de un nombre, hay casi siempre un hombre (la restricción obedece solamente a mi caso); detrás de unas siglas, Dios sabe cuántos, pero, en la mayor parte, alguno. Y lo que yo necesitaba era precisamente eso, un hombre, único cauce para entrar en la casa de Grossalmiralprinz- Frederikstrasse, ya que las puertas, las ventanas, e incluso las alcantarillas me estaban vedadas.

En mi cuartito de la pensión, pedí el volumen correspondiente de la Guía, pedí dos, más bien, el de la calle primero y después, el de los nombres que empezaban por W. En la casa en que vivía la señora Fletcher figuraban dos teléfonos, uno de Wolf y otro de Wagner, ¡vaya nombres singulares! Ninguno de ellos era el que yo tenía de referencia. ¡Pues también es casualidad! Detrás de Wolf había dos iniciales: P. S. Detrás de Wagner, otras dos: G. S. No había adelantado mucho, pero sí algo. En el volumen de profesiones, que requerí al devolver los otros, la cantidad de los Wolf igualaba a la de los Wagner, pero, con bastante paciencia, conseguí llegar, primero, al G. S. de los Wagner, y, después, al P. S. de los Wolf. Había siete G. S. Wagner, y diecinueve P. S. Wolf: entre los primeros figuraba Gunter S. Wagner, profesor de Física; entre los segundos, Peter S. Wolf, profesor de Física. Y ambos vivían en el mismo número de GrossalmiralprinzFrederikstrasse. Uno en la planta baja y otro en el piso alto. Mi computadora de París me hubiera dado inmediatamente los datos que necesitaba, pero yo ya no estaba en París y la computadora caía ya muy lejos de mis jurisdicciones posibles, y no digamos de las reales. En el caso de que X9 se sintiese capaz de atender a un requerimiento del Agente Maxwell, quedaba una esperanza. Pero yo no sabía lo que había sucedido en París con la señorita Gradner, con el capitán de navío, con el coronel Peers y con el agente Maxwell, tras el que andarían inútilmente todos, menos la citada señorita, que no distinguía entre Maxwell y Paul, pero que iría derecha al bulto, sin error.

Fui a la estación de la Plaza Bávara; recogí las maletas con los restos de Paul; la dejé en la consigna. En un taxi, llegué a la pensión, y le dije al señor Klaus que tenía que salir inmediatamente de Berlín, aunque sólo por unos días, y que, durante mi ausencia, que siempre sería menor de una semana, ocuparía mi lugar un caballero norteamericano llamado Maxwell, y, después de decir este nombre, acerqué al oído de Herr Klaus mis palabras, y le añadí que el señor Maxwell pertenecía a la CIA como miembro activo, y que no convenía que lo supiese nadie, ni siquiera Frau Ulrika. Herr Klaus no había experimentado jamás especial simpatía hacia los americanos, pero, como odiaba a los alemanes del Este a causa de un pariente que se le había escapado allí con su primera mujer, los prefería a la gente de más allá de un muro. Miró a Paul, hizo sobre los labios la señal que sellaba y añadió:

– Explíquele que, si alguna vez viene borracho, que no llame a la puerta, sino que tire de la falleba, usted ya sabe

– Sí.

La maleta con el gurruño de Paul empezaba a pesarme, porque, en la otra mano, llevaba también la mía. Saqué un pasaje para París, alquilé un servicio de aseo, me encerré con las maletas, dejé a disposición de Paul las ropas que con su personalidad había usado, y yo recuperé las de Maxwell. Después de esto, redacté una nota, en francés, para Paul: «En el bolsillo de la chaqueta, hallará usted un pasaje para París en el avión de las seis treinta, y un buen montón de dinero alemán y francés. Le recomiendo que no se emborrache hasta hallarse en el avión, pues no es lo mismo que le dejen tirado a uno en algún lugar de Berlín Oeste que en una sala de espera de Orly (al menos para un francés tan patriota como usted). También le aconsejo que no intente entender lo que le sucedió, porque se volvería loco o tendría que emborracharse demasiadas veces sin sacar nada en limpio. Sin embargo, si lo considera indispensable, vaya a la Comisaría (de París, de su barrio) y cuente lo que pueda, con la sospecha (que yo le infundo) de que se ve metido, sin quererlo, en un asunto de espionaje. Este papel le valdrá de mucho, sobre todo por la firma. El Maestro de las huellas que se pierden en la niebla. P. S. - Le pido mil perdones por el uso y abuso de su tiempo y de su personalidad: verá que le devuelvo la medalla.» No esperé a que se espabilase del todo; allí quedó abandonado, en pernetas y sin sus colores nacionales. «Lea esto», le dije, señalando la nota, y me fui. Cogí por los pelos un autobús para Berlín. Antes de volver a la pensión, pasé por unos almacenes, compré una maleta y metí en ella mis enseres: la otra la arrojé al canal, y allí quedó flotando y navegando hasta inundarse y hundirse. Me hubieran multado, probablemente, de haberme visto, pero la niebla oscurecía a Berlín, fantasmeaba las cosas y las personas, y permitía pensar que nada es lo que parece, doctrina que, aplicada a mí mismo, me daba pie para afirmarme en la creencia de que soy el que soy y no el que parezco. Lo cual, sin embargo, no me libraba de la molestia de parecer Maxwell, de estar vinculado a Maxwell mientras no encontrase el remedio. Un taxi me llevó a casa. Durante el camino (bastante largo), una especie de revelación, o de inspiración, o como quiera llamarse el recuerdo súbito de lo que se necesita recordar y remolonea, me juntó los nombres de Gunter S. Wagner y de Peter S. Wolf: me los juntó en la memoria porque, antes, habían andado emparejados en bocas de la gente y en titulares de la Prensa: a Gunter S. Wagner y a Peter S. Wolf les había correspondido conjuntamente el Premio Nóbel de Física dos o tres años atrás, por alguna clase de investigaciones, de posible valor estratégico, llevadas en colaboración. Ambos trabajaban en una institución berlinesa, no sabía bien si en la Universidad o en otra parte. Ya era algo, ya era un punto de partida. Desde el fondo del coche, envié mi gratitud al genio, al dios o al ángel que me había inspirado.

Ni Herr Klaus ni Frau Ulrika me pusieron dificultades, sobre todo a partir del momento en que les pagué, sin discutir, el precio de una botella de whisky escocés falsificado, pero aceptable. Eché a cara o cruz si telefoneaba a Gunter S. Wagner o a su vecino, y me salió el vecino. No dejé de lamentarlo, pues si de metamorfosis acabaría por tratarse, prefería llamarme Gunter durante una temporada que Peter un solo día. Gunter es un nombre con resonancias poéticas y musicales. No yo, criado en la selva sin otras sinfonías que las del huracán, pero sí cualquier niño occidental, se sentiría feliz de llevar ese nombre, porque es como llevar una espada, y estoy seguro de que muchos, en el fondo de los deseos inconfesados, echan de menos la espada y un nombre así. Telefoneé, pues, a Peter Wolf como quien telefonea a un lugar abstracto de abstracta arquitectura, con espacios abstractos en que, lejano, se multiplica el sonido del timbre. Me dijeron que no había regresado del laboratorio, pero que, aunque hubiera regresado, no acostumbraba a responder personalmente a las llamadas imprevistas; de modo que si quería dejar un nombre, un número y un motivo… Le di los datos que pedía, y, como razón, un nombre, un nombre nada más: me lo jugaba todo.

– Fletcher. Dígale eso sólo.

Colgué. El espacio desde el que se me había hablado era probablemente, reducido y quizás insonorizado: el espacio de un vestíbulo o de un cuarto de estar bien repleto.

Aún no habían pasado cinco minutos cuando se oyó mi timbre.

– Soy el profesor Wolf -dijo alguien al otro lado del hilo. Y tampoco entonces tuve la sensación de los espacios inmensos, soñados, sino quizá, todo lo más, de un despacho de Universidad, con muchos libros en que el sonido choca y se apaga. ¡Ni siquiera un laboratorio donde el vuelo de una mosca saca a un cristal música breve!

¡Trasss…!

– ¿Podía concederme una entrevista?

– ¿Quién es usted?

– Max Maxwell, agente secreto.

– ¿Al servicio de quién?

– Del que me convenga o de quien me pague mejor. En esta ocasión, al de usted, si lo acepta.

En aquel mismo momento, la radio, en mi habitación, largaba al aire una serie de valses de Chopin, versión de las registradas por famosos maestros cuando todavía la técnica dejaba un poco que desear. Pero no formaba, aquella suite, parte de ningún concierto, sino que parecía más bien uno de esos rellenos habituales cuando al programa le faltan unos minutos para colmar ese «espacio», que debería llamarse «tiempo», al ser un «tiempo» al que se llama injustamente «espacio».

– Esa respuesta le hace sospechoso.

– Prefiero jugar a cartas vistas.

– ¿Dónde pretende verme?

– Donde usted se considere más seguro.

El silencio de la duda (o de la vacilación) volvió a llenarlo Chopin.

– ¿Va usted a ofrecerme unos servicios que me costarán dinero?

– No, profesor. Me lo están costando a mí, pero no lo escatimo. Mi trabajo en este asunto no es precisamente profesional, andan muy por el medio una persona y unas ideas. ¿Me entiende?

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