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– Sí.

– Pues usted dirá.

– Le recibiré en mi laboratorio.

– Desconozco la dirección.

– ¿Sabe la de mi casa?

– Sí, pero está vigilada al menos por cuatro agentes, dos por cada bando. Alguna vez, también los del Tercer Mundo deben sentir curiosidad por lo que pasa. Usted se lo explicará mejor que nadie, profesor: también a los del Tercer Mundo les huele la cabeza a pólvora.

– Señor Maxwell, no deseo verle en absoluto -me dijo entonces Wolf con sequedad de tono, inesperada y sobre todo innecesaria, pero quizás explicable, y colgó.

Fue muy curioso, entonces, que la sensación inmediata de fracaso inmerecido me fuese compensada por la esperanza renacida de trasmudarme en Gunter y de pavonearme ante mí mismo con un nombre tan bonito; pero el entusiasmo me duró escasamente el instante de su aparición: pensé que mi coloquio telefónico con P. S. Wolf había inutilizado cualquier intento de relación con Gunter S. Wagner, a quien Wolf habría quizá prevenido, o prevendría en un plazo inmediato, ya en el supuesto de que la señora Fletcher fuera la protegida del uno, ya la del otro. Me dejé llevar por los hábitos yanquis de Maxwell, que tiraban de mí con tanta fuerza, y apoyé las piernas en la mesa; advertí que, además, quería ponerse el sombrero, y me lo puse encima de los ojos y con el ala bien baja, Humphrey Bogart de pacotilla. Faltaba para completar sus apetencias cierta música que, por fortuna, no había a mano, aunque sí la botella comprada a Herr Klaus y el vaso con que me la habían entregado. Me serví un whisky y mientras concedía al agente Maxwell (cuyo cuerpo yace todavía en cierto lugar de Córcega, si no se lo han comido los lobos) el solaz de un trago paladeado, sentí por segunda vez, pero más agudamente que la otra, mi soledad inútil, incapaz acaso, sin las ayudas de las organizaciones en que otras veces me había apoyado. ¿Sería posible que adivinasen los que me envidiaban, y quizá temían, mi presente impotencia? Precisamente ahora que no jugaba; precisamente en esta situación, en la que ponía, por encima de todo, mi sentimiento. Que la señora Fletcher lograse evadirse al otro lado del Telón me importaba todavía, pero más como pretexto que como razón. Y si mantenía la idea de favorecer, con aquella huida, el equilibrio del terror, no pasaba de justificación moral de unos futuros actos que no la necesitaban: yo estaba en Berlín para encontrar a Irina, y esto era todo. Mi personalidad actual, no sólo no servía para acercarme a ella, sino que ni siquiera me permitía descubrir su escondrijo, si es que se escondía.

Quizá Mathilde Werner me pudiera ayudar, sobre todo con dinero por delante, con bastante dinero si la cosa se presentaba ardua. Me habría sido fácil abordarla con otra personalidad, por ejemplo la de Paul, desconocida en el cabaret donde cantaba, pero no me hubiera hecho caso, quizá, como cliente; menos aún como cómplice. Me lo haría, en cambio, como Maxwell, a quien debía algunos servicios y a quien había acogido en su lecho con trato de favor; me atendería al menos, pero Max Maxwell no podía aproximarse al cabaret donde Mathilde cantaba, sin riesgo de que alguien inesperado y emboscado en las sombras le agujerease la piel. No me quedaba otra solución que arriesgarme a entrar en su piso y pedir a los dioses de la fortuna que no regresase acompañada. ¿De un militar, de un agente enemigo, de alguien vulgar o innominado? No lo pensé más. Corría el peligro adicional de que, al entrar en su casa, me hallase con cualquiera de sus protegidos, de los que huyen del Este hacia el Oeste o en dirección contraria. Cierto aspecto del comercio de Mathilde Werner no se paraba en barras: me refiero, como es obvio, a las de mi bandera.

Me tomé, en un establecimiento americano, una hamburguesa repugnante, quizá precocinada en Massachusetts y transportada a Berlín en un avión militar; la cerveza, en cambio, era alemana. La casa de Mathilde quedaba lejos, pero todo lo que fuese emplear tiempo en el camino lo ahorraba de espera. Elegí el Metro, y cuando llegué a una estación relativamente próxima, me eché a andar por la niebla, sombra entre sombras: con el paraguas al hombro no sé por qué, y un paso entre militar y gimnástico sin tener prisa y sin pretender con ello agilizarme, sino manifestar la naturalidad del que camina sin precauciones. El barrio en el que Mathilde vivía se anunció por el estrépito de músicas mecánicas, ligeramente suavizadas por la niebla y por los chillidos verdes o rojos de luces de neón que perforaban el aire gris. Después, fueron ojos en las esquinas, pintarrajeados y cínicos, o profundos y siniestros, y también vigilantes puntas de cigarrillos. Oí hablar inglés a una pareja de soldados, y protestar, borracho, a un solitario. Los golpes de un policía a un golfo, que devolvía insulto por sopapo, los presentí más bien que presenciarlos, en una esquina de luz cernida y algo irreal, donde las voces tenían más relieve que las móviles siluetas. El que estaba a la puerta de Mathilde me preguntó adonde iba. Le respondí con el billete que llevaba apercibido y con el nombre de ella: no hubo más. Aquellas escaleras las había frecuentado Maxwell; y yo en su pellejo, sólo una vez, y no las recordaba bien. Me equivoqué de puerta: una prostituta joven de mirada vulgar, acaso criada de otra de más viso, me guió amablemente y hasta me dio las buenas noches en alemán con acento del Sur. Entré sin dificultad en el piso de Mathilde. No había nadie, tampoco bebidas, al menos a la vista: sólo un tufo a perfume fuerte, no desagradable, sólo excesivo. Calculé media hora aproximada para el regreso de Mathilde, en el caso de que no la entretuvieran en un bar o en el mismo cabaret; pero solía ser puntual. En el fondo, si no era buena chica, era, al menos, formal, y solía tener en cuenta las impaciencias ajenas. Un visitante con llave llegó diez minutos más tarde que yo. Al verme, dijo algo en alemán. Le respondí en el inglés más americanizado que hallé en mi repertorio. Dio un bufido y se fue. Pero debió de esperar a Mathilde y prevenirla, o quizá lo hiciese el portero, porque, a su llegada, se hizo preceder de una versión silbada y aproximadamente exacta de «Barras y estrellas». Yo no me quité el sombrero, ni siquiera me moví. Sólo levanté la cabeza cuando ella abrió la puerta, para que me reconociera y tomase sus precauciones, o, al menos, preparase el ánimo.

– ¡Mira quién es! -exclamó por saludo-. Pues si el teniente Martín no llega a estar borracho y se viene conmigo, como quería, en vez de noche de amor en mis brazos, halla la causa de un ascenso. Te buscan, Maxwell.

– Hola, Mathilde.

Echó la llave a la puerta, y, después, el cerrojo.

Menos mal que Sigfrid no te conoce. Sigfrid es el portero nuevo.

– ¡Un caballero discreto! Se lo puedes decir de mi parte como elogio cuando yo me haya alejado.

– ¿Hacia dónde?

Me encogí de hombros.

– ¿Te has metido en un lío, Max?

Se había quitado los guantes y el gorrito. Aún estaba bonita, aunque con la colaboración de algún que otro potingue, de algún que otro tinte. Me dio un beso y se sentó, pero, puesta de pie inmediatamente, como si se hubiese equivocado, salió de la habitación hacia la cocina. Le oí decir algo de la bebida. Desde alguna parte, me preguntó: si alcohol, o meramente cola.

– Cualquier cosa que no sea menta. No estoy en forma.

– ¿Un jerez, por ejemplo? -como con un desencanto en la voz.

– Bueno.

El salón de Mathilde (alcoba aneja) mezclaba varios estilos, más sociales que estéticos: dentro de la fisonomía general correspondiente a su oficio y a su holgura económica (un tresillo excelente, dos canapés, televisión, alfombra persa, muñecos y cojines), había detalles de chica de provincias (una cajita de música) y de señora de su casa de la burguesía media, sobre todo en materia de tapetillos de crochet en los respaldos de los asientos y en un velador antiguo.

– ¿Sabes que te andan buscando?

– Si no lo sé, lo temo.

– Un centenar de los tuyos, más o menos, o han llegado o están llegando. No les pusieron un avión especial por no llamar la atención. El teniente Martín me dijo que te buscan a ti, pero con otro nombre. ¿Tienes problemas de personalidad, Max?

– ¿Y tú, Mathilde?

Apareció en la puerta con la bandeja, la botella, las copas.

– A mí, ya ves, me gustaría ser pura y virgen.

– ¿Para empezar otra vez?

– Sí, pero con experiencia.

Se sentó a mi lado y me ofreció la copa.

– Lo de pasar el muro está estos días difícil.

– No tengo el menor interés.

– ¿Entonces…?

Paladeé el jerez: como falsificación podía pasar, más o menos como el whisky de Klaus. ¡Todo era falso, hasta ahora, en aquella ciudad de niebla tan hermosa! Dejé la copa en la mesa y me volví a Mathilde.

– ¿Has oído hablar de la señora Fletcher?

– Lo que dicen los periódicos. ¿Te has pasado de bando?

– Siento la mayor simpatía por su desgracia conyugal, pero lo que yo busco es una agente soviética llamada Irina Tchernova, que debe de andar alrededor de esa señora. Lo demás sólo me importa de manera secundaria.

– ¿Te ama esa soviética?

– A mí, no, precisamente.

– ¿Y tú a ella?

– Sería difícil de explicar… Como insinuaste antes, ando metido en un lío de personalidades.

– La última vez que estuvimos aquí, ¿andabas ya liado?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Las veces anteriores, lo primero fue la cama, y ésta, a lo que parece…

Me levanté y apuré el jerez.

– ¿Me puedes ayudar en lo de Irina? No te pido también que me escondas porque sería inútil: esos que me vienen siguiendo no miran con los ojos, huelen y te siguen el rastro aunque escapes por el aire. Yo lo hice ayer, y ya ves…

Mathilde se había levantado.

– ¿Sabes que me gustas más ahora que antes?

– ¿Por qué?

– Pareces más amable.

Me cogió del brazo y me empujó hacia la puerta. Me ayudo a ponerme la gabardina y me entregó el paraguas.

– Siento que sea tan breve la visita. No te conviene venir por aquí, pero, si quieres algo, telefonea al cabaret por la tarde y di que de parte de Richard. Richard no existe, es solo un nombre que se me acaba de ocurrir. Procuraré averiguar algo de esa Irina.

– ¿No podría ser esta misma noche? Estoy en condiciones de pagar cualquier servicio o cualquier sacrificio. Pero esos cien lobeznos sueltos por esas calles te explicarán mi prisa.

Me puso las manos en los hombros.

– Este teléfono está intervenido.

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