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Elegí el momento de despedirme, a la puerta de su casa, después de haber rechazado el servicio, que reiteraba insistentemente, de conducirme al aeropuerto. Aquel cuerpo gallardo flaqueó y cayó a mis pies. La operación de cambiarle las ropas fue rápida. Al mirarme al espejo, sentí alegría y espanto. Después, llevé el cuerpo de Von Bülov al sótano, creí haberlo escondido en buen lugar. Sin prisas ya, organicé los trámites de un viaje a Berlín aquella misma noche, y el tiempo de que dispuse me bastó para enterarme de ciertos detalles prácticos, de algunos números de teléfono, que me permitieron dejar realizadas algunas advertencias y algunas prevenciones. Von Bülov disponía de un «Volkswagen» semejante al que yo solía usar en París en mis desplazamientos privados (el coche oficial era un «Peugeot»), de modo que lo manejé familiarmente. Mientras corría por el asfalto oscuro, me fui haciendo cargo del mundo de Von Bülov, y me encontré con una vida sencilla y honda, un hombre de anhelos frustrados que se consuela y olvida en el ejercicio de la ciencia y de la comprensión del mundo, lo cual oculta, pero no mata, el anhelo. Empezaba a sentirme cómodo en aquella personalidad, empezaba a hacer míos sus recuerdos e incluso sus deseos. Un pasado desfiló ante mí como la cinta blanca de un camino, y cuando, al llegar a la frontera, lo mismo los de este lado que los del otro, me trataron con simpatía y familiaridad, comprendí del todo a Von Bülov, y me hice la promesa de portarme de tal modo que si, alguna vez me juzgaba, no tuviera que avergonzarme de mí: lo mismo que había pensado, muchos años atrás, la vez que me cambié en una pantera.

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