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Enormemente alta de techos, aquella sala de espera, ¡tan oscura! Un cuadrilátero no demasiado grande. Las paredes, empapeladas hasta arriba, de ramas quizá verdes con algunas hojas rojas: no se veían bien, en la penumbra. Se veían, en cambio, las puntas de los cigarrillos esplender, oscurecerse, iluminar un instante el humo de una bocanada que quizá las soplase. El río y la moza de ojos oscuros en una tierra donde las mujeres los tienen claros. «¿Por qué son negros tus ojos Ute, por qué es tu luz oscura?», cantaba el de las coplas. Mi reloj marcó la hora del embarque. Mathilde me había dado una maletilla de cuero con algunas cosas: un cepillo de dientes, un peine, un pijama un poco grande…

Nadie sospechoso subió. Íbamos pocos, a aquella hora. Por la ventanilla veía insinuarse el alba de un día gris de cielos altos: las nubes nos quedaban encima (quizá volásemos bajo). Creo haberme dormido. En un momento, la azafata me sacudió:

– Hemos llegado, señor. Su viaje acaba aquí.

– Sí, gracias, perdón. ¡Tenía tanto sueño!

Deseché el autobús, preferí un taxi. «No conozco la ciudad: lléveme a un hotel decente.» Me dejó delante de una casa ancha, con pinturas en la fachada. La señora de recepción me habló en inglés. «Llévale al 17», dijo, en alemán, al mozo que me acompañó. El 17 era un cuarto empapelado de flores de oro, algo apagadas ya, pero con cierto empaque de un pasado glorioso: un cuartito de baño y un balcón a la calle. Tomé un baño caliente, apetecido por mi cuerpo, que me hubiera permitido pensar en mi situación, pero que yo aproveché, ocasión tranquila y cálida, para pensar en Irina; para pensar los mismos pensamientos, que ya no lo eran, sino imágenes tercas, invariables: ¿La habría involucrado en su búsqueda Eva Gredner? Mis últimas palabras ante los compañeros del Consejo, yo en la personalidad de Peers, habían anunciado aquel viaje a Berlín y una posible intervención en el asunto de la señora Fletcher. Lo más probable era que a Eva la hubiesen informado. No le sería difícil saber en seguida a qué atenerse: el Servicio de Berlín funcionaba para ella. ¡Traía, desde Washington, plenos poderes!, y los informes de dos vigilantes, al menos, pasarían por sus manos: «La señora Fletcher continúa en casa del doctor Wolf (o del doctor Wagner). En la casa hay una asistenta nueva que hemos identificado como agente de Moscú.» A lo mejor era así.

Me demoré en el desayuno: tenía hambre. Y en un par de cigarrillos que vinieron después. Cuando me pareció hora discreta, telefoneé al profesor Von Bülov. Le dije que era un colega americano y que me gustaría charlar con él acerca de algunos temas en que nuestras investigaciones coincidían. Tamban le di a entender que podía suministrarle datos que no le vendrían mal. En fin: mi alemán no me dejó desairado, a pesar de que Von Bülov me invitó un par de veces a hablar inglés, y él mismo lo hizo, con excelente acento de Dublín. Quedamos para una hora en el restaurante de la Universidad. Me describí, mejorando con palabras el aspecto de Maxwell: casi llegué a idealizarlo, pero, sin quererlo tal vez, o respondiendo a un querer más profundo que la conciencia, mis palabras trazaron un modelo al que yo debería procurar parecerme si no quería que Von Bülov sufriese los efectos de una desagradable presencia. Quizá fuese sólo cosa de estilo, de algo emergente de lo que yo, sin duda, no carecía, y podía esforzarme en transmitirle a aquel truhán de Maxwell, sin embargo capaz de enamorar mujeres y de dejarlas agradecidas.

Había convenido con Mathilde telefonearle a aquella hora. Tres timbrazos y corte. A la nueva llamada, ella cogería el auricular al segundo timbrazo y diría «sí» o «no». Pero alguien se hizo cargo de la llamada y preguntó «¿Quién es?», y en seguida, como viniendo de lejos, como saliendo de un potro de tortura, la voz de Mathilde, su fuerte acento alemán de Hamburgo:

– ¡Quieren matarme!

Y le taparon la boca.

– Señorita Gredner, no dé más pruebas de estupidez -dije-esa mujer no tiene nada que ver conmigo.

– ¿Quién es usted?

– El capitán de navío De Blacas. Y busco al hombre que pasó esta noche un rato ahí, al agente Max Maxwell, ese que usted persigue creyendo que soy yo. ¿Por qué pierde así el tiempo?

– ¡Usted estuvo aquí esta noche!

– Pregúntele, pregunte a Mathilde si me conoce, pero no obligue con torturas a decirle que sí. No oyó hablar de De Blacas en su vida.

Hice un ruido adrede con el teléfono. La oí gritar: «¡No corte, espere!»

Fue entonces cuando colgué y me metí en un jardín vecino, probablemente el parque de algún Príncipe soberano o de un Gran Duque que en aquella ciudad hubiera gobernado cuando todavía quedaban en Alemania Príncipes y Grandes Duques. Llovía un poco, y no duró aquel orvallo. Las emociones estéticas experimentadas durante el paseo, los pensamientos hermosos sugeridos por árboles y frondas, nada tenían que ver con mi preocupación inmediata. Creo que me partí otra vez, y que dejé que lo que todavía quedaba de mí en Maxwell educase su natural un poco tosco en la contemplación de los tilos enormes, de los esbeltos abedules, del césped que recorrían contados jinetes militares (a lo mejor sólo municipales: no paré mientes en los uniformes). Mientras, yo iba estableciendo las líneas generales de mi entrevista con Von Bülov, hacia quien sentía ya esa ternura inevitable que provoca la víctima de un mal sin solución: ternura, y una especie de odio hacia mí mismo.

Le vi llegar, a Von Bülov, entre las mesas de la cafetería, entre los estudiantes, no tan rígido como esperaba, discretamente sonriente. Le detuvieron dos o tres chicas, y contemplando a la última, se comprendía que no hubiera sido infeliz de quedarse con él toda la vida. Von Bülov se desembarazó de ella con palabras corteses (supongo) y señalándome a mí, con lo que me di por identificado ya, y me vi en la obligación de levantarme y de salir a su encuentro. Me recibió amablemente. Cuando estuvimos sentados, le dije:

– Profesor, le ruego que dé la menor importancia posible a los inconvenientes que se puedan derivar de mi aspecto y a cualquier gesto o ademán desagradables que puedan sobrevenir. No soy un caballero como usted, pero sí el profesor de Historia Contemporánea de una universidad modesta de Nevada, ese lugar donde son baratos los divorcios. Es probable que, en los medios universitarios, nadie haya prestado a sus trabajos más atención que yo. Si no le importa, vamos a conversar mientras tomamos algo. Si le interesa lo que pueda contarle, continuaremos dónde y cuándo usted diga, pero, en el caso contrario, me marcharé agradecido, aunque triste.

El profesor Von Bülov se echó a reír.

– ¿Verdad que es un bonito modo de presentarse? Me tendió la mano. Se la estreché con temblor: si las cosas seguían bien, un apretón como aquél me serviría para sorberle la vida y la personalidad, para ser él hasta la muerte, o para morir muy pronto de su nombre y figura revestido.

– Le doy las gracias.

Yo creo que el aspecto de Max Maxwell había mejorado, aunque mantenerlo digno me costase un esfuerzo de atención. La entrevista comenzó como charla veleidosa durante la cual Von Bülov me describió ciertas particularidades, interesantes o divertidas, de su ejercicio de la docencia, pero pronto pasamos a sus trabajos, y yo aproveché la mención que se hizo, él o yo, no lo recuerdo, del penúltimo de ellos, para advertirle que ciertas conjeturas, aunque bien encaminadas en su conjunto, no acertaban en los detalles, que yo conocía y que le relaté. O porque le interesaban, o porque yo acerté con las palabras oportunas, el caso fue que el profesor Von Bülov, de repente, se levantó y me dijo:

– Será mejor que vayamos a mi despacho. De estas cosas no puede hablarse entre el bullicio de los estudiantes.

Y durante el camino, sin preguntármelo directamente, aludió al modo cómo yo había llegado a tal grado de información, cuando en su mayor parte era secreta. Entonces, le inventé una relación de trabajo, intermitente, pero no por eso menos efectiva, con ciertos departamentos del Estado Mayor, quizá los más apegados a los modos antiguos, que preferían recibir determinadas opiniones de un profesional que de una computadora. Esto le hizo reír a Von Bülov, y confesarme que, si bien él no había jamás logrado mantener relaciones tan altas, la verdad era también que muchas veces sus informes le habían venido indirectamente de las Altas Instancias, aunque me llevase la ventaja de que también los del otro lado del telón de acero, por razones no explícitas, pero sí sospechables, le habían hecho llegar informes relativos a algún trabajo en el que estuviese empeñado. Fue muy divertido comprobar que mi conocimiento de las interioridades y el suyo de las apariencias, seguridades contra conjeturas, nos habían llevado a las mismas conclusiones, y yo creo que ese acuerdo influyó notablemente en la decisión de Von Bülov de invitarme a su casa: a quedarme en ella, como huésped, si lo estimase oportuno. Rechacé tal extremo de cortesía, charlamos toda la tarde, regresé al hotel, pero, antes de entrar, desde una cabina, telefoneé al cabaret donde Mathilde cantaba y pedí que la avisasen, de parte de Richard: esperaba la respuesta de que no había comparecido o de que estaba enferma en cualquier hospital, y me sorprendió que la telefonista me dijese:

– Un momento.

Y esperé. No demasiado. Oí un ruido, y la voz de Mathilde:

– Hay una mujer joven que saca a pasear, desde hace pocos días, al niño de esa señora. Aunque van solos, el niño y ella, hay gente que no les pierde de vista, de un lado y de otro. La de anoche acabó confundida y portándose mejor. Me dejó la impresión de ser una especie de autómata. ¡Qué pesadez de tía!

Aquella conversación quedaría registrada en una cinta magnetofónica, y sería descubierta algún tiempo después, acaso horas. También lo habría sido la de aquella mañana. Puestos a averiguar el origen de las llamadas, podían haber localizado ya la ciudad en que me hallaba. Entré en el hotel, dije que, inesperadamente, tenía que regresar a Berlín. La señorita de recepción me respondió que lo sentía, pero seguramente se trató de un cumplido. Arreglé la cuenta, recogí el equipaje y telefoneé a Von Bülov:

– Tengo que regresar inesperadamente. Si cojo el avión de medianoche, podemos charlar todavía alrededor de un par de horas. ¿Dónde quiere que nos veamos?

– Venga a mi casa. Yo mismo le llevaré al aeropuerto.

¿Sería en su casa al despedirme, o en el mismo aeropuerto, donde se operase la metamorfosis? Por el camino, iba recordando una escena de cierta película vista algunos años antes, una película de espionaje. Los paracaidistas volaban en el avión hacia Francia, el traidor entre ellos. Jugaban, para entretenerse, a las cartas, y apostaban cantidades imaginarias. Aquél por quien el traidor sentía más simpatía (también el espectador, por supuesto), penúltimo en tirarse, recibió el perdón de la deuda fabulosa antes de que la correa del paracaídas fuese cortada. El traidor quedó triste. Yo llevaba la intención de dejar a Von Bülov que se explayase, que se sintiese feliz explicándome su concepción de la Historia como expresión de la estupidez humana.

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