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No oculté a Herr Wagner las relaciones de Von Bülov con unos y otros, las buenas relaciones que me habían permitido la noche anterior atravesar sin tropiezos un pedazo de Alemania Oriental y regresar a Berlín con las mismas facilidades. Wagner reconoció su decidida parcialidad occidental, y aprovechó el momento para referirse a su colega Wolf, cada vez más inclinado a los del Pacto de Varsovia.

– No creo que lo haga por simpatía ideológica, sino por eso que usted llama falsas informaciones acerca de la realidad. Él cree en la victoria soviética.

– No deja de ser posible -le respondí.

– Pero, ¿no lo encuentra catastrófico?

– Gane quien gane, si la ocasión llega, la catástrofe será la misma.

Tenía que correr fuera una brisa suave, que meneaba la rama del abedul y la hacía arañar el vidrio. No sonaba mal aquel rasgueo, tampoco bien, y yo pensé que, si estuviera en el abedul, le sacaría música al roce; pero aquello no pasó de ilusión o de mera fantasía, porque, incorporado al abedul, no podía cortarle las uñas a la rama.

La señorita (doctora) Grass parecía haber adquirido ya la frialdad científica indispensable para poder contemplar sin inmutarse cualquier imagen viva de la catástrofe (pendiente), y fue ella la que me preguntó por las relaciones que mi trabajo en marcha acerca del valor estratégico de las investigaciones físicas podía tener, no con la victoria prematura de nadie, sino con la esperanza de que el propio miedo ante las seguridades de destrucción incontrolada llevase a los contendientes a una conclusión de sensatez. De las tres soluciones posibles, sin embargo, yo no creía en la eficacia de la disuasión, ya que un potencial bélico extraordinario podía disuadir a la parte contraria, pero no al posidente, que la utilizaría en su favor:

– ¿Existe hoy alguien en el mundo capaz de resistir la tentación del poder universal y absoluto? El mundo está regido por hombres íntimamente menoscabados que sólo se sienten seguros y grandes si se asientan sobre infinitas, irresistibles armas.

El equilibrio del terror, segunda solución, ofrecía las fáciles ventajas de cualquier equilibrio, siempre precario y con la tremenda amenaza del aniquilamiento mutuo como añadidura. La tercera solución, la paz, me parecía de momento utópica, y la esperanza de que surgiera una tercera fuerza con más poder que las actuales sumadas, capaz de imponerles el buen sentido, por mucho que fuese deseable, no dejaba de ser una esperanza estúpida:

– A la China le falta mucho todavía para poder moverse del sitio en que se encuentra. ¿Imagina los problemas logísticos de transportar tanta gente hasta alcanzar la tenaza mediterránea?

Creo que, a partir de este momento, comencé a divagar, amparado en el abuso de tecnicismos históricos y estratégicos tan distintos de los de los físicos, pero cuya incomprensión, o, al menos vaguedad, debía de halagarles: «Esta gente aprendió de nosotros a inventarse un lenguaje y a ser incomprensible», pensó, seguramente, la doctora Grass, y lo pensó con el orgullo de un cabo de gastadores que se tuviese por el primer cabo de gastadores de la Historia. Corríamos el riesgo de divagar indefinidamente, pero no me convenía en absoluto ser el primero en referirme a las investigaciones sobre los rayos láser, porque quedaban algo lejos del campo del profesor Wagner, y porque, inevitablemente, atraería a su mente el recuerdo de la señora Fletcher, lo cual acaso le sugiriera alguna suerte de desconfianza, o por lo menos su germen. Inicié una serie de fantasías verbales que, sin nombrar los rayos láser, los convertían en el centro oscuro, aunque a veces siniestramente iluminado, de unas claves dialécticas imaginarias, constituidas por adivinaciones dudosas y por descripciones tremendas. Es evidente que, en el aula donde Von Bülov explicaba sus lecciones de Historia, yo no me hubiera atrevido a semejante despliegue poético, pero el despacho del profesor Wagner y, sobre todo, la mentalidad de los presentes, me permitían realizar con ellos una operación estética que no era, en el fondo, más que de dilación o escapatoria, pero que no lo parecía. Me ayudaba el descubrimiento de una avecica en la rama del abedul. ¿Real o soñada? ¿Quedaban en Berlín pájaros a aquella altura del otoño? Lo que yo veía, bien pudiera ser, por su tamaño y color, la oropéndola que escuchó el músico en el Prater, y yo mismo creía oír ahora, a través del ventanal, los cuatro Golpes del Destino, que me excedían y construían ellos solos, por su propia energía, una compleja, dilatada arquitectura. ¿La oirían también Wagner y su ayudante, tan atentos?

– En fin, profesor, que si ustedes aceptasen mi invitación a almorzar, podríamos seguir hablando.

En las miradas que se dirigieron pude leer, al mismo tiempo que la satisfacción y el deseo, la presencia de alguna dificultad. Fue a contestarme el profesor y se detuvo; vaciló igualmente su ayudante. Por fin él tomó la palabra:

– Es indudable que pocas personas hay en el mundo que sepan lo que usted de las grandes cuestiones y de los grandes peligros, pero, quizá por prestar atención sólo a lo que alcanza esas enormes magnitudes, o más sencillamente, porque vive usted en provincias, ignora los comadreos de Berlín, algunas pequeñeces que apasionan a la gente. ¿Le dice algo el nombre de la señora Fletcher?

– ¡Oh, sí, por supuesto! Algo relacionado con los rayos láser, pero nada importante, ésa, al menos, fue la impresión que saqué cuando, hace dos o tres meses, su marido huyó a los países del Este.

– Le separa de nosotros apenas un kilómetro. Está aquí mismo, pero al otro lado. Y su esposa permanece en éste, acogida precisamente a nuestra protección -miró a la doctora Grass-. ¡No se sorprenda! El doctor Fletcher y yo somos amigos, por encima de diferencias políticas, y su mujer prefirió refugiarse en mi casa, que le ofrecí, a aceptar la invitación de mi colega Wolf, menos amigo de su marido que yo, aunque quizá más afín a sus ideas. Conviene, sin embargo, que usted sepa que yo no creo que Fletcher sea comunista, ni mucho menos traidor. Me abstengo de juzgar a la gente hasta poseer la totalidad de los datos (quizá sea una deformación profesional, pero no puedo remediarla), y como eso es difícil, generalmente no juzgo.

– Creo que Fletcher escapó por miedo, pero no pasa de conjetura. Por miedo a los occidentales.

– ¿Qué podía temer de ellos?

– Que le obligasen a llevar sus investigaciones hasta un punto que él no deseaba alcanzar.

– ¿Es también conjetura?

– Por supuesto.

– ¿Con algún fundamento?

– John Fletcher aspiraba al Nóbel, no a transformar el mundo por el terror. No es que me lo haya dicho, porque no le conocí ni le vi nunca, pero alguien de mi confianza se lo escuchó alguna vez, y yo le encuentro razonable y bastante humano. La huida de Fletcher no es la búsqueda del éxito, sino el confinamiento casi seguro en el fracaso por temor al pecado. Los que interpretan la huida de Fletcher, suelen olvidar que es un hombre piadoso, adepto a una secta cristiana muy respetuosa con el prójimo, que prohíbe toda violencia. ¿En qué cabeza cabe que un hombre así se escape a Rusia para entregar a los soviets el arma que les asegura el triunfo -es decir, la muerte de muchos hombres-? Tengo la convicción de que Fletcher no ofreció a los soviets el arma del siglo, sino una colaboración científica normal cuyo posible alcance él restringirá voluntariamente.

El profesor Wagner cerró los ojos, pensó algo, miró después a su ayudante, vaciló; por fin habló, no sé si lo que había pensado, u otra cosa. ¿Obraba siempre así, tras aquel cruce de miradas, el profesor Wagner, como pidiendo asentimiento o ayuda?

– ¿Usted no cree, entonces, que la señora Fletcher almacene en su memoria el resultado de las investigaciones de su marido?

– Yo creo que Fletcher no fue en ellas más allá de lo que sabe todo el mundo, de lo que él mismo declaró poco antes de su fuga.

Fue como si se alegrasen.

– De acuerdo. Completamente de acuerdo. -Se interrumpió, ¿lo interrumpió una duda?-. Claro que usted afirma sus conjeturas, y yo me apoyo en ciertas experiencias, pero usted está acostumbrado a pensar, quiero decir, a hacerlo sin irse por las ramas, y el hecho de haber llegado a la misma conclusión que yo, me hace estimarle más que en el momento de su llegada.

– Gracias.

– Ahora puedo completar ya eso que llamé el comadreo, lo que no viene en los periódicos y sabe poca gente. No hace muchos días, alguien intentó secuestrar al niño de Fletcher.

– ¿Los rusos?

– ¿Para qué? Pero usted sabe que, con independencia de los gobiernos y de sus posturas oficiales, incluso de sus propósitos reales y sus proclamaciones solemnes, existen instituciones con autonomía propia, y, a alguna de las cabezas que las rigen, se le ocurrió que el único modo de evitar que Rosa Fletcher se reúna con su marido es robándole el niño. Supongo que se lo devolverían después condicionalmente. «Venga usted a vivir a tal parte, bajo nuestra protección», o cosa parecida. No sé si llegará a comprenderme, y menos a aprobarme, pero este asunto me obligó a entrar en relación con el espionaje soviético.

No me fue necesario fingir estupor.

– ¡Sí hombre, sí, no se asombre más de lo debido! El interés de unos en raptar al niño de Rosa Fletcher coincide con el de los otros en que nadie lo rapte. Aparentemente, mi casa está vigilada por todos ellos, generalmente dos de cada bando, que no sé si se anulan o se completan; pero el niño de Rosa Fletcher lo está constantemente por un agente soviético… Imagínese: el niño no debe dormir solo, el niño tiene que tomar el aire en el parque. A su madre se lo robarían, casi se lo robaron: no es una mujer fuerte. La nurse que me enviaron los soviets lleva pistola en el bolsillo y mata un pájaro al vuelo.

¿Irina?

3

Me acompañó en mi coche la doctora Grass; el profesor Wagner nos precedió en el suyo. El final del viaje era la casa de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse, con etapa intermedia en el parque donde había que recoger al niño. Entramos, tras una verja con águilas de bronce, en una red de veredas asfaltadas y limpias, sin más hojas que las que iban cayendo: ¡pocas quedaban ya, olvidadas del viento, en el ramaje! La doctora Grass me decía: por aquí, adelante, ahora a la izquierda, hasta llegar cerca de un claro de la arboleda en que redondeaba un césped amplio, con bancos y un cenador superviviente. Jugaban en él pocos niños (¿hasta cuatro?), y no en corro y a gritos, sino cada uno por su lado, con su propio juguete, niños individualistas o selectos, incomprensibles en su soledad y en su silencio, vigilados por cuatro nurses: una leía un libro, otra escuchaba música con los auriculares de un magnetófono chiquito, la tercera tenía un periódico abierto y parecía soñar, y la última no quitaba el ojo de su niño, también algunos hombres, distribuidos como por azar en los cuatro puntos cardinales, siluetas oscuras como fustes de árbol, confundidos con ellos. Dos llevaban gabardinas oscuras, quizá negras, de corte anglosajón, sombreros grises y pipas curvas. El que quedaba a mi derecha parecía leer un periódico. La señorita Grass lo examinó al pasar (yo se lo había rogado), y descubrió que tenía el periódico al revés. Le dije, sin explicárselo, que «aquel hombre, a lo mejor, no miraba ni veía», y ella se quedó todo lo turulata que puede quedarse una persona al oír un disparate como aquél: que quizá no lo fuese, aunque tal vez lo fuese todavía, pero ella no podía sospecharlo. El profesor Wagner dejó el coche a un lado de la vereda, se apeó, fue derecho a la nurse. Ella se levantó y le dio la mano. Entonces comprobé que era Irina: con un abrigo sastre y gafas oscuras.

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