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– ¿Nos apeamos también? -le pregunté a la doctora.

– Como usted quiera, pero no es necesario.

El doctor Wagner, ya con el niño de la mano, le decía algo a Irina, quien miró hacia nuestro coche. Comprendí que le explicaba que yo iba dentro, que almorzaríamos juntos, y quién era. La conversación continuó probablemente dentro. «¿Se fía de él, profesor?» «Parece de fiar», quizá se hubieran dicho. Los cuatro vigilantes empezaron a moverse. Uno de cada bando desapareció; los otros entraron en sendos coches parqueados en lugares vecinos, y se las compusieron para situarse, uno antes que el profesor y, el otro, delante mismo de nosotros. La doctora Grass me dijo que el que lo conducía era un agente occidental, que ya lo había visto otras veces.

– El que se adelantó al profesor es el soviético. Así vamos siempre. Como usted ve, en equilibrio, equitativamente protegidos de peligros igualmente equitativos.

La mañana en el parque era tan bella como en el jardín de la Universidad, aunque sin oropéndolas soñadas. Se sorbía el aire húmedo y parecían meterse en el cuerpo aquel azul y aquel gris. ¡Lástima que los lejanos, misteriosos directores de los Departamentos Secretos no tuviesen en cuenta la mañana y el parque, la vereda bajo la bóveda de las ramas desnudas, el estanque desierto y quieto en que las hojas caídas permanecían inmóviles! ¿No resultaba chirriante que en medio de aquella niebla dulce en que se diluían oscuros fantasmas vegetales, se desarrollase la peripecia trivial de un asunto de espionaje? Cuatro automóviles caminan por las calles de Berlín: nadie debe saber qué los mueve y por qué, pero si alguien que lo sabe, interviene, de dos de ellos al menos puede salir la muerte en ráfagas, con alboroto, gritos, desmayos, huidas de la gente inocente, mientras una mujer armada cubre a un niño con su cuerpo. Pero si nadie se interpone, nadie debe imaginar una relación dramática entre los cuatro coches. De los cuales, dos desaparecieron, yo no sé cómo, al abocar la Grossalmiralprinz-Frederikstrasse; los otros se detuvieron junto a la acera, tranquilamente. El profesor descendió, sacó una llave, abrió la verja del jardín: la señorita Grass había corrido hasta él, entró la primera y franqueó la puerta de la casa. Sólo entonces Irina y el niño entraron: lo que aquello entrañaba de protección, de precaución, sólo podían saberlo los cuatro que vigilaban. El profesor me hizo señal de que entrase también. Irina se había despojado de las gafas oscuras y me escrutaron sus grandes ojos al serme presentada. Casi sin dilación dijo:

– Tengo que salir a una diligencia. Vendré en seguida. Doctora Grass, encárguese del niño.

Le alargó la pistola, que la doctora tomó naturalmente.

– ¿Y la comida? ¿Quién se cuidará de la comida?

– Le dije que volveré en seguida.

Irina salió. Llevaba bolso y paraguas, las gafas habían quedado encima de una consola.

El niño le habló en inglés a la doctora, que subieran a ver a su madre. Se lo llevó escaleras arriba. Al abrirse una puerta, se oyó una voz de hombre que saludaba al niño. El profesor Wagner me explicó:

– A la señora Fletcher no la podemos dejar sola. Hay alguien que la vigila, y otro que viene por las tardes a enseñar al niño el juego del ajedrez. Es el momento que aprovecha la nurse para dar un paseo, y supongo que para comprar sus horquillas. Siempre tememos que no vuelva, siempre tememos que su cuerpo aparezca en un canal, y que haya que identificarla. Pero son sólo temores, ¿sabe? Es lo que dice ella.

– ¿Cómo se llama? No entendí bien el nombre cuando me la presentó.

– Schneider, creo que Pola. Bonita, ¿verdad? Estuvo en Rusia algún tiempo, y también en París.

– Sí. Es bonita.

El profesor Wagner todavía no se había quitado la gabardina. Mientras lo hacía, me dijo:

– Pase al salón. Hallará con qué entretenerse. Yo, en vista de que Suzy no baja, haré una visita a la cocina. No es que sea un gran químico, pero como físico no lo hago mal ¿Tiene usted preferencia por alguna clase de sandwiches?

– Fuera de los corrientes, los de pepino no me desagradan

– Veremos, entonces, si hay pepinos.

Me perseguían, aquella mañana, las ramas desnudas. Una de ellas arañaba también la vidriera del salón, la arañaba sin sonido, con movimiento reiterado, casi simétrico: parecía la pata de una gigantesca araña, una araña convulsa, o acaso solamente estremecida. Repasé desde la entrada libros, sofás, la chimenea de fuego amortiguado, algunos cachivaches, y algunos cuadros: todo parecía inglés, y temí que el profesor fuera uno de esos germanos a los que no ser ingleses les estorba la plena realización de sí mismos y se engañan recurriendo a la decoración. Pero el piano y la flauta no estarían tan visibles en un salón británico: devolvían el ambiente a lo alemán, y me hicieron pensar que la colaboración matutina entre el profesor y su ayudante, ignoro si también nocturna, cobraba formas musicales al caer de la tarde. Por otra parte, a la vista de la flauta, algo vibró alegremente en el corazón de Von Bülov: fui hasta ella, me apoyé en el piano, empecé a tocar lo más bajo posible y entretuve yo no sé cuánto tiempo: no tantos siglos como si el pájaro cantase, pero sí bastantes noches inacabables, traspasadas de luces, de catástrofes cósmicas, de imposibles dichas. Después resultó que mi éxtasis musical no había pasado de unos treinta minutos. Sentí hablar en el vestíbulo, entró Irina. Al volver la cabeza, vi que me miraba sin desconfianza, casi con simpatía.

– Siga tocando, se lo ruego, y perdóneme por haberle interrumpido.

Pero no pude seguir, porque se apoderó de mí, como si hubiera entrado en mí y me ocupase, la sensación de que, pudiendo acontecer muchas cosas importantes en aquel tiempo y lugar, ninguna sucedería, y el tiempo transcurriría muerto, mera duración colmada de trivialidades: un premio Nóbel que prepara bocadillos de pepino o una espía del Este que entra en el cuarto de baño a arreglarse un poco el pelo. Si, de pronto, alguien gritase que habían robado al niño: si Irina se me acercase y, apretándome el brazo me dijera: «¡Acabo de descubrir quién eres!», o si llamasen a la puerta y apareciese en ella el profesor Fletcher, desencajado, con la corbata tuerta, y clamase preguntando dónde estaban su mujer y su hijo, que necesitaba verlos, que para verlos había escapado de Berlín Este y perdido la libertad para siempre, si cualquiera de estas cosas posibles sucediera, todos los momentos antecedentes, incluidas las partitas de Bach que yo había ejecutado en un tiempo indefinido, aparecerían cargados de sentido, uno trabado en el otro, tiempo en cadena, especialmente tensos, tiempo colmado. Pero lo que sobrevino fue que la doctora Grass, desde el vestíbulo, dio unas voces, llamó a todo el mundo por su nombre, se oyó al niño en la escalera, y, momentos después, me presentaban a la señora Fletcher, que tendría treinta años, que era bonita y un poco lánguida, aunque esto último pudiera resultar de la soledad amorosa en que se hallaba.

– Ya me han dicho que se interesa usted por los rayos láser.

– No especialmente, señora, sino como una de tantas armas que pueden alterar la situación estratégica.

Es un tema este, acerca del que todo el mundo opina y tiene ideas, que cree propias, pero que en general proceden de un periódico que lee, de la radio que oye, y también, por supuesto, del canal de televisión. Aparentemente divergentes, las ideas del profesor y de su ayudante coinciden en el fondo. En cuanto a la señora Fletcher, está persuadida de que los rayos láser inclinarán la balanza a favor de quien sepa utilizarlos, aunque también puede inclinarse a favor de quien sepa impedir que se utilicen: da la impresión de que la balanza de la señora Fletcher es gigantesca, y de que, en su eje, está instalado su marido.

Irina le colocaba al niño la servilleta. La sentaron a mi derecha; después, el niño, y, a su lado, la señora Fletcher. El bolso de Irina le quedaba cerca, a mano. Estábamos frente a las vidrieras abiertas del jardín. Detrás de mí, en el vestíbulo, pasos de hombre iban y venían. Imaginé que, fuera de la casa, cuatro personas con tendencia a la inmovilidad eran sustituidas por otras cuatro con semejante vocación: las ocho coincidían en no sacar la mano del bolsillo derecho de la chaqueta. Su única variación afectaba, si acaso, al periódico: dos alemanes o rusos, dos norteamericanos. Si ninguna de las cosas previstas acaeciera, sino sólo una imprevista, lo primero que harían aquellos inmóviles lectores de la Prensa diaria, sería destruirse dos a dos. ¿Qué pudiera ser lo imprevisto? No, por supuesto, que la conversación, durante la comida, versara sobre temas militares, e incluso que se organizara una especie de discusión, de la que sin duda hubieran aprendido mucho los Estados Mayores, pues si la señora Fletcher parecía apegada a la trascendencia del láser, el profesor Wagner mostró su decidida parcialidad por las bases en la luna y nos favoreció con la descripción de un viaje a bordo de un cohete logístico que él no había construido, aunque sí imaginado, y si no lo dio a entender, nos hizo sospechar, a mí al menos, que en alguna de sus carpetas estaban los planos y los cálculos de aquel cohete de tan fácil manejo y tan barata construcción, llamado a revolucionar el concepto de cohete, la industria de los cohetes y hasta su posible poesía. Irina ayudaba al niño a comer, y la doctora Grass ayudaba al profesor en todas las cuestiones relativas al decorado interior del cohete y a sus comodidades, y, entre los dos, lo pintaron tan atractivo, que sin duda cualquier pareja de enamorados lo elegiría para un viaje de novios a la luna, ida y vuelta. De modo que nadie esperaba que después de los postres, a la señora Fletcher se le ocurriera desear que alguien cantase, o incluso cantar ella misma si había un voluntario para acompañarla al piano. Se prestó el profesor Wagner, de muy buena gana, que lo hizo bastante bien, de lo que pude inferir que la flauta travesera la tocaba la doctora Grass. La señora Fletcher cantó dos o tres baladas escocesas con voz un poco áspera y acento de Nueva Inglaterra, pero agradable: el tema de sus canciones fue la nostalgia, pero, donde ella decía Highlands, podía ponerse el nombre de su marido. Al final, se emocionó: cogió al niño, se sentó en un sillón con él en el regazo, muy abrazados, y nos suplicó que siguiéramos cantando o tocando, le daba igual pero sin tenerla en cuenta, si bien rogaba que las canciones no fueran estrepitosamente alegres. Entonces, le dije a Irina que me gustaría seguir con la flauta algo que ella cantase artístico o popular, como quisiese. Nombró una canción francesa, otra alemana y otra rusa. Le respondí que las tres. La doctora Grass parecía muy animada, y el profesor Wagner se retiró del piano y se sentó cerca de la señora Fletcher.

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