VI. Junio. Masa para hacer fósforos
INGREDIENTES:
1 onza de nitro en polvo
½ onza de minio
½ onza de goma arábiga en polvo
1 dracma de fósforo
azafrán
cartón
Manera de hacerse:
Disuélvase la goma arábiga en agua caliente hasta que se haga una masa no muy espesa; estando preparada se le une el fósforo y se disuelve en ella, al igual que el nitro. Se le pone después el minio suficiente para darle color.
Tita observaba al doctor Brown realizar estas acciones en silencio.
Estaba sentada junto a la ventana de un pequeño laboratorio que el doctor tenia en la parte trasera del patio de su casa. La luz que se filtraba por la ventana le daba en la espalda y le proporcionaba una pequeña sensación de calor, tan sutil que era casi imperceptible. Su frío crónico no le permitía calentarse, a pesar de estar cubierta con su pesada colcha de lana. Por uno de sus extremos continuaba tejiéndola por las noches, con un estambre que John le habla comprado.
De toda la casa, ése era el lugar preferido de ambos. Tita lo había descubierto a la semana de haber llegado a la casa del doctor John Brown. Pues John, en contra de lo que Mamá Elena le había pedido, en lugar de depositarla en un manicomio la llevó a vivir con él. Tita nunca dejaría de agradecérselo. Tal vez en un manicomio hubiera terminado realmente loca. En cambio, aquí, con las cálidas palabras y las actitudes de John para con ella se sentía cada día mejor. Como en sueños recordaba su llegada a la casa. Entre imágenes borrosas guardaba en su memoria el intenso dolor que sintió cuando el doctor le puso la nariz en su lugar.
Después las manos de John, graves y amorosas, quitándole la ropa y bañándola; luego con cuidado le había desprendido de todo el cuerpo la suciedad de las palomas, dejándola limpia y perfumada. Por último, le había cepillado el cabello tiernamente y acostado en una cama con sábanas almidonadas.
Esas manos la habían rescatado del horror y nunca lo olvidaría.
Algún día, cuando tuviera ganas de hablar le gustaría hacérselo saber a John; por ahora prefería el silencio. Tenía muchas cosas que ordenar en su mente y no encontraba palabras para expresarlo que se estaba cocinando en su interior desde que dejó el rancho. Se sentía muy desconcertada. Los primeros días inclusive no quería salir del cuarto, ahí le llevaba sus alimentos Caty, una señora norteamericana de setenta años, que aparte de encargarse de la cocina tenía la misión de cuidar de Alex, el pequeño hijo del doctor. La madre de éste se había muerto cuando él nació. Tita escuchaba a Alex reír y corretear por el patio, sin ánimos de conocerlo.
A veces Tita ni siquiera probaba la comida, era una comida insípida que le desagradaba. En lugar de comer, prefería ponerse horas enteras viéndose las manos. Como un bebé, las analizaba y las reconocía como propias. Las podía mover a su antojo, pero aún no sabía qué hacer con ellas, aparte de tejer. Nunca había tenido tiempo de detenerse a pensar en estas cosas. Al lado de su madre, lo que sus manos tenían que hacer estaba fríamente determinado, no había dudas. Tenía que levantarse, vestirse, prender el fuego en la estufa, preparar el desayuno, alimentar a los animales, lavar los trastes, hacer las camas, preparar la comida, lavar los trastes, planchar la ropa, preparar la cena, lavar los trastes, día tras día, año tras año. Sin detenerse un momento, sin pensar si eso era lo que le correspondía. Al verlas ahora libres de las órdenes de su madre no sabía qué pedirles que hicieran, nunca lo había decidido por sí misma. Podían hacer cualquier cosa o convertirse en cualquier cosa. ¡Si pudieran transformarse en aves y elevarse volando! Le gustaría que la llevaran lejos, lo más lejos posible. Acercándose a la ventana que daba al patio, elevó sus manos al cielo, quería huir de sí misma, no quería pensar en tomar una determinación, no quería volver a hablar. No quería que sus palabras gritaran su dolor.
Deseó con toda el alma que sus manos se elevaran. Permaneció un buen rato así, viendo el fondo azul del cielo a través de sus inmóviles manos. Tita pensó que el milagro se estaba convirtiendo en realidad cuando observó que sus dedos se empezaban a transformar en un tenue vapor que se elevaba al cielo. Se preparó para subir atraída por una fuerza superior, pero nada de eso sucedió. Decepcionada, descubrió que el humo no le pertenecía.
Provenía de un pequeño cuarto al fondo del patio. Una fumarola desperdigaba por el ambiente un olor tan agradable y a la vez tan familiar que le hizo abrir la ventana para poder inhalarlo profundamente. Con sus ojos cerrados se vio sentada junto a Nacha en el piso de la cocina mientras hacían tortillas de maíz: vio la olla donde se cocinaba un puchero de lo más aromático, junto a él los frijoles soltaban el primer hervor… sin dudarlo decidió ir a investigar quién cocinaba. No podía tratarse de Caty. La persona que producía ese tipo de olor con la comida sí sabía cocinar. Sin haberla visto, Tita sentía reconocerse en esa persona; quienquiera que fuera.
Cruzó el patio con determinación, abrió la puerta y se encontró con una agradable mujer como de ochenta años de edad. Era muy parecida a Nacha. Una larga trenza cruzada le cubría la cabeza, estaba limpiándose el sudor de la frente con el delantal. Su rostro tenía claros rasgos indígenas. Hervía té en un cazo de barro.
Levantó la vista y le sonrió amablemente, invitándola a sentarse junto a ella. Tita así lo hizo. Inmediatamente le ofreció una taza de ese delicioso té.
Tita lo tomó despacito, disfrutando al máximo el sabor de esas hierbas desconocidas y conocidas al mismo tiempo. Qué sensación más agradable le producían el calor y el sabor de esta infusión.
Permaneció un buen rato al lado de esta señora. Ella tampoco hablaba, pero no era necesario. Desde un principio se estableció entre ellas una comunicación que iba más allá de las palabras.
Desde entonces diariamente la había visitado. Pero poco a poco, en lugar de ella, fue apareciendo el doctor Brown. La primera vez que sucedió le causó extrañeza, no esperaba encontrarlo ahí, ni tampoco los cambios que había hecho en la decoración del lugar.
Ahora había muchos aparatos científicos, tubos de ensayo, lámparas, termómetros, etc. La pequeña estufa había perdido el lugar preponderante, para ocupar un pequeño sitio en un rincón de la habitación. Sentía que no era justa esta relegación, pero como no deseaba que sus labios emitieran sonido alguno, se guardó para más tarde su opinión al respecto junto con la pregunta sobre el paradero y la identidad de esta mujer. Además tenía que reconocer que también disfrutaba enormemente de la compañía de John. La única diferencia era que él sí hablaba, y en lugar de cocinar se dedicaba a poner a prueba sus teorías de una manera científica.
Esta afición por experimentar la había heredado de su abuela, una india kikapú a la que su abuelo había raptado y llevado a vivir con él lejos de su tribu. Con todo y que se casó con ella, la orgullosa y netamente norteamericana familia del abuelo le había construido este cuarto al fondo de la casa, donde la abuela podía pasar la mayor parte del día dedicándose a la actividad que más le interesaba: investigar las propiedades curativas de las plantas.
Al mismo tiempo este cuarto le servía de refugio en contra de las agresiones de su familia. Una de las primeras que recibió fue que le pusieran el mote de «la kikapú», en lugar de llamarla por su verdadero nombre, creyendo que con esto la iban a molestar enormemente. Para los Brown, la palabra «kikapú» encerraba lo más desagradable de este mundo, pero no así para «Luz del amanecer». Para ella significaba todo lo contrario y era un motivo enorme de orgullo.
Éste era sólo un pequeño ejemplo de la gran diferencia de opiniones y conceptos que existían entre estos representantes de dos culturas tan diferentes, y que hacía imposible que entre los Brown surgiera el deseo de un acercamiento a las costumbres y tradiciones de «Luz del amanecer». Tuvieron que pasar años antes de que se adentraran un poco en la cultura de «la kikapú». Fue cuando el bisabuelo de John, Peter, estuvo muy enfermo de un mal en los bronquios. Los accesos de tos lo hacían ponerse morado constantemente. El aire no podía entrarle libremente en sus pulmones. Su esposa Mary, conocedora de nociones sobre medicina, pues era hija de un médico, sabía que en estos casos el organismo del enfermo producía mayor cantidad de glóbulos rojos; para contrarrestar esta insuficiencia era recomendable aplicar una sangría para prevenir que un exceso de estos glóbulos produjera un infarto o un trombo, ya que cualquiera de ellos podía ocasionar la muerte del enfermo.
La abuela de John, Mary, entonces empezó a preparar las sanguijuelas con las que aplicaría la sangría a su esposo. Mientras lo hacía, se sentía de lo más orgullosa de estar al tanto de los mejores conocimientos científicos que le permitían cuidar la salud de su familia de una manera moderna y adecuada, ¡no con hierbas como «la kikapú»!
Las sanguijuelas se ponen dentro de un vaso con medio dedo de agua, por espacio de una hora. La parte del cuerpo donde se van a aplicar se lava con agua tibia azucarada. Entre tanto se colocan las sanguijuelas en un lienzo limpio y se cubren con él. Después se colocan sobre la parte en que se han de agarrar, sujetándolas bien con el paño y procurando comprimirlas, para que no vayan a picar por otro lado. Si después de desprenderlas conviniera la evacuación de sangre, ésta se favorece por medio de fricciones de agua caliente. Para contener la sangre y cerrar las fisuras se cubren con yesca de álamo o trapo y luego se aplica una cataplasma de miga de pan y leche, que se retira hasta que las fisuras estén enteramente cicatrizadas.
Mary hizo todo esto al pie de la letra, pero el caso es que cuando retiraron las sanguijuelas del brazo de Peter se empezó a desangrar y no podían contener la hemorragia. Cuando «la kikapú» escuchó los gritos de desesperación provenientes de la casa corrió a ver qué era lo que pasaba. Al momento se acercó al enfermo y al poner una de sus manos sobre las heridas logró de inmediato contener el sangrado. Todos quedaron asombradísimos. Entonces les pidió que por favor la dejaran a solas con el enfermo. Nadie se atrevió a decirle que no después de lo que acababan de presenciar. Se pasó toda la tarde al lado de su suegro cantándole melodías extrañas y poniéndole cataplasmas de hierbas entre los humos del incienso y copal que había puesto a quemar. Hasta muy entrada la noche no abrió la puerta de la recámara y salió rodeada de nubes de incienso; tras ella, Peter hizo su aparición, completamente restablecido.