Por su parte, Tita y Pedro hacían poderosos esfuerzos por no dar rienda suelta a sus impulsos sexuales, pero éstos eran tan fuertes que transponían la barrera de su piel y salían al exterior en forma de un calor y un olor singular. John lo notó y viendo que estaba haciendo mal tercio, se despidió y se fue. A Tita le dio pena verlo irse solo. John debió haberse casado con alguien cuando ella se negó a ser su esposa, pero nunca lo hizo.
En cuanto John partió, Chencha pidió permiso para ir a su pueblo: hacía unos días que su esposo se había ido a levantar adobe y de pronto le había dado unos deseos inmensos de verlo.
Si Pedro y Mita hubieran planeado quedarse solos de luna de miel no lo hubieran logrado con menos esfuerzo. Por primera vez en la vida podían amarse libremente. Por muchos años fue necesario tomar una serie de precauciones para que no los vieran, para que nadie sospechara, para que Tita no se embarazara, para no gritar de placer cuando estaban uno dentro del otro. Desde ahora todo eso pertenecía al pasado.
Sin necesidad de palabras se tomaron de las manos y se dirigieron al cuarto obscuro. Antes de entrar, Pedro la tomó en sus brazos, abrió lentamente la puerta y ante su vista quedó el cuarto obscuro completamente transformado. Todos los triques hablan desaparecido. Sólo estaba la cama de latón tendida regiamente en medio del cuarto. Tanto las sábanas de seda como la colcha eran de color blanco, al igual que la alfombra de flores que cubría el piso y los 250 cirios que iluminaban el ahora mal llamado cuarto obscuro. Tita se emocionó pensando en el trabajo que Pedro habría pasado para adornarlo de esta manera, y Pedro lo mismo, pensando cómo se las había ingeniado Tita para hacerlo a escondidas.
Estaban tan henchidos de placer que no notaron que en un rincón del cuarto Nacha encendía el último cirio y, haciendo mutis, se evaporaba.
Pedro depositó a Tita sobre la cama y lentamente le fue quitando una a una todas las prendas de ropa que la cubrían. Después de acariciarse y mirarse con infinita ternura, dieron salida a la pasión por tantos años contenida.
El golpeteo de la cabecera de latón contra la pared y los sonidos guturales que ambos dejaban escapar se confundieron con el ruido del millar de palomas volando sobre ellos, en desbandada. El sexto, sentido que los animales tienen indicó a las palomas que era preciso huir rápidamente del rancho. Lo mismo hicieron todos los demás animales, las vacas, los cerdos, las gallinas, las codornices, los borregos y los caballos.
Tita no podía darse cuenta de nada. Sentía que estaba llegando al clímax de una manera tan intensa que sus ojos cerrados se iluminaron y ante ella apareció un brillante túnel.
Recordó en ese instante las palabras que algún día John le había dicho: «Si por una emoción muy fuerte se llegan a encender todos los cerillos que llevamos en nuestro interior de un solo golpe, se produce un resplandor tan fuerte que ilumina más allá de lo que podemos ver normalmente, y entonces ante nuestros ojos aparece un túnel esplendoroso y que muestra el camino que olvidamos al momento de nacer y que nos llama a reencontrar nuestro perdido origen divino. El alma desea reintegrarse al lugar de donde proviene, dejando al cuerpo inerte… Tita contuvo su emoción.
Ella no quería morir. Quería experimentar esta misma explosión de emociones muchas veces más. Éste sólo era el inicio.
Trató de normalizar su agitada respiración y hasta entonces percibió el sonido del aleteo del último grupo de palomas en su' partida. Aparte de este sonido, sólo escuchaba el de los corazones de ambos. Los latidos eran poderosos. Inclusive podía sentir el corazón de Pedro chocar sobre la piel de su pecho. De pronto este golpeteo se detuvo abruptamente. Un silencio mortal se difundió por el cuarto. Le tomó muy poco tiempo darse cuenta, de que Pedro había muerto.
Con Pedro moría la posibilidad de volver a encender su fuego interior, con él se iban todos los cerillos. Sabía que el calor natural que ahora sentía se iba a ir extinguiendo poco a poco, devorando su propia sustancia tan pronto como le faltara el alimento para mantenerlo.
Seguramente Pedro había muerto en el momento del éxtasis al penetrar en el túnel luminoso. Se arrepintió de no haberlo hecho ella también. Ahora le sería imposible ver nuevamente esa luz, pues ya no era capaz de sentir nada. Quedaría vagando errante por las tinieblas toda la eternidad, sola, muy sola. Tenía que encontrar una manera, aunque fuera artificial, de provocar un fuego tal que pudiera alumbrar ese camino de regreso a su origen y a Pedro. Pero primero era preciso calmar el frío congelante que la empezaba a paralizar. Se levantó, fue corriendo por la enorme colcha que había tejido noche tras noche de soledad e insomnio y se la echó encima. Con ella cubrió las tres hectáreas que comprendía el rancho en su totalidad. Sacó del cajón de su buró la caja de cerillos que John le había regalado. Necesitaba mucho fósforo en el cuerpo. Se empezó a comer uno a uno los cerillos que contenía la caja. Al masticar cada fósforo cerraba los ojos fuertemente e intentaba reproducir los recuerdos más emocionantes entre Pedro y ella. La primera mirada que recibió de él, el primer roce de sus manos, el primer ramo de rosas, el primer beso, la primera caricia, la primera relación íntima. Y logró lo que se proponía. Cuando el fósforo que masticaba hacía contacto con la luminosa imagen que evocaba, el cerillo se encendía. Poco a poco su visión se fue aclarando hasta que ante sus ojos apareció nuevamente el túnel. Ahí, a la entrada, estaba la luminosa figura de Pedro, esperándola. Tita no dudó. Se dejó ir a su encuentro y ambos se fundieron en un largo abrazo y experimentando nuevamente un clímax amoroso partieron juntos hacia el edén perdido. Ya nunca más se separarían.
En ese momento los cuerpos ardientes de Pedro y Tita empezaron a lanzar brillantes chispas. Éstas encendieron la, colcha que a su vez incendió todo el rancho. ¡Qué a tiempo habían emigrado los animales, para salvarse del incendio! El cuarto oscuro se convirtió en un volcán voluptuoso. Lanzaba piedras y ceniza por doquier. Las piedras en cuanto alcanzaban altura estallaban, convirtiéndose en luces de todos los colores. Los habitantes de las comunidades cercanas observaban el espectáculo a varios kilómetros de distancia, creyendo que se trataba de los fuegos artificiales de la boda de Alex y Esperanza. Pero cuando estos fuegos se prolongaron por una semana se acercaron con curiosidad.
Una capa de ceniza de varios metros de altura cubría todo el rancho. Cuando Esperanza, mi madre, regresó de su viaje de bodas, sólo encontró bajo los restos de lo que fue el rancho este libro de cocina que me heredó al morir y que narra en cada una de sus recetas esta historia de amor enterrada.
Dicen que bajo las cenizas floreció todo tipo de vida, convirtiendo ese terreno en el más fértil de la región.
Durante mi niñez yo tuve la fortuna de gozar de las deliciosas frutas y verduras que ahí se producían. Con el tiempo, mi mamá mandó construir en ese terreno un pequeño edificio de departamentos. En uno de ellos aún vive Alex, mi padre. El día de hoy va a venir a mi casa a celebrar mi cumpleaños. Por eso estoy preparando tortas de Navidad, mi platillo favorito. Mi mamá me las preparaba cada año. ¡Mi mamá…! ¡Cómo extraño su sazón, el olor de su cocina, sus pláticas mientras preparaba la comida, sus tortas de Navidad! Yo no sé por qué a mí nunca me han quedado como a ella y tampoco sé por qué derramo tantas lágrimas cuando las preparo, tal vez porque soy igual de sensible a la cebolla que Tita, mi tía abuela, quien seguirá viviendo mientras haya alguien que cocine sus recetas.