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XI. Noviembre. Frijoles gordos con chile a la Tezcucana

INGREDIENTES:

Fríjoles gordos

Carne de puerco

Chicharrón

Chile ancho

Cebolla

Queso rallado

Lechuga

Aguacate

Rábanos

Chiles tomachiles

Aceitunas

Manera de hacerse:

A los frijoles primero se les tiene que dar un cocimiento con tequesquite, y, después de lavados, se ponen nuevamente a cocer junto con pedacitos de carne de puerco y chicharrón.

Poner los frijoles a cocer fue lo primero que hizo Tita en cuanto se levantó a las cinco de la mañana.

Hoy estaban invitados a comer John y su tía Mary, que había venido desde Pennsylvania sólo para asistir a la boda de Tita y John. La tía Mary estaba ansiosa por conocer a la prometida de su sobrino preferido y no había podido hacerlo por lo inoportuno que esto sería, dadas las condiciones de salud de Pedro. Esperaron una semana a que se restableciera para hacer una visita oficial. A Tita le angustiaba mucho no poder cancelar esta presentación debido a que la tía de John ya tenía ochenta años y había venido desde tan lejos sólo con la esperanza de conocerla. Darle una buena comida a la tía Mary era lo menos que Tita podía hacer por la dulce anciana y por John, pero no tenía nada que ofrecerles aparte de la noticia de que no se casaría con John. Se sentía completamente vacía, como un platón al que sólo le quedan las migajas de lo que fue un excelente pastel. Buscó alimentos en la despensa pero éstos brillaban por su ausencia, verdaderamente no tenía nada. La visita de Gertrudis al rancho había arrasado con todas las reservas. Lo único que le quedaba en el granero, aparte de maíz para hacer unas ricas tortillas, eran arroz y frijoles. Pero con buena voluntad e imaginación podría preparar una comida digna. Un menú de arroz con plátanos machos y frijoles a la Tezcucana no la haría quedar mal.

Como los frijoles no estaban tan frescos como en otras ocasiones y previendo que se tomaran más tiempo del acostumbrado en cocerse, los puso desde temprano y, mientras éstos lo hacían, se ocupó en desvenar los chiles anchos.

Después de desvenados los chiles, se ponen a remojar en agua caliente y por último se muelen.

Inmediatamente después de haber dejado los chiles remojando, Tita preparó el desayuno de Pedro y se lo llevó a su recámara.

Ya se encontraba bastante restablecido de sus quemaduras. Tita en ningún momento había dejado de aplicarle la corteza del tepezcohuite, y con esto había evitado que a Pedro le quedaran cicatrices. John había aprobado por completo el tratamiento. Él mismo, curiosamente, continuaba desde hacía tiempo los experimentos con esta corteza que su abuela «Luz del amanecer» había iniciado. Pero esperaba a Tita ansiosamente. Aparte de las deliciosas comidas que ésta le llevaba a diario, otro aspecto relevante influyó en su asombroso restablecimiento: las pláticas que tenía con ella después de tomar sus alimentos. Pero esta mañana Tita no tenía tiempo para dedicarle, quería preparar la comida para John lo mejor posible. Pero, estallando en celos, le dijo:

– Lo que deberías hacer en vez de invitarlo a comer, es decirle de una vez por todas que no te vas a casar con él, porque estás esperando un hijo mío.

– No puedo decirle eso, Pedro.

– ¿Qué? ¿Tienes miedo de lastimar al doctorcito?

– No es que tenga miedo, sino que sería muy injusto tratar a John de esa manera, él se merece todo mi respeto y tengo que esperar al mejor momento para hablarle.

– Si no lo haces tú, lo voy a hacer yo mismo.

– No, no le vas a decir nada; en primera, porque no te lo permito y, en segunda, porque no estoy embarazada.

– ¿Qué? ¿Qué dices?

– Lo que confundí con un embarazo fue sólo un desarreglo, pero ya me normalicé.

– Entonces ¿es eso? Ahora entiendo perfectamente lo que te pasa. No quieres hablar con John porque tal vez estás dudando entre quedarte a mi lado o casarte con él ¿verdad? Ahora ya no estás atada a mí, un pobre enfermo.

Tita no entendía esta actitud de Pedro: parecía un niño chiquito emberrinchado. Hablaba como si fuera a estar enfermo por el resto de sus días y no era para tanto, en poco tiempo estaría restablecido por completo. Sin duda el accidente que sufrió le había alterado la mente. Tal vez tenía la cabeza llena del humo que su cuerpo había despedido al quemarse y así como un pan achicharrado altera el olor de toda una casa convirtiéndolo en desagradable, así su cerebro ahumado lanzaba estos negros pensamientos transmutando sus usualmente gratas palabras en insoportables. No era posible que dudara de ella, ni tampoco que tuviera la intención de actuar contrariamente a lo que siempre había sido una característica de su conducta para con los demás: la decencia.

Salió de la recámara muy molesta, y Pedro, antes de que cerrara la puerta, le gritó que no quería que volviera a llevarle la comida, que mandara a Chencha, para que pudiera tener tiempo suficiente de ver a John sin ningún problema.

Tita entró enojada a la cocina y se dispuso a desayunar, no lo había hecho antes pues para ella su primer interés era atender a Pedro y después su trabajo diario, y todo ¿para qué? Para que Pedro en lugar de tomárselo en cuenta reaccionara como lo hizo, ofendiéndola con sus palabras y actitudes. Definitivamente Pedro estaba convertido en un monstruo de egoísmo y celos.

Se preparó unos chilaquiles y se sentó a comerlos en la mesa de la cocina. No le gustaba hacerlo sola y últimamente no le había quedado otra, pues Pedro no se podía mover de la cama, Rosaura no quería salir de su recámara y permanecía encerrada a piedra y lodo sin recibir alimentos, y Chencha, después de tener su primer hijo, se había tomado unos días de reposo.

Por tanto, los chilaquiles no le supieron como en otras ocasiones: les faltaba la compañía de alguien. De pronto escuchó unos pasos. La puerta de la cocina se abrió y apareció Rosaura.

Tita se sorprendió al verla. Estaba igual de delgada que cuando era soltera. ¡Con sólo una semana de no comer! Parecía imposible que hubiera perdido 30 kilos en sólo siete días, pero así era. Lo mismo le habla pasado cuando se habían ido a vivir a San Antonio: adelgazó rápidamente, pero no hacia más que regresar al rancho y ¡a engordar!

Rosaura entró altivamente y se sentó frente a Tita. La hora de enfrentarse con su hermana había llegado, pero no seria Tita quien iniciara la disputa. Retiró el plato, le dio un sorbo a su café y empezó cuidadosamente a partir en trozos pequeños las orillas de la tortillas que había utilizado para hacer sus chilaquiles.

Acostumbraban a quitarle la orilla a todas las tortillas que comían para echárselas a las gallinas. También desmenuzaban el migajón del bolillo con la misma intención. Rosaura y Tita se miraron fijamente a los ojos y permanecieron en esta actitud hasta que Rosaura abrió la discusión.

– Creo que tenemos pendiente una conversación, ¿no lo crees?

– Sí, sí lo creo. Y creo que fue desde que te casaste con mi novio.

– Está bien, si lo quieres, empecemos por ahí. Tú tuviste un novio indebidamente. No te correspondía tenerlo.

– ¿Según quién? ¿Según mamá o según tú?

– Según la tradición de la familia, que tú rompiste.

– Y que voy a romper cuantas veces sea necesario, mientras esa maldita tradición no me tome en cuenta. Yo tenla el mismo derecho a casarme que tú, y tú eras la que no tenla derecho a meterse en medio de dos personas que se querían profundamente.

– Pues ni tan profundamente. Ya ves cómo Pedro te cambió por mí a la menor oportunidad. Yo me casé con él, porque él así lo quiso. Y si tuvieras tantito orgullo lo deberías de haber olvidado para siempre.

– Pues para tu información, se casó contigo sólo por estar cerca de mí. No te quería y tú lo sabias muy bien.

– Mira, mejor ya no hablemos del pasado, a mí no me importan los motivos por los que Pedro se casó conmigo. Se casó y punto. Y yo no voy a permitir que ustedes dos se burlen de mí, ¡óyelo bien! No estoy dispuesta a hacerlo.

– Nadie intenta burlarse de ti, Rosaura, no entiendes nada.

– No, ¡qué va! Entiendo muy bien el papel en el que me dejas, cuando toda la gente del rancho te ve llorando al lado de Pedro y tomándolo amorosamente de la mano. ¿Sabes cuál es? ¡El del hazmerreír! ¡De veras que no tienes perdón de Dios! Y mira, a mí me tiene muy sin cuidado si tú y Pedro se van al infierno por andarse besuqueando por todos los rincones. Es más, de ahora en adelante pueden hacerlo cuantas veces quieran. Mientras nadie se entere, a mí no me importa, porque Pedro va a necesitar hacerlo con la que sea, pues lo que es a mí, no me va a volver a poner una sola mano encima. ¡Yo sí tengo dignidad! Que se busque una cualquiera como tú para sus cochinadas, pero eso sí, en esta casa yo voy a seguir siendo la esposa. Y ante los ojos de los demás también. Porque el día que alguien los vea y me vuelvan a hacer quedar en ridículo, te juro que se van a arrepentir.

Los gritos de Rosaura se confundían con los del llanto apremiante de Esperanza. Desde hacía un rato la niña lloraba, pero había ido subiendo gradualmente el tono de sus sollozos hasta alcanzar niveles insoportables. De seguro ya quería comer. Rosaura se levantó lentamente y dijo:

– Voy a darle de comer a mi hija. De hoy en adelante no quiero que tú lo vuelvas a hacer, la podrías manchar de lodo. De ti sólo recibiría malos ejemplos y malos consejos.

– De eso sí puedes estar muy segura. ¡No voy a permitir que a tu hija la envenenes con las ideas de tu enferma cabeza. Ni voy a dejar que le arruines la vida obligándola a seguir una tradición estúpida!

– ¿Ah sí? ¿Y cómo vas a impedirlo? De seguro piensas que te voy a dejar estar cerca de ella como hasta ahora, pero fíjate chiquita que no. ¿Cuándo has visto que a las mujeres de la calle se les permita estar junto a las niñas de familias decentes?

– ¡No me digas que en serio crees que nuestra familia es decente!

– Mi pequeña familia sí lo es. Y para que lo siga siendo te prohíbo acercarte a mi hija, o me voy a ver en la necesidad de correrte de esta casa, que mamá me heredó. ¿Lo entiendes?

Rosaura salió de la cocina con la papilla que Tita había preparado para Esperanza y se fue a darle de comer. A Tita no le podía haber hecho nada peor. Sabía lastimarla en lo más profundo.

Esperanza era una de las cosas más importantes de este mundo para ella. ¡Qué dolor sentía! Mientras partía el último pedazo de tortilla que tenía en las manos deseó con toda su alma que a su hermana se la tragara la tierra. Era lo menos que se merecía.

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