Mientras discutía con Rosaura no había dejado de desmenuzar los trozos de tortillas, por lo que las había dejado partidas en pedazos minúsculos. Tita, con furia, las puso sobre un plato y salió a tirárselas a las gallinas, para luego continuar con la preparación de los frijoles. Todo el tendero del patio estaba lleno de los relucientes pañales de Esperanza. Eran unos pañales bellísimos. Entre todas se habían pasado tardes enteras bordándole las orillas. El viento los mecía y parecían olas de espuma. Tita desvió su mirada de los pañales. Tenía que olvidarse de la niña, estaba comiendo por primera vez sin ella, si es que quería terminar de preparar la comida. Se metió a la cocina y prosiguió con la elaboración de los frijoles.
Se pone a freír la cebolla picada en manteca. Al dorarse se le agrega ahí mismo el chile ancho molido y sal al gusto.
Ya que sazonó el caldillo, se le incorporan los frijoles junto con la carne y el chicharrón.
Fue inútil tratar de olvidarse de Esperanza. Cuando Tita vació los frijoles en la olla recordó lo mucho que a la niña le gustaba el caldo de frijol. Para dárselo, la sentaba sobre sus piernas, le ponía una gran servilleta en el pecho y se lo daba con una cucharita de plata. Qué alegría sintió el día en que escuchó el sonido de la cuchara al chocar con la punta del primer diente de Esperanza. Ahora le estaban saliendo dos más. Tita ponía mucho cuidado de no lastimárselos cuando le daba de comer. Ojalá que Rosaura hiciera lo mismo. ¡Pero qué iba a saber! Si nunca antes lo había hecho. Ni sabría tampoco prepararle el baño con agua de hojas de lechuga para asegurarle un sueño tranquilo por las noches, ni sabría vestirla ni besarla ni abrazarla ni arrullarla, como ella lo hacía. Tita pensó que tal vez lo mejor sería que dejara el rancho. Pedro la había desilusionado; Rosaura, sin ella en casa, podría rehacer su vida y la niña tendría que acostumbrarse tarde o temprano a los cuidados de su verdadera madre. Si Tita se seguía encariñando cada día más con ella iba a sufrir igual que lo hizo con Roberto. No tenía caso, ésta no era su familia y en cualquier momento se la podrían quitar con la misma facilidad con la que se quita una piedra a los frijoles cuando uno los está limpiando. En cambio, John le ofrecía establecer una nueva familia, que nadie le quitaría. Él era un hombre maravilloso y la quería mucho. No le sería difícil, con el tiempo, enamorarse perdidamente de él. No pudo continuar con sus reflexiones pues las gallinas empezaron a hacer gran alharaca en el patio. Parecía que habían enloquecido o tenían complejo de gallo de pelea. Se daban de picotazos unas a las otras, tratando de arrebatarse los últimos trozos de tortilla que quedaban sobre el suelo. Brincaban y volaban desordenadamente por todos lados, agrediéndose con violencia. Entre todas ellas había una, la más furiosa, que con el pico le sacaba los ojos a cuanta gallina podía, salpicando de sangre los blancos pañales de Esperanza. Tita, asustadísima, trató de parar la riña, lanzándoles una cubeta de agua. Lo que logró fue que enfurecieran más y que subieran de tono la pelea. Formaron un círculo, dentro del cual se correteaban unas a otras vertiginosamente. De pronto, las gallinas se vieron atrapadas irremediablemente por la fuerza que ellas mismas generaban en su alocada carrera y ya no pudieron zafarse del remolino de plumas, polvo y sangre que empezó a girar y girar cada vez con más fuerza hasta convertirse en un poderoso tornado que arrasaba con todo lo que encontraba a su paso, empezando por los objetos más cercanos, en este caso, los pañales de Esperanza, que estaban sobre los tendederos del patio. Tita trató de rescatar algunos pañales, pero al ir a tomarlos, se vio arrastrada por la fuerza del poderoso remolino que la levantó varios metros del piso, le dio tres vueltas infernales entre la furia de los picotazos para después lanzarla con ímpetu hasta el extremo opuesto del patio, en donde cayó como costal de papas.
Tita se quedó pecho tierra asustadísima. No quería moverse. Si el remolino la atrapaba nuevamente corría el peligro de que las gallinas le sacaran un ojo. Este vórtice de gallinas fue perforando los terrenos del patio, haciendo un pozo profundo por el que la mayoría de ellas desapareció de este mundo. La tierra se las tragó. De esta pelea sólo sobrevivieron tres gallinas pelonas y tuertas. De los pañales ninguno.
Tita, sacudiéndose el polvo, revisó el patio; ni señas había de las gallinas. Lo que más le preocupaba era la desaparición de los pañales que con tanto amor había bordado. Tendrían que reponerlos rápidamente por unos nuevos. Bueno, pensándolo bien ése ya no era su problema; Rosaura había dicho que no quería que se acercara más a Esperanza, ¿no?… Entonces, que ella se encargara de solucionar su problema y Tita se encargaría de solucionar el suyo, que por el momento sólo era tener lista la comida para John y la tía Mary.
Entró a la cocina y se dispuso a terminar de preparar los frijoles, pero cuál no seria su sorpresa al ver que a pesar de todas las horas que llevaban en el fuego los frijoles aún no estaban cocidos.
Algo anormal estaba pasando. Tita recordó que Nacha siempre le decía que cuando dos o más personas discutían mientras estaban preparando tamales, éstos quedaban crudos. Podían pasar días y días sin que se cocieran, pues los tamales estaban enojados. En estos casos era necesario que se les cantara, para que se contentaran y lograran cocerse. Tita supuso que esto mismo les habla pasado a sus frijoles, pues hablan presenciado la pelea con Rosaura. Entonces no le quedó de otra que tratar de modificar su estado de ánimo y cantarles a los frijoles con amor, pues contaba con muy poco tiempo para tener lista la comida de sus invitados.
Para esto, lo más conveniente era buscar en su memoria algún momento de enorme felicidad y revivirlo mientras cantaba. Cerró los ojos y empezó a cantar un vals que decía: «Soy feliz desde que te vi, te entregué mi amor y mi alma perdí…». A su mente acudieron presurosas las imágenes de su primer encuentro con Pedro en el cuarto obscuro. La pasión con que Pedro la había despojado de sus ropas, provocando que bajo su piel la carne se abrasara al entrar en contacto con esas manos incandescentes. La sangre bullía bajo sus venas. El corazón lanzaba borbotones de pasión. Poco a poco el frenesí había ido cediendo y dando paso a una ternura infinita que logró aplacar sus agitadas almas.
Mientras Tita cantaba, el caldo de los frijoles hervía con vehemencia. Los frijoles dejaron que el líquido en que nadaban los penetrara y empezaron a hincharse casi hasta reventar. Cuando Tita abrió los ojos y sacó un frijol para examinarlo, comprobó que los frijoles ya estaban en su punto exacto. Esto le proporcionaría tiempo suficiente para dedicarlo a su arreglo personal, antes de que llegara la tía Mary. Feliz de la vida dejó la cocina y se dirigió a su recámara, con el propósito de acicalarse. Lo primero que tenla que hacer era lavarse los dientes. La revolcada en el piso que sufrió a causa del aventón que le dio el torbellino de gallinas, se los había dejado llenos de tierra. Tomó una porción del polvo para limpiar la dentadura y se los cepilló vigorosamente.
En la escuela le habían enseñado a preparar estos polvos. Se fabrican poniendo media onza de cremor, media de azúcar y media de hueso de jibia, junto con dos dracmas de lirios de Florencia y sangre de drago; se reducen a polvo todos los ingredientes y se mezclan. La profesora Jovita, fue la encargada de hacerlo. Fue su maestra durante tres años seguidos. Era una mujer pequeña y menudita. Todos la recordaban, no tanto por los conocimientos que les había transmitido sino porque era todo un personaje. Dicen que a los 18 años habla quedado viuda y con un hijo. Nunca quiso darle un padrastro al niño, así es que, voluntariamente, se pasó la vida en absoluto celibato. Bueno, quién sabe qué tanto estaba convencida de esta resolución y qué tanto le afectó, pues la pobre, con los años, fue perdiendo la razón. Trabajaba día y noche para poner coto a los malos pensamientos. Su frase preferida era «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Así que no descansaba ni un segundo al día. Cada vez trabajaba más y dormía menos. Con el tiempo el trabajo dentro de su casa no le fue suficiente como para calmar su espíritu, así es que se salía a la calle a las cinco de la mañana a barrer la banqueta. La suya y la de sus vecinas. Después fue aumentando su circulo de acción a la de las cuatro manzanas que rodeaban su casa y así poco a poco, in crescendo, hasta que llegó a barrer todo Piedras Negras antes de irse a la escuela. Algunas veces se le quedaban sobre el pelo motas de basura y los niños se burlaban de eso. Tita, mirándose en el espejo, descubrió que su imagen se asemejaba a la de su maestra. Tal vez sólo era por las plumas que traía enredadas en el pelo a causa del revolcón, pero Tita igual se horrorizó.
De ninguna manera quería convertirse en otra Jovita. Se sacudió las plumas y cepillándose con fuerza se peinó y bajó a recibir a John y a Mary que en ese momento llegaban. Los ladridos del Pulque anunciaron su presencia en el rancho.
Tita los recibió en la sala. La tía Mary era tal y como se la había imaginado: una fina y agradable señora de edad. A pesar de los años que llevaba encima, su arreglo personal era impecable.
Traía un discreto sombrero de flores, en color pastel, que contrastaba con el blanco de su cabellera. Sus guantes hacían juego con el color del pelo, relucían de albor. Para caminar, se apoyaba en un bastón de caoba, con puño de plata en forma de cisne. Su conversación era de lo más amena. La tía quedó encantada con Tita y felicitó ampliamente a su sobrino por su atinada elección, y a Tita por el perfecto inglés que hablaba.
Tita disculpó a su hermana por no estar presente, pues se sentía indispuesta y los invitó a pasar al comedor.
A la tía le encantó el arroz con plátanos fritos y elogió muchísimo el arreglo de frijoles.
Al servirse se les pone el queso rallado y se adornan con hojas tiernas de lechuga, rebanadas de aguacate, rabanitos picados, chiles tornachiles y aceitunas.
La tía estaba acostumbrada a otra clase de comida, pero esto no fue un impedimento para que pudiera apreciar lo sabroso que Tita cocinaba.
– Mmmm. Esto está delicioso, Tita.
– Qué suerte tienes Johnny, de ahora en adelante sí vas a comer bien, porque Caty, la verdad, cocina muy mal. Hasta vas a engordar con el matrimonio.
John observó que Tita se turbaba.
– ¿Te pasa algo, Tita?
– Sí, pero ahorita no te lo puedo decir, tu tía se va a sentir mal si dejamos de hablar en inglés.