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X. Octubre. Torrejas de natas

INGREDIENTES:

1 taza de natas

6 huevos

Canela

Almíbar

Manera de hacerse:

Se toman los huevos, se parten y se les separan las claras. Las seis yemas se revuelven con la taza de natas. Se baten estos ingredientes hasta que se torne ralo el batido. Entonces se vierten sobre una cazuela previamente untada con manteca. Esta mezcla, dentro de la tartera, no debe sobrepasar un dedo de altura. Se pone sobre la horquilla, a fuego muy bajo, y se deja cuajar.

Tita estaba preparando estas torrejas a petición expresa de Gertrudis, pues era su postre favorito. Tenía mucho tiempo de no comerlo y quería hacerlo antes de dejar el rancho, al día siguiente. Había pasado en casa sólo una semana, pero esto era mucho más de lo que había planeado. Mientras Gertrudis untaba la cazuela donde Tita vaciaría las natas batidas, no paraba de hablar. Tenía tantas cosas que contarle que ni con un mes hablando día y noche podría agotar su conversación. Tita la escuchaba con gran interés. Es más, le daba temor que dejara de hacerlo, pues entonces le tocaría el turno a ella. Sabía que sólo le quedaba el día de hoy para contarle a Gertrudis su problema y, aunque se moría de ganas de desahogarse con su hermana, tenía resquemores en cuanto a la actitud que ésta tomaría con ella.

La estancia de Gertrudis y su tropa en la casa, en lugar de agobiar de trabajo a Tita, le había proporcionado una enorme paz.

Con tanta gente por toda la casa y los patios, era imposible conversar con Pedro, ya no se diga encontrarse con él en el cuarto obscuro. Esto tranquilizaba a Tita, pues aún no estaba preparada para hablar con él. Antes de hacerlo quería analizar bien las posibles soluciones que tenía el problema de su embarazo, y tomar una determinación. Por un lado estaban ella y Pedro y, por otro, estaba su hermana en total desventaja. Rosaura no tenía carácter, le importaba mucho aparentar en la sociedad, seguía gorda y pestilente, pues ni con el remedio que Tita le dio pudo aminorar su intenso problema. ¿Qué pasaría si Pedro la abandonaba por ella? ¿Qué tanto le afectaría a Rosaura? ¿Qué sería de Esperanza?

– Ya te aburrí con mi plática, ¿verdad?

– Claro que no Gertrudis, ¿por qué dices eso?

– Nada más porque te veo con la mirada perdida desde hace un rato. Dime, ¿qué es lo que te pasa? Se trata de Pedro, ¿verdad?

– Sí.

– Si lo sigues queriendo, ¿cómo es entonces que te vas a casar con John?

– Ya no me voy a casar con él, no puedo hacerlo.

Tita se abrazó a Gertrudis y lloró en su hombro, en silencio.

Gertrudis le acariciaba el pelo con ternura, pero sin descuidar el dulce de torrejas que estaba sobre la lumbre. Sería una pena que no pudiera comerlo. Cuando estaba a punto de empezar a quemarse, separó á Tita de su lado y con dulzura le dijo:

– Nada más déjame quitar esto de la lumbre y ahorita sigues llorando, ¿sí?

A Tita no pudo menos que causarle risa que en estos momentos Gertrudis estuviera más preocupada por el futuro de las torrejas que por el de ella. Claro que esta actitud era comprensible, pues por un lado Gertrudis ignoraba la gravedad del problema de su hermana y por el otro, tenía un gran antojo de comer torrejas.

Secándose las lágrimas, Tita misma retiró del fuego la cazuela, pues Gertrudis se quemó la mano al tratar de hacerlo.

Cuando están frías las natas, se cortan en pequeños cuadros, de un tamaño que no los haga quebradizos. Por su parte se baten las claras, para rebozar en ellas los cuadros de natas y después freírlos en aceite. Por último se echan en almíbar y se polvorean con canela molida.

Mientras dejaban enfriar las natas para poder capearlas después, Tita le confió a Gertrudis todos sus problemas. Primero le mostró lo inflamado que tenía el vientre, y cómo sus vestidos y faldas ya no le cerraban. Luego le contó cómo por las mañanas al levantarse sentía mareos y náuseas. Cómo el busto le dolía tanto que nadie se lo podía tocar. Y al último, así como quien no quiere la cosa, le dijo que esto tal vez, quién sabe, a lo mejor, lo más posible, era porque estaba un poquito embarazada. Gertrudis la escuchó con calma y sin impresionarse en ningún momento. En la revolución ella había visto y oído cosas mucho peores que éstas.

– ¿Y dime, ya lo sabe Rosaura?

– No, no sé qué es lo que haría si se entera de la verdad.

– ¡La verdad! ¡La verdad! Mira Tita, la mera verdad es que la verdad no existe, depende del punto de vista de cada quien. Por ejemplo, en tu caso la verdad podría ser que Rosaura se casó con Pedro, a la mala, sin importarle un comino que ustedes verdaderamente se querían, ¿verdad que no miento?

– Pues sí, pero el caso es que ahora ella es la esposa, no yo.

– ¡Eso qué importa! ¿Esa boda cambió en algo lo que Pedro y tú sienten de verdad?

– No.

– ¿Verdad que no? ¡Pues claro! Porque ese amor es uno de los más verdaderamente verdaderos que yo he visto en mi vida. Y tanto Pedro como tú cometieron el error de callar la verdad, pero aún están a tiempo. Mira, Mamá ya murió, y verdad de Dios que ella sí que no entendía razones, pero con Rosaura es distinto, ella bien que sabe la verdad y la tiene que entender, es más, creo que en el fondo siempre la ha entendido. Así que a ustedes no les queda otra que hacer valer su verdad y punto.

– ¿Me aconsejas entonces que hable con ella?

– Mira, en lo que yo te digo, lo que haría en tu lugar, ¿por qué no vas preparando el almíbar para mis torrejas? digo, para ir adelantando, porque la verdad es que ya se está haciendo tarde.

Tita aceptó la sugerencia y empezó a elaborar el almíbar, sin perder detalle de las palabras de su hermana. Gertrudis estaba sentada de frente a la puerta de la cocina que daba al patio trasero, Tita estaba al otro lado de la mesa y dando la espalda a la puerta, por lo que era imposible que viera venir a Pedro caminando hacia la cocina, cargando un costal de frijol para alimentar a la tropa. Entonces Gertrudis, con su gran práctica en el campo de batalla midió estratégicamente el tiempo que Pedro tardaría en cruzar por el umbral de la puerta para, en ese precisó instante, dispararle las palabras:

– … Y creo que entonces sería bueno que Pedro se enterara de que esperas un hijo suyo.

¡Con gran éxito dio en el blanco! Pedro, fulminado, dejó caer el costal al suelo. Se moría de amor por Tita. Ésta giró asustada y descubrió a Pedro que la miraba emocionado hasta las lágrimas.

– ¡Pedro, qué casualidad que llega! Mi hermana tiene algo que decirle, ¿por qué no van a la huerta a platicar, mientras yo termino el almíbar?

Tita no sabía si recriminarle o agradecerle a Gertrudis su intervención. Más tarde hablaría con ella, pero ahora no le quedaba otra que hacer lo propio con Pedro. En silencio, Tita le dio a Gertrudis la vasija que tenía en las manos donde había empezado a preparar el almíbar, sacó del cajón de la mesa un arrugado papel con la receta escrita en él y se lo dejó a Gertrudis por si acaso lo necesitaba. Salió de la cocina, seguida por Pedro.

¡Claro, Gertrudis necesitaba de la receta, sin ella sería incapaz de hacer nada! Con cuidado empezó a leerla y a tratar de seguirla: Se bate una clara de huevo en medio cuartillo de agua para cada dos libras de azúcar o piloncillo, dos claras de huevo en un cuartillo de agua para cinco libras de azúcar y en la misma proporción para mayor o menor cantidad. Se hace hervir el almíbar hasta que suba tres veces, calmando el hervor con un poco de agua fría, que se echará cada vez que suba. Se aparta entonces del fuego, se deja reposar y se espuma; se le agrega después otra poca de agua junto con un trozo de cáscara de naranja, anís y clavo al gusto y se deja hervir. Se espuma otra vez y cuando ha alcanzado el grado de cocimiento llamado de bola, se cuela en un tamiz o en un lienzo tupido sobre un bastidor. Gertrudis leía la receta como si leyera jeroglíficos. No entendía a cuánta azúcar se refería al decir cinco libras, ni qué era un cuartillo de agua y mucho menos cuál era el punto de bola. ¡La que estaba verdaderamente hecha bolas era ella! Salió al patio a pedirle a Chencha su ayuda.

Chencha estaba terminando de repartir frijoles a correligionarios de la quinta mesa del desayuno. Ésta era la última que tenía que servir, pero en cuanto terminara de dar de comer a esta mesa, ya tenía que poner la próxima, para que los revolucionarios que habían ingerido sus sagrados alimentos en la primera mesa del desayuno pasaran a comer, y así sucesivamente, hasta las 10 de la noche en que terminaba de servir la última mesa de la cena. Por lo que era claramente comprensible que estuviera de lo más violenta e irritable contra todo aquel que se acercara a pedirle que hiciera un trabajo extra. Gertrudis no era la excepción por muy generala que fuera. Chencha se negó terminantemente a proporcionarle su ayuda. Ella no formaba parte de su tropa, ni tenía por qué obedecerla ciegamente como lo hacían todos los hombres bajo su mando.

Gertrudis estuvo entonces tentada a recurrir a su hermana, pero su sentido común se lo impidió. No podía interrumpir de ninguna manera a Tita y a Pedro en estos momentos. Tal vez los más decisivos de sus vidas.

Mita caminaba lentamente entre los árboles frutales de la huerta, el olor a azahar se confundía con el aroma a jazmines, característico de su cuerpo. Pedro, a su lado, la llevaba del brazo con infinita ternura.

– ¿Por qué no me lo había dicho?

– Porque primero quería tomar una determinación.

– ¿Y ya la tiene?

– No.

– Pues yo creo que es conveniente antes de que la tome que sepa que para mí, tener un hijo con usted es la mayor dicha que podría alcanzar, y para gozarla como se debe me gustaría que nos fuésemos muy lejos de aquí.

– No podemos pensar sólo en nosotros, también existen en el mundo Rosaura y Esperanza, ¿qué va a pasar con ellas?

Pedro no pudo responder. No había pensado en ellas hasta ahora, y la verdad no deseaba lastimarlas ni dejar de ver a su pequeña hija. Tenía que haber una solución benéfica para todos. Él tendría que encontrarla. Al menos de una cosa estaba seguro, Tita ya no se iría del rancho con John Brown.

Un ruido a sus espaldas los alarmó. Alguien caminaba tras ellos, Pedro de inmediato soltó el brazo de Tita y giró disimuladamente la cabeza para ver de quién se trataba. Era el Pulque, que harto de escuchar los gritos de Gertrudis en la cocina buscaba un mejor lugar donde dormir. De cualquier manera decidieron posponer su conversación para otro momento. Había demasiada gente por toda la casa y era riesgoso hablar de estas cosas tan privadas.

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