A partir de ese día «la kikapú» se convirtió en el médico de la familia y fue plenamente reconocida como curandera milagrosa entre la comunidad norteamericana. El abuelo quiso construirle un sitio más grande para que practicara sus investigaciones, pero ella se negó. No podía haber en toda la casa un lugar superior a su pequeño laboratorio. En él John había pasado la mayor parte de su niñez y adolescencia. Cuando entró a la universidad dejó de frecuentarlo, pues las modernas teorías médicas que ahí le enseñaban se contraponían enormemente con las de su abuela y con lo que él aprendía de ella. Conforme la medicina fue avanzando, fue llevando a John de regreso a los conocimientos que su abuela le había dado en sus inicios, y ahora, después de muchos años de trabajo y estudio, regresaba al laboratorio convencido de que sólo ahí encontraría lo último en medicina. Mismo que podría ser del conocimiento público si es que él lograba comprobar científicamente todas las curaciones milagrosas que «Luz del amanecer» había realizado.
Tita gozaba enormemente el verlo trabajar. Con él siempre había cosas que aprender y descubrir, como ahora, que mientras preparaba los cerillos le estaba dando toda una cátedra sobre el fósforo y sus propiedades.
– En 1669, Brandt, químico de Hamburgo, buscando la piedra filosofal descubrió el fósforo. Él creía que al unir el extracto de la orina con un metal conseguirla transmutarlo en oro. Lo que obtuvo fue un cuerpo luminoso por sí mismo, que ardía con una vivacidad desconocida hasta entonces. Por mucho tiempo se obtuvo el fósforo calcinando fuertemente el residuo de la evaporación de la orina en una retorta de tierra cuyo cuello se sumergía en el agua. Hoy se extrae de los huesos de los animales, que contienen ácido fosfórico y cal.
El doctor no por hablar descuidaba la preparación de los fósforos. Sin ningún problema disociaba la actividad mental de la física. Podía inclusive filosofar sobre aspectos muy profundos de la vida sin que sus manos cometieran errores o pausas. Por tanto, prosiguió manufacturando los cerillos mientras platicaba con Tita.
– Ya teniendo la masa para los fósforos, el paso que sigue es preparar el cartón para las cerillas. En una libra de agua se disuelve una de nitro y se le agrega un poco de azafrán para darle color, y en esta solución se baña el cartón. Al secarse se corta en pequeñas tiritas y a éstas se les pone un poco de masa en las puntas. Poniéndolas a secar, enterradas en arena.
Mientras se secaban las tiras, el doctor le mostró un experimento a Tita.
Aunque el fósforo no hace combustión en el oxígeno a la temperatura ordinaria, es susceptible de arder con gran rapidez a una temperatura elevada, mire…
El doctor introdujo un pequeño pedazo de fósforo bajo un tubo cerrado por uno de sus extremos y lleno de mercurio. Hizo fundir el fósforo acercando el tubo a la llama de una vela. Después, por medio de una pequeña campana de ensayos llena de gas oxígeno hizo pasar el gas a la campana muy poco a poco. En cuanto el gas oxígeno llegó a la parte superior de la campana, donde se encontraba el fósforo fundido, se produjo una combustión viva e instantánea, que los deslumbró como si fuese un relámpago.
– Como ve, todos tenemos en nuestro interior los elementos necesarios para producir fósforo. Es más, déjeme decirle algo que a nadie le he confiado. Mi abuela tenia una teoría muy interesante, decía que si bien todos nacemos con una caja de cerillos en nuestro interior, no los podemos encender solos, necesitamos, como en el experimento, oxígeno y la ayuda de una vela. Sólo que en este caso el oxígeno tiene que provenir, por ejemplo, del aliento de la persona amada; la vela puede ser cualquier tipo de alimento, música, caricia, palabra o sonido que haga disparar el detonador y así encender uno de los cerillos. Por un momento nos sentiremos deslumbrados por una intensa emoción. Se producirá en nuestro interior un agradable calor que irá desapareciendo poco a poco conforme pase el tiempo, hasta que venga una nueva explosión a reavivarlo. Cada persona tiene que descubrir cuáles son sus detonadores para poder vivir, pues la combustión que se produce al encenderse uno de ellos es lo que nutre de energía el alma. En otras palabras, esta combustión es su alimento. Si uno no descubre a tiempo cuáles son sus propios detonadores, la caja de cerillos se humedece y ya nunca podremos encender un solo fósforo.
»Si eso llega a pasar el alma huye de nuestro cuerpo, camina errante por las tinieblas más profundas tratando vanamente de encontrar alimento por sí misma, ignorante de que sólo el cuerpo que ha dejado inerme, lleno de frío, es el único que podría dárselo.
¡Qué ciertas eran estas palabras! Si alguien lo sabía era ella.
Desgraciadamente, tenía que reconocer que sus cerillos estaban llenos de moho y humedad. Nadie podría volver a encender uno solo.
Lo más lamentable era que ella sí conocía cuáles eran sus detonadores, pero cada vez que había logrado encender un fósforo se lo habían apagado inexorablemente.
John, como leyéndole el pensamiento, comentó:
– Por eso hay que permanecer alejados de personas que tengan un aliento gélido. Su sola presencia podría apagar el fuego más intenso, con los resultados que ya conocemos. Mientras más distancia tomemos de estas personas, será más fácil protegernos de su soplo. -Tomando una mano de Tita entre las suyas, fácil añadió-: Hay muchas maneras de poner a secar una caja de cerillos húmeda, pero puede estar segura de que tiene remedio.
Tita dejó que unas lágrimas se deslizaran por su rostro. Con dulzura John se las secó con su pañuelo.
– Claro que también hay que poner mucho cuidado en ir encendiendo los cerillos uno a uno. Porque si por una emoción muy fuerte se llegan a encender todos de un solo golpe producen un resplandor tan fuerte que ilumina más allá de lo que podemos ver normalmente y entonces ante nuestros ojos aparece un túnel esplendoroso que nos muestra el camino que olvidamos al momento de nacer y que nos llama a reencontrar nuestro perdido origen divino. El alma desea reintegrarse al lugar de donde proviene, dejando al cuerpo inerte… Desde que mi abuela murió he tratado de demostrar científicamente esta teoría. Tal vez algún día lo logre. ¿Usted qué opina?
El doctor Brown guardó silencio, para darle tiempo a Tita de comentar algo si así lo deseaba. Pero su silencio era como de piedra.
– Bueno, no quiero aburrirla con mi plática. Vamos a descansar, pero antes de irnos quisiera enseñarle un juego que mi abuela y yo practicábamos con frecuencia. Aquí pasábamos la mayor parte del día y entre juegos me transmitió todos sus conocimientos.
»Ella era una mujer muy callada, así como usted. Se sentaba frente a esa estufa, con su gran trenza cruzada sobre la cabeza; y solía adivinar lo que yo pensaba. Yo quería aprender a hacerlo, así que después de mucho insistirle me dio la primera lección. Ella escribía utilizando una sustancia invisible, y sin que yo la viera, una frase en la pared. Cuando por la noche yo veía la pared, adivinaba lo que ella había escrito. ¿Quiere que hagamos la prueba?
Con esta información Tita se enteró de que la mujer con la que tantas veces había estado era la difunta abuela de John. Ya no tenía que preguntarlo.
El doctor tomó con un lienzo un pedazo de fósforo y se lo dio a Tita.
– No quiero romper la ley del silencio que se ha impuesto, así que como un secreto entre los dos, le voy a pedir que en cuanto yo salga usted me escriba en esta pared las razones por las que no habla, ¿de acuerdo? Mañana yo las adivinaré ante usted.
El doctor, por supuesto, omitió decirle a Tita que una de las propiedades del fósforo era la de hacer brillar por la noche lo que ella hubiera escrito en la pared. Obviamente, él no necesitaba de este subterfugio para conocer lo que ella pensaba, pero confiaba en que éste sería un buen comienzo para que Tita entablara nuevamente una comunicación consciente con el mundo, aunque ésta fuera por escrito. John percibía que ya estaba lista para ello. En cuanto el doctor salió, Tita tomó el fósforo y se acercó al muro.
En la noche, cuando John Brown entró al laboratorio, sonrió complacido al ver escrito en la pared con letras firmes y fosforescentes. «Porque no quiero.» Tita con estas tres palabras había dado el primer paso hacia la libertad.
Mientras tanto, Tita, con los ojos fijos en el techo, no podía dejar de pensar en las palabras de John: ¿sería posible hacer vibrar su alma nuevamente? Deseó con todo su ser que así fuera.
Tenía que encontrar a alguien que lograra encenderle este anhelo.
¿Y si esa persona fuera John? Recordaba la placentera sensación que le recorrió el cuerpo cuando él la tomó de la mano en el laboratorio. No. No lo sabía. De lo único que estaba convencida es de que no quería volver al rancho. No quería vivir cerca de Mamá Elena nunca más.
Continuar á…
Siguiente receta:
Caldo de colita de res