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Pasó media hora en que nos mirábamos sin hablar mientras nos observaban Guillermo II, Pancho Villa y Adolf Hitler. Yo no tenía voluntad ni fuerza ni razones. Mi experiencia en la mansión de fin de siglo de Emil Baur me había desposeído de todo.

– No se sienta despojado de nada -sonrió con inexplicable beatitud el sujeto-. Al contrario. Si le place, escoja el destino que más le acomode.

Negué con la cabeza. La abulia me vencía. Me sentí como una página en blanco. Seguramente, Baur lo sabía. Al final de cuentas, yo era un individuo con la libertad -que él acababa de ofrecerme- de escoger su propio destino. Libertad suprema pero indeseable. Cómo añoré en ese instante los movimientos libres del puro azar, la medida de lo jamás previsto que se va filtrando día a día en nuestras vidas, confundido con la necesidad, hasta configurar un destino.

Sólo Baur me daba a entender con todas sus acciones y todas sus palabras que para mí había llegado la hora en que escoger el futuro significaba escoger el pasado.

El viejo ingeniero lanzó una carcajada.

– En 1944 usted, doctor Georg Reiter, era médico auxiliar en el campo de Treblinka en Polonia.

– No.

– Su misión era eliminar a los incapacitados mentales y a los físicamente impedidos.

– No.

– Nunca exterminó a un judío.

– No.

– Pero los judíos no eran las únicas víctimas.

– Gitanos. Comunistas. Homosexuales. Pacifistas. Cristianos rebeldes -repetí de memoria.

– Los menonitas eran una minoría en Alemania. Pero su fe los condenaba. Les estaba prohibido combatir en una guerra.

– Sí.

– El aparato nazi no discriminaba. Un hombre. Una mujer. Menonitas. Pacifistas. Condenados.

– Sí.

– Los campos estaban organizados como la sociedad alemana en su conjunto.

– Sí.

– Los campos eran simplemente una parte especializada del todo social.

– Sí.

– La maquinaria de la muerte no se habría movido sin miles de abogados, banqueros, burócratas, contadores, ferrocarrileros… y doctores.

– Sí.

– Que sin ser criminales, aseguraban la puntualidad del crimen.

– Sí.

– Parte de su obligación era estar presente en la estación cuando llegaba el cargamento.

– ¿El cargamento?

– Los prisioneros.

– Sí. Llegaban prisioneros. Eso lo sabe todo el mundo.

– Usted debía, a ojos vistas, separar a los fuertes de los débiles, a los viejos de los jóvenes, a los hombres de las mujeres, a los padres de los hijos.

– No recuerdo.

– A los superiores se les permitía escoger mujeres para su servicio doméstico. Y para la cama.

– Quizá.

– El corazón le dio un salto cuando la vio llegar a la estación.

– A quién.

– A una mujer de pelo negro y lustroso, suelto porque traía en la mano, con aire de vergüenza altiva, la cofia de su secta. Una mujer de rasgos fuertes, labios gruesos, mentón desafiante.

– Está arriba. Duerme.

– Usted la escogió.

– Sí. La escojo.

– Creyó que era para servir en su casa.

– Lo creímos los dos. Ella y yo.

– Usted sabía que era sólo por un rato. Había que procesar el crimen. Primero los ancianos, luego los niños, las mujeres sólo más tarde, ocupadas entretanto en servir a los jefes y acostarse con ellos.

– Sí.

– Pero ésta era una mujer violenta en defensa de la paz, violenta porque creía profundamente en la revelación religiosa de su fe…

– Sí.

– Igual que nosotros, los alemanes, creíamos violentamente en la revelación espiritual de una patria resucitada, grande, fuerte, bajo un solo führer.

– Eso es.

– Había que cumplir con el deber.

– Así es.

– Aun cuando llegue un momento en que hay que desobedecer a los jefes para obedecer a la conciencia.

– Sí.

– Ella sentía que ser menonita implica confesar públicamente la fe para identificarse realmente con ella.

– Sí. Era terca.

– Usted la escogió.

– Sí, la escojo.

– Creyó que era para servir en su casa.

– Sí.

– Pero sabía que al cabo iban a experimentar con su cuerpo, la iban a entregar a un judío para que tuviera un hijo que no pudiera esconderse bajo el manto de Cristo…

– Sí. Bastaba ser parcialmente hebreo para perder la salvación cristiana.

– Los comandantes se sentían autorizados. Citaban a Hitler. "Jesús fue el judío que introdujo la cristiandad en el Mundo Antiguo a fin de corromperlo."

– Eso dijo, sí.

– Usted luchó por mantener a Alberta en su casa, como criada…

– No sé.

– Usted y Alberta fueron amantes.

– Sí. Ahora mismo…

– Usted recibió la orden de entregarla al hospital.

– Sí. Pero usted dijo que no era posible moverla de la recámara.

– Usted iba a operarla, martirizarla, sembrar el semen judío en su cuerpo, usted…

– Yo la salvé.

– Usted la salvó poniendo el nombre de "Alberta Simmons" entre la lista de los muertos.

– Yo la hubiera salvado.

– No, usted la condenó. Nadie podía escapar. Nadie podía esconderse. Usted creyó que ponerla en la lista la salvaba.

– Sí.

– Usted creyó que podía burlarse de la máquina burocrática del Tercer Reich.

– No. Yo la salvé.

– Usted la condenó. Usted no tenía dónde esconderla.

– No.

– Usted preparó la fuga de la mujer llamada "Alberta Simmons" que ya estaba en la lista de los exterminados.

– Sí.

– Sólo que la lista no correspondía a la realidad. Los nazis eran expertos en contar e identificar cadáveres. Su engaño fracasó, Herr Doktor.

– ¿Sí?

– Una mañana lo arrestaron a usted.

– Me arrestaron a mí…

– Una mañana. Alberta Simmons desapareció.

– ¿Desapareció?

– La misma mañana. Lo arrestaron a usted. -Me arrestaron, sí.

– Lo llevaron primero al Totenlager, el área de exterminio…

– El basurero…

– Estaba lleno de cadáveres.

– Piel azul, piel negra…

– Uno de esos cadáveres era el de Alberta.

– Alberta. Alberta Simmons.

– Usted lo rescató de noche. Llevó el cuerpo a un bosque. Quiso darle sepultura cristiana.

– Ese hombre estaba loco. La vigilancia estaba en todas partes. ¿Por qué no la dejé entre el montón de cadáveres? ¿Azules, negros, dijo usted?

– Azules. Negros.

– El comandante Wagner decía que no podía desayunar a gusto si antes no mataba.

– A usted lo fusilaron ese mismo día por causa de desobediencia.

– ¿Los dos morimos el mismo día?

– "Respire hondo. Fortalezca sus pulmones." El doctor Reiter se dijo a sí mismo lo mismo que le decía, piadosamente, a los condenados antes del exterminio o de la operación.

Baur hizo una pausa.

– Ahora dígame, doctor. ¿Traje yo los cadáveres de Georg von Reiter y de Alberta Simmons desde Treblinka hasta Chihuahua al terminar la guerra?

– No sé -aumentó el diapasón de mi voz.

– ¿O están ustedes enterrados en Polonia?

– No sé -mi voz tembló.

– Alberta y usted, ¿serán un invento mío?

– No sé, no sé.

– ¿Quise compensar la culpa alemana devolviéndolos a la vida?

– ¿Debo darle las gracias?

– Alegué que eran mis deudos.

– ¿Por qué sólo nosotros? ¿Por qué sólo dos?

– Porque ustedes estaban abrazados. Era un milagro. Los mataron a distintas horas. Pero en el trasiego de cadáveres, terminaron abrazados; muertos, desnudos y abrazados. Por eso los reclamé como mis deudos. Ese abrazo de dos amantes muertos incendió mi alma.

– Usted ha sido fiel al Reich. Todos estos años.

– No doctor. Yo soñaba otro mundo. Un mundo idéntico a mi juventud. Cuando supe la verdad, sentí que debía dejar atrás las pasiones de ayer y convertirlas en el luto de hoy.

– ¿Tiene pruebas? -dije fríamente.

– Abra su maleta.

Lo hice. Allí estaba el uniforme de médico del ejército alemán. Allí estaba la ropa rayada de la prisionera.

– Mire las ropas con las que los traje hasta aquí. Guardó silencio.

Lo miré con un odio intenso.

– Me ha acusado usted de la muerte de Alberta en Treblinka…

Logré irritarlo.

– Bájese del pedestal de la virtud, doctor. Para ella, usted no existe. Para ella, usted ha sido un intruso necesario. Un doctor que pasa a verla, a asegurarle que está bien. Que no ha muerto. ¿Eso quiere creer? Créalo.

– Yo me acosté con una mujer verdadera.

– Dese cuenta -dijo Baur con desprecio-. Le doy la libertad de escoger. ¿Se acostó con un cadáver o con un fantasma?

Me puse de pie, desafiante.

– Y yo le devuelvo la libertad. ¿Para qué nos rescató? ¿Para qué fue a Treblinka? ¿No es usted un patriota alemán, un nazi ferviente?

– No. Sólo alemán. Sólo alemán.

– ¿Y el cuadro? -indiqué hacia el retrato de Hitler.

– Un alemán culpable de soñar con la grandeza y amar a su patria. Absuélvame, doctor. Absuelva a toda una nación.

No entiendo por qué esas palabras, momentáneamente, me embargaron, me alzaron y me dejaron caer en un pozo de dudas. Las imágenes y los pensamientos más absurdos o inconexos pasaron como ráfagas por mi mente. Soy otro. Me corto el pelo. Regreso al lugar del crimen. Soy visto como era entonces. Una mujer me da de comer. Viste un traje a rayas. Me gradué en Heidelberg. ¿Y luego? No recuerdo nada después de esos datos revueltos. Un espasmo de rebeldía agitó mi pecho. Sacudí la cabeza. ¿Era Baur dueño de mi memoria? ¿Escogía lo que yo debía y lo que no debía recordar?

La bruma interior de la casa aumentaba.

– Oiga la verdad, Herr Doktor Reiter. Sólo usted puede devolverle la vida a Alberta.

Lo interrogué con la mirada. Me contestó:

– Porque usted se la quitó.

– ¿Cuándo?

– Una sola vez. Cuando quiso salvarla en Treblinka.

– No, quiero decir, ¿cuántas veces le he devuelto la vida?

– Cada vez que usted regresa aquí.

– Es la primera vez que vengo…

– En treinta años ha regresado cuantas veces ella y yo lo hemos necesitado…

Baur observó con resignación mi azoro.

– Pronto se dará cuenta de la verdad…

– ¿Cuál de ellas? -dije desconcertado.

– Escoja usted la versión que mejor le acomode -me dijo Baur mirándome fijamente.

– Escojo la verdad -respondí.

– ¿La verdad? ¿Quién la posee?

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