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De pie, se abrazó con furia a mi cuerpo.

– Dime algo, por favor. Dime lo que sea. No me hagas creer que no existo.

Alberta le daba la espalda a la cortina.

Yo noté el movimiento de un cuerpo detrás del paño.

Sólo entonces admití que aquí vivía una pareja casada desde hacía treinta años. Baur tenía más de ochenta. Pero ella seguía siendo la joven novia menonita de 1945.

6

No he contado las horas desde que volví a recostar a Alberta. El tiempo aquí huye. O se suspende. Afuera, ¿es de día, es de noche? ¿Cuánto tiempo llevaba sin comer? ¿Por qué no tenía hambre? ¿Por qué no sentía sed? Era como si hubiese penetrado a un mundo sin horarios ni deberes. Un mundo mudo, puramente negativo. Un mundo sin necesidades.

Y sin embargo, la proximidad del cuerpo de la mujer no era un figmento imaginario. Ella había caído en un sueño profundo, pero respiraba como la gente que duerme, con una hondura vital, como si nuestra existencia onírica, lejos de ausentarnos de la vida consciente, sólo la duplicara.

No sé por qué, mirándola dormir, me convencí de que ella se sentía protegida en esta extraña alcoba sin ventanas, acolchada, sin más decorado que la cortina carmesí. Casi, se diría, una habitación carcelaria. ¿Treinta años aquí, desde que se casó? ¿Era éste su lecho de bodas? ¿1945? ¿Qué edad tendría Alberta al casarse? Baur tenía cincuenta y cinco años al terminar la guerra y casarse con Alberta. Baur envejecía. Su mujer no. Él mismo, el doctor, ¿dónde estaba en 1945? ¿Cómo sabía que habían pasado treinta años? ¿Cómo sabía, siquiera, que este día, el que vivía en este momento, pasaba en 1975?

Hice un esfuerzo fuerte, doloroso, de memoria.

Emil Baur.

La biblioteca.

El calendario en la biblioteca.

El 30 de abril de 1975.

Era un reloj-calendario.

Baur lo había desplazado para ponerlo ante la mirada del joven doctor.

El joven doctor.

Se tocó los brazos.

Me palpó la cara.

¿Cuándo se había visto, por última vez, en un espejo?

¿Por qué presumía, convencido, de no tener más de treinta y cinco años?

¿Por qué era él la pareja en edad de Alberta y no su octogenario marido?

¿Quién le había dicho su propia edad?

Sacudí la cabeza para espantar al espanto que me obligaba a referirme a mí mismo en tercera persona.

Yo era yo.

Me llamaba Jorge Caballero.

Doctor Jorge Caballero.

Graduado en Heidelberg.

¿Cuándo?

¿Qué año?

Las fechas se confundían en mi cabeza. Los números me bailaban ante la mirada.

Si yo tenía treinta y cinco años, en 1945 era un niño de apenas cuatro años.

Miré hacia la cama. Si Alberta se había casado con Emil Baur en 1945, hoy tendría más de cincuenta años, pero parecía de veinticinco, treinta cuando mucho.

Ella veinticinco. Yo treinta y cinco. Emil Baur ochenta y cuatro.

Poseía estos datos. Pero no acudía a mi memoria nada inmediato, nada próximo, lo ocurrido antes de entrar a esta casa. ¿Por qué conocía mi propio nombre, mi profesión? ¿Por qué no sabía qué cosa hice ayer, a quiénes atendí? ¿Por qué se había vuelto mi memoria un filtro que sólo dejaba pasar… lo que yo no quería? Me di cuenta de que nada de esto correspondía a mi voluntad. Alguien, otro, había eliminado mi memoria mediata e inmediata. Alguien, otro, había seleccionado los datos que deseaba para plantarlos en mi cabeza. Los datos que le convenían.

Con la mirada desorbitada, busqué lo que no había en esta prisión. Un calendario. Un periódico con fecha. Recordé (me fue permitido recordar): traía un libro. Un médico siempre debe traer un libro. Muchas horas muertas.

Era El diván de Goethe. Lo abrí al azar.

El más extraño de los libros

es el libro del amor.

Lo leo con atención.

Pocas páginas de placer,

cuadernos eternos de dolor:

la separación es una herida…

Cerré los ojos para memorizarlo, seguro de que un poema era mi salud. Pero los números me bailaban ante la mirada. El poema se llamaba "Libro de lectura". La página era la número 45.

Cuarenta y cinco, cuarenta y cinco, el número danzaba por su cuenta, yo lo repetía mecánicamente, hasta entender que la voz no era mía, era una voz extraña, venía de detrás de la cortina carmesí. Me adelanté a correrla.

Allí estaba él, con una palidez atroz, mirándome con ojos encapotados de bestia sáurica, convirtiendo el azul de los iris en hielo abrasador, rígido como una momia, moviendo los labios en mi nombre,

"La separación es una herida"

y como si contara hacia atrás,

"¿Qué año?

"¿Cuándo?

"Graduado en Heidelberg"

y entonces, Doktor Georg Reiter, Georg von Reiter, ¿quién se lo había dicho?, ¿por qué presumía, convencido de no tener más de treinta y cinco años?, ¿cuándo se había visto, por última vez, en un espejo?

Hablaba Emil Baur, vestido normalmente (como era su costumbre) de explorador antiguo, pero transformado en demonio, eso me pareció en ese instante, un demonio que manipulaba mis palabras y dirigía mis actos hacia el lecho de Alberta y mis manos hacia el brazo desnudo de Alberta y mis dedos hacia la tela adhesiva del antebrazo, que arranqué sin pensarlo dos veces, sin despertar a la bella durmiente, revelando el número indeleble allí tatuado.

Más que tatuado. Grabado. Marcado para siempre con hierro candente.

No recuerdo el número. No importa. Sabía su significado.

Emil Baur avanzó hacia la cama.

Ella acostada.

Yo sentado a su lado.

Baur traía, incongruentemente, un libro de teléfonos bajo el brazo.

– Doctor Jorge Caballero -dijo.

Asentí. No dije "A sus órdenes." Sólo asentí.

– ¿Está seguro?

Yo debía hablar.

– Sí, doctor Jorge Caballero.

– ¿Domicilio?

– Avenida División del Norte 45.

– ¿Dónde?

– Ciudad de Chihuahua. Junto a la universidad. A dos pasos de la estación de trenes.

– ¿Teléfono?

– No… no lo recuerdo en este momento…

– ¿No recuerda su propio número telefónico?

– Sucede -balbuceé-… Uno no suele llamarse

a sí mismo.

– Búsquelo en el anuario -me dijo tendiéndome el libro de hojas amarillas.

Hojeé. Llegué a la C. Busqué mi nombre. No existía. Ni domicilio. Ni teléfono. Miré con asombro el libro telefónico del cual yo había desaparecido.

– ¿Te gusta mi mujer? ¿La amas?

No respondí.

– Déjame decirte algo, doctor. Sólo puedes convencer a una mujer de que la amas cuando le demuestras que quieres abarcar a su lado el tiempo de la vida. Mejor: todos los tiempos. Los que fueron. También los que no fueron. Los que pudieron ser.

– Es verdad -habló mi alma romántica, mi sueño-. Así se ama.

– ¿Amas a mi mujer?

Luché contra esa alma que se me revelaba súbitamente.

– Acabo de conocerla.

– La conociste hace treinta años -dijo brutalmente, sin transición en las buenas maneras, con un silbido babeante, el ingeniero Emil Baur.

– Está usted loco -me levanté de la cama con violencia.

Mi cuerpo descontrolado se estrelló contra la pared acolchada.

– Usted está muerto -dijo con la más fría sencillez.

Tragué aire. Jorge Caballero, médico graduado de…

– ¿Domicilio?

– Heidelberg.

– Teléfono.

– Está prohibido.

– ¿Quién lo prohíbe?

– Ellos.

– ¿Dónde?

– ¡No sé! -grité-. Sin nombre. El lugar sin nombre. ¡Todo está prohibido! ¡Nadie tiene nombre! ¡Sólo hay números!

– ¿Qué número? ¿Cuántos?

– ¡Cuarenta y cinco!

Quería evitar la mirada de Emil Baur. No pude. Era demasiado poderosa. Yo mismo, ingenuamente, se lo había explicado. Narcolepsia, estado onírico; cataplexia, derrumbe físico sin perder conciencia; hipnosis, el sueño receptivo a la memoria del pasado más olvidado, rechazo de la memoria de lo más actual e inmediato; autohipnosis, primero más sangre que cerebro, enseguida más cerebro que sangre…

Prisionero del desencuentro de memoria y conciencia.

– Escoja el estado que quiera, doctor. Siéntase libre de hacerlo.

– ¿Mi estado? -repliqué con violencia-. Mi estado es normal. Ocúpese de su mujer. Ella es la enferma.

– Ya no puedo ocuparme de ella. Por eso lo traje aquí, doctor.

Emil Baur habló con una sencillez que disfrazaba el frío horror de sus palabras.

– Los dos sufren de la misma enfermedad, doctor. ¿No se da usted cuenta?

– ¿Los dos? -pregunté, desorientado.

– Sí, usted y ella.

– ¿El mismo mal?

– Un mal sin remedio, doctor. La muerte.

7

No entendí la crueldad de Emil Baur hasta el momento en que me ordenó vestirme y bajar con él al gran salón.

Lo hice y estaba a punto de abandonar la recámara de la mujer cuando ella gimió con una voz que parecía el eco lejano de su plegaria menonita, el Sermón de la Montaña:

– Bienaventurados los que padecen persecución, porque suyo es el reino de los cielos.

Sólo que esta vez no repetía una plegaria religiosa, sino una oración personal:

– ¿Te estás yendo? Ya no puedo reconocerte. ¿Me reconocerás tú a mí?

Estas palabras me conmovieron tanto que quise darme media vuelta y regresar a la alcoba.

– Dime algo, por favor, dime lo que sea, no me hagas creer que no existo -dijo ella con voz cada vez más apagada.

Baur me tomó poderosamente del brazo, con un vigor que desmentía su ancianidad, y me alejó de la recámara. La puerta de metal se cerró con estrépito.

El ingeniero no tuvo que esforzarse para guiarme escalera abajo al salón. Yo carecía de fuerzas. Yo carecía de voluntad.

Nos sentamos frente a frente, bajo las miradas inquietantes, absurdas si se quiere, temibles también, de los tres personajes heroicos en la vida de mi anfitrión.

El viejo me miró como si me reconociera. Extraña sensación de desplazamiento. No como el día que acudí profesionalmente a su llamado. Ni siquiera con los ojos demoníacos de su aparición en la recámara de Alberta.

Me miró como me había mirado por primera vez. Hace muchísimo tiempo.

Hubo un largo silencio.

Baur unió las manos nudosas y manchadas. Las uñas se le hundían en la carne. Parecían pezuñas. El lugar olía a mostaza, a aceite rancio, a manteca de puerco, a humo de invierno…

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