A Peter Straub, muy admirado aunque poco visto
En Chihuahua todo el mundo sabe del ingeniero Emil Baur. No sé si esta es la manera más correcta de empezar mi relato. No podría decir "todo el mundo sabe quién es" el ingeniero Emil Baur porque en verdad nadie sabe quién es -o qué es- este explorador de minas llegado a México a principios del siglo XX, cuando hizo una pequeña fortuna en oro, plata y cobre. Sólo de la mina de Santa Eulalia, se dijo, extrajo lo suficiente para empedrar de plata las calles de su ciudad natal, Enden, junto al Mar del Norte.
Baur debió llegar aquí hacia 1915, es decir, en plena Revolución Mexicana. No tardó en hacerse dueño de varias minas importantes con fondos (se dijo entonces) proporcionados por el gobierno alemán, a su vez en plena Guerra Mundial. No hubiese bastado este apoyo (que nunca pasó de ser un rumor) si el ingeniero, además, no demostrara una notable capacidad de administrar, con rigor, las empresas a su cargo.
Sólo que Emil Baur no era sólo un técnico y un administrador eficiente. Era un alemán comprometido con las armas del Kaiser y nimbado -uso la palabra con plena intención- por un propósito geopolítico que, cuando hablaba del asunto, le daba a su cabeza -nos aseguran quienes lo trataron en esa época- una aureola casi espiritual.
Una cabeza noble, digna de un Sigfrido rubio, alto, de ojos azules -todos los clisés germánicos- y vestido a la usanza de los ingenieros de antaño. Saco de lana con cinturón, camisa de dril pero con corbata gruesa, de lana y oscura, los pantalones kaki del explorador y botas altas, raspadas y con clavos en las suelas. No, no usaba sarakof. Decía que era una prenda "colonial" insultante para los mexicanos.
– Pero si la usa el mismísimo Pancho Villa. -Entonces digamos que me gusta que el sol me broncee la cara.
Así contrastaba más con sus ojos azules.
Su piel, decían, era tan suave y luminosa que Baur daba la impresión de nunca haberse rasurado. El rastrillo jamás profanó esas mejillas, dotadas entonces -nos cuentan- del vello rubio, frágil, intenso, de la adolescencia.
Era difícil asociar a un hombre de estas características con el más bárbaro de los guerrilleros mexicanos, el arriba mencionado general Francisco Villa, el antiguo bandido y prófugo capaz de levantar un ejército de ocho mil hombres en la frontera norte del país, cruzar el Río Grande y derrotar, desde Chihuahua hasta la Ciudad de México, al ejército de la Dictadu ra. En el camino, Villa sembró escuelas, repartió tierras, atrajo intelectuales, sedujo oligarcas, colgó usureros y fusiló enemigos reales e imaginarios. Hizo la revolución en marcha. Creyó contar -y así fue- con el apoyo de los Estados Unidos hasta que éstos, al dividirse la Revolución en 1915, se fueron con la facción constitucionalista de Carranza y Obregón. Es decir, con la "gente decente" del movimiento.
Villa, brazo armado "lépero" y analfabeta, sería inútil cuando se estableciera la paz. Ignorante, brutal, capaz de matar sin un parpadeo de sus ojos orientales o una mueca de su sonrisa de maíz, el Centauro Pancho Villa sólo servía para la guerra. No se le podía, en efecto, desmontar de su caballo.
En 1917 el destino del mundo se jugaba en las grandes batallas de Arras y de Ypres. Pero también en Chihuahua la Gran Guerra tenía un frente y el káiser Guillermo se propuso explotarlo. Las divisiones internas en México invitaban a ello. Si los norteamericanos seducían a Carranza y abandonaban a Villa, la diplomacia alemana le daría mate a los "gringos". Arthur Zimmerman, el ministro de Relaciones Exteriores de la Alemania imperial, envió un famoso telegrama cifrado al embajador alemán en México en enero de 1917. En él, el káiser le proponía a Carranza un pacto contra Estados Unidos para "reconquistar los territorios perdidos de Texas, Nuevo México y Arizona". El telegrama fue interceptado por el almirantazgo británico y enviado a Washington, precipitando la entrada en guerra del presidente Wilson.
Al mismo tiempo el káiser, ni tardo ni perezoso, se propuso seducir a Villa -jugaba a todas las cartas- explotando el resentimiento del guerrillero contra Wilson y "los gringos" y prometiéndole, a Villa también, la reconquista del suroeste norteamericano.
El telegrama de Zimmerman desinfló como un globo caído entre nopales la posible alianza entre Carranza y Guillermo II. Le reveló a Villa el doble juego de la diplomacia alemana pero no lo despojó de su ánimo antiyanqui, llevándolo, en 1916, a invadir la población norteamericana de Columbus y a "devolver" como dijo un corrido, "la frontera" -aunque sólo fuese por unas horas.
De allí la relación entre el ingeniero Emil Baur y el general Francisco Villa. El ingeniero actuó como patriota alemán y agente de Berlín en el "blando vientre" sur de los Estados Unidos. Esto lo sabía todo el mundo y nadie se lo reprochaba. El sentimiento pro alemán en México era muy fuerte en aquellos tiempos y su razón sumamente clara. Sólo Alemania podía oponerse a los Estados Unidos y lo hacía con las mismas armas de éstos: la disciplina, el trabajo, la creación de riqueza, la fuerza militar. Lo que los mexicanos le envidiaban a los gringos, se lo podían admirar a los alemanes.
En 1933, derrotada Alemania desde 1918, el ingeniero Emil Baur vio una nueva luz, el fuego de una gran venganza, el llamado renovado de la sangre en el ascenso de Adolf Hitler. Baur volvió a sentir la tentación de Tántalo. Aliado con Alemania, México se vengaría de los Estados Unidos, distrayendo a Washington de irse al frente europeo porque su frente sur, México, era el verdadero peligro.
De nuevo, Baur explotó con habilidad el sentimiento pro alemán de los mexicanos, en abierta contradicción con la política antifascista del presidente Lázaro Cárdenas. Baur, con orgullo, señalaba la existencia de grupos de choque nazis en México, los "Camisas Doradas" que invocaban como santo patrón nada menos que al general Pancho Villa y que se atrevieron a escenificar una batalla campal, con taxis a guisa de tanques, en el zócalo de la Ciudad de México en 1937.
Bien parecido, activo y atractivo, Baur llegaba a los cincuenta y cinco años al concluir la Segunda Guerra Mundial en 1945, en medio de los escombros del Tercer Reich. Es cuando viajó por primera vez desde que la abandonó en 1915, a su patria alemana en ruinas. Durante el conflicto se defendió con vigor, habiendo México entrado a la guerra, del estigma de extranjero indeseable. No fue deportado pero, como todos los alemanes que permanecieron en México, fue objeto de sospecha oficial y reclusión domiciliaria. Al filo de la derrota nazi, México, por invitación de los Aliados, permitió a Baur viajar a Alemania como auxiliar técnico -doble espía, en realidad- en la filtración objetiva de nazis útiles e inútiles, perdonables o condenables. Recorrió con pasaporte suizo las zonas ocupadas y las que aún obedecían, agónicas, al Reich. De este "filtro" salieron, oportunamente, como es sabido, científicos alemanes a Rusia por un lado y a los Estados Unidos por el otro.
De vuelta en México, Emil Baur hizo dos cosas a tiempo. Se recluyó en una extraña mansión neogótica o victoriana aislada en medio del desierto y mandó traer una esposa del grupo menonita de Chihuahua. Los menonitas se originaron en Holanda, en Suiza y Alemania, pero sobre todo en la Rusia zarista, de donde se autoexiliaron para no cumplir servicio militar, prohibido por su religión. Emigraron a los Estados Unidos pero allí se les prohibió hablar ruso o alemán a fin de fundirlos cuanto antes en la hirviente caldera común de la nación americana.
Los menonitas se establecieron a unos cien kilómetros de la ciudad de Chihuahua, entre Pedernales y El Charco, y a veces se les veía, vestidos de negro de pies a cabeza y tocada ésta por sombreros oscuros -los hombres- o cofias negras -las mujeres- caminando con gran reserva por las calles de la ciudad con las miradas bajas y prohibitivas.
Digo todo esto para pasar a la segunda cosa que hizo Emil Baur y que nos acerca a nuestra historia, cuyo prólogo biográfico e histórico me ha parecido -ojalá que no me equivoque- necesario.
Emil Baur escogió a una muchacha de la secta menonita para contraer, a los cincuenta y cinco años de edad, matrimonio. Esto se supo en la ciudad de Chihuahua por la obligación legal de publicar los bandos nupciales entre Emil Baur, de la ciudad de Chihuahua, y Alberta Simmons, del Lago de las Vírgenes.
Naturalmente, estos datos provocaron en Chihuahua chistes vulgares, pero sobre todo misterios insondables. Nadie conocía a la novia y nadie la conoció. La boda tuvo lugar en el municipio de Terrazas y los curiosos citadinos, que nunca faltan, presurosamente llegados, sin que nadie los invitara, a la boda a puerta cerrada, sólo pudieron capturar una fugaz visión de la desposada al subir al monumental Hispano-Suiza anterior a la guerra que la condujo, con velo negro ocultándole la cara, al caserón victoriano o neogótico (como gusten) que Emil Baur se mandó hacer en medio del desierto.
Nadie volvió a ver a la novia. Pero todos se preguntaron por qué, desde el edificio municipal de Terrazas, Baur llevaba cargada en brazos a la recién casada. ¿No era ésta costumbre reservada para el ingreso a la recámara nupcial? Los menonitas de Chihuahua, interrogados sobre la persona de Alberta Simmons, sólo dijeron que su comunidad nunca daba información alguna sobre los miembros de la misma.
Hacia 1975 el ingeniero Emil Baur, me hizo una llamada telefónica a la ciudad de Chihuahua.
– Doctor, me urge que venga a vernos.
– ¿A dónde, señor Baur?
– A mi casa del desierto. ¿Conoce el camino?
– Sí, quién no…
Me medí. Continué. -¿De qué se trata?
– Aquí mismo lo sabrá.
– ¿Debo llevar algo especial?
– Examine y decida. Quizá tendría que permanecer aquí algunos días. Su fama lo precede.
– Ya hablaremos, señor Baur.
Esa "fama" a la que se refería Baur era bastante local. Acaso el hecho de haberme graduado en la Escuela de Medicina de Heidelberg me daba mayores méritos a los ojos del ingeniero, que los realmente comprobables.