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En todo caso, el juramento de Hipócrates me obligaba a emprender la ruta a la casa, ubicada en pleno desierto de Chihuahua, del ingeniero Emil Baur, a cien kilómetros de la ciudad.

Como no podía abandonar repentinamente a mis pacientes, hice la cita para las siete de la noche. No me quejo. La belleza del desierto se multiplica como los espejismos que encierra. Me sorprendí pensando, a lo largo de ese vago automatismo que procrea una carretera larguísima en línea recta, que los espejos del desierto son reflejos de la nada actual -¿quién se ve reflejado en la roca o en la arena?-, aunque bien podrían esconder la imagen perdida de nuestro pasado más remoto.

Rodeado del atardecer en el páramo convocaba, porque el paisaje era vacío y eterno, todas las imágenes de mi pasado, pero con un perfil que mis ojos irritados no tardaron en ubicar. Cada noticia sobre mi vida se duplicaba y hasta triplicaba en este trayecto a lo largo de un paisaje vacío que, por el hecho de serlo, podía contener todas las historias imaginables, las de la vida recordada y las de la vida olvidada, las de lo que fue y las de lo que pudo haber sido… ¿Espejismos? El diccionario los define como ilusiones ópticas. ¿Su razón? La reflexión de la luz cuando atraviesa capas de aire de densidad distinta.

Los objetos lejanos nos entregan una imagen invertida. Debajo del suelo como si se reflejasen en el agua. O arriba de ella, cuando de verdad hay agua: en el mar. Me entretuve hilando un enigma. Si el espejo se hubiese inventado en México, ¿habría sido de metal o de vidrio? Acaso pensé esto porque sabía que la fortuna del ingeniero Baur se fundaba en oro, plata y cobre. Y de metal eran los espejos antiguos, hasta que los venecianos del siglo XV tuvieron la ocurrencia de fabricarlos de vidrio, como si entendiesen que nuestra identidad fugitiva se refleja mejor en lo que puede perderse que en lo duradero. Después de todo, es en Venecia donde, para describir a los espejos de Murano, se inventó el adjetivo "cristalino".

Me entretenía pensando estas cosas para aligerar el trayecto e imaginar este desierto poblado de cristales invisibles, erectos como las ruinas más antiguas, pero engañosamente abiertos a las miradas que los traspasan… Hay algo que margina toda información o teoría sobre el desierto de Chihuahua. Este no es el desierto. Es el asombro. La tierra extrae una belleza roja de sus entrañas, como si sólo al anochecer sangrara. Las enormes cactáceas se recortan hasta perder otra consistencia que no sea su propia silueta.

Silueta. Los contrafuertes de la Sierra Madre Oriental se levantan como prohibitivas murallas entre Chihuahua y el Pacífico, dejando adivinar las barrancas, los desfiladeros, las cataratas y los derrumbes de roca que amenazan al temerario viajero.

Sólo al atardecer, bajo un cielo tan abochornado como la tierra, llegan a los oídos del peregrino atento los rumores de cantos ceremoniales sin fecha. Son las voces de la Sierra Tarahumara y sus indios fuertes, grandes corredores de fondo, acostumbrados a escalar las montañas más escarpadas, cada vez más arriba en busca del sustento que les quitamos nosotros, los seres "civilizados", los ambiciosos "ladinos" blancos y mestizos que, me di cuenta manejando el volkswagen, éramos tan racistas como el peor, aunque más invisible, verdugo del Tercer Reich.

Me acercaba a la mansión desértica del ingeniero Emil Baur. Doblemente desértica, por el llano rojizo que la rodeaba y por su propia construcción de ladrillo apagado, dos altos pisos coronados de torrecillas decorativas, ventanas cerradas con postigos fijos y maderas quebradizas, una planta baja vedada por pesados cortinajes en cada ventana, un sótano, a su vez velado, asomándose con ojillos de rata medrosa. Todas las ventanas del caserón eran ojos viciosos insertados en una cabeza inquieta.

Los peldaños de mármol ascendían a la puerta de entrada, pesada, de dos hojas, metálica como en los presidios y simbólica, me dije, de la profesión del ingeniero de minas Emil Baur.

Me detuve. Aparqué. Subí los escalones. No fue necesario tocar a la puerta. Ésta se abrió y una voz desencarnada me dijo:

– Pase.

Entré a una penumbra que parecía fabricada. Es decir, no era la sombra que atribuimos naturalmente a tiempos y espacios acostumbrados, sino una tiniebla que parecía pertenecer sólo a este sitio y a ninguno más. De verdad, como si la mansión de Emil Baur generase su propia bruma.

– Pase. Rápido -dijo la voz con impaciencia.

Me di cuenta de que una parte de la niebla interior se escapaba por la puerta abierta y se disipaba en el ligero viento crepuscular del desierto. Entré y la puerta se cerró velozmente detrás de mí.

Soy un hombre cortés y portaba mi maletín grande -decidí llevar algunos objetos de aseo, una muda de ropa, siguiendo la sugerencia de mi anfitrión- en la mano izquierda para saludar con la derecha al ingeniero. Baur no me tendió la suya.

Se apartó de la sombra y apareció una ruina humana. Nada quedaba de aquel héroe wagneriano famosamente descrito por quienes lo conocieron de joven. El pelo de una blancura parecida a nieve sucia le colgaba de la coronilla a los hombros, dejando al descubierto un domo de calvicie, más que pecosa, teñida, como si el cráneo descubierto tuviese un color distinto del resto de la piel: amarillo, amostazado, derrumbándose hacia el gris arcilloso de la cara surcada por hondas comisuras labiales y nasales, una frente de velo rasgado como si pensar fuese un líquido viscoso que una oruga impenitente va dejando como seda cada vez más fluida entre ceja y ceja.

Tres pelos blancos en cada ceja, los párpados de un saurio prehistórico, la mirada azul desvelada hasta convertirse en piedra de alúmina. La nariz fina y delgada aún, pero tendiendo a colgarse, señalando hacia los labios descarnados y apuntalados por múltiples signos de admiración arriba y abajo. El ejército de arrugas se anudaba y se aflojaba simultáneamente bajo un mentón decidido a adelantarse con orgullo a los acontecimientos. Desmentido por la ruina del cuello, delator inconfundible de la edad avanzada.

Debo admitir que Emil Baur intentaba, a pesar de todo, mantener una postura gallarda. La osteoporosis, lo noté enseguida, vencía a la antigua altivez, lo doblaba pero aún no lo jorobaba. Yo miraba un cuerpo vencido. Pero con igual evidencia, era testigo de un espíritu indomable. Indomable pero profundamente dolido. No bastaba, sin embargo, recordar la fama de sus derrotas históricas para entender, por una parte, un estrago más poderoso que el paso de los años y, por la otra, el esfuerzo final por llegar a la muerte con algún resto de la dignidad perdida…

– Sígame -ordenó, se detuvo y añadió-. Por favor.

El pasillo de entrada nos condujo a una inmensa sala de muebles oscuros -cuero de pardo animal, como si acabaran de arrancarle la piel a un saurio agónico-. Las paredes estaban recubiertas de maderas igualmente sombrías. Pero en lo alto de la altísima sala la luz del desierto entraba con fuerza crepuscular, iluminando oblicuamente los tres grandes retratos, de cuerpo entero, que colgaban lado a lado encima de la chimenea. El káiser Guillermo II, el general Francisco Villa y el führer Adolf Hitler. El primero con su gala imperial y una corta capa de húsar colgándole con displicencia de un hombro. El segundo con su traje de campaña: camisa y pantalón de dril, botas, ese sarakof colonial que Emil Baur evitaba y la pistola al cinto. Y Hitler con su habitual atuendo de camisa parda y pantalones similares a los del ingeniero de minas, botas negras y cinturón amenazante.

La luz del atardecer, digo, iluminaba oblicuamente, desde lo alto, a los tres héroes de mi anfitrión, pero permanecía en penumbras el resto de un vasto salón que, recuperado de mi asombro, asocié para siempre con un intenso olor de ceniza.

Baur me condujo a un pequeño estudio vecino a la gran sala, como si entendiese que en ésta no era posible platicar sino, apenas, recogerse religiosamente o admirarse para esconder el disgusto, si tal hubiese… Por lo menos, el mío, ya que mis estudios en Alemania me obligaron a detestar al régimen enloquecido que tanto dolor inútil trajo al mundo.

Acaso Baur adivinó mi pensamiento. Sentado frente a una enorme mesa de trabajo atestada de rollos de papel, sólo me dijo:

– Sé que usted no comparte mis convicciones, doctor.

Yo no dije nada, sentado frente a Baur en una silla de espalda recta e incómoda.

– Piense solamente -explicó sin que yo se lo pidiera- que donde otros buscaban la verdad en la base económica y social, él la encontró en la ideología.

– ¿Los otros? -inquirí, dispuesto a dejarlo pasar todo, menos la interrogación expresa o tácita.

– Los rojos. Los comunistas. Los socialistas.

– ¿La ideología? -insistí-. ¿La ideología importa más que las infraestructuras socioeconómicas?

– Sí, doctor. Lo que realmente mueve a los seres humanos. Sus mitos ancestrales, su fe nacional, su sentido del destino de excepción, por encima del común de los…

Lo interrumpí, asintiendo cortésmente. No cedí. -Ingeniero, usted ha requerido mis servicios profesionales.

Miré el reloj, dándole a entender que debía regresar a la ciudad y recorrer cien kilómetros.

– Es mi mujer, Alberta.

Esperé de nuevo.

– Sufre de una rara enfermedad nerviosa.

– ¿Desde cuándo?

– Usted es neurólogo -prosiguió sin contestarme.

Volví a asentir.

– Quiero que la vea.

Me extrañó que no dijera "Quiero que la examine."

Asentí de nuevo, como un San Pedro que en vez de negar dice siempre sí. Acepté la propuesta del anciano ingeniero.

Lo seguí por una escalera ancha y crujiente, sin alfombrar, hasta una segunda planta aún más oscura que la primera. Él no necesitaba ver. Conocía su casa. Un largo corredor con seis puertas, tres enfrentadas a otras tres, invitaba a continuar hasta la tercera a la derecha. El viejo se detuvo. Me miró. Abrió la puerta.

Era una recámara oscura, iluminada por una vela solitaria sobre una mesita. Mis ojos debieron acostumbrarse a la penumbra. Al cabo distinguí una gran cama, la cabecera pegada al muro desnudo, el pie del lecho dirigido hacia la entrada.

Digo "el pie" pero juro que jamás anticipé lo que hizo Emil Baur.

Se arrodilló junto al extremo de la cama y sólo entonces vi que, bajo un cúmulo de edredones, asomaba un pie.

Baur lo tomó con gran delicadeza entre ambas manos -sus manos torcidas por la artritis-, lo llevó a sus labios y lo besó lentamente.

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