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LA BUENA COMPAÑÍA

A Enrique Creel de la Barra, For old time's sake

1

Antes de morir, la madre de Alejandro de la Guar dia le advirtió dos cosas. La primera, que el padre del muchacho, Sebastián de la Guardia, no había dejado más herencia que este apartamento délabré en la Rue de Lille . Era algo. Pero no bastaba para vivir. Podía seguir alquilándolo. Ser rentista era vieja ocupación de la familia. Nada grave u ofensivo en ello.

El problema era las tías. Las hermanas de la mamá de Alejandro. Los abuelos De la Guardia habían huido de México a los primeros estallidos de la Revolu ción, confiados en que expropiadas sus haciendas pulqueras por la reforma agraria zapatista, de todos modos vivirían bien en Europa gracias a sus oportunas inversiones allí. Propiedades inmobiliarias, valores financieros, objetos… Cosas.

– Tu padre era un botarate. Fue uno de esos niños aristócratas que se asimilaron a Francia aunque nunca perdieron el temor de ser vistos como metecos, extranjeros indeseables en el fondo, sólo aceptados porque tenían -y gastaban- dinero.

La ruina empezó con el abuelo, decidido a que los europeos lo aceptaran si ofrecía grandes saraos, extravagantes fiestas de disfraces, noches de ballet ruso, vacaciones en yate… Disipó la mitad de la fortuna pulquera en veinte años locos y alegres.

El padre de Alejandro se encargó de tirar al aire la otra mitad. Llegó un momento en que sólo tenía un montoncito de centenarios de oro. La señora De la Guardia, madre de Alejandro, veía con resignación cómo el altero de monedas, cual fichas de casino en manos de un croupier deshonesto, iba disminuyendo.

– El día que se acabaron las monedas, tu padre ambuló desesperado por las calles. Lo encontraron muerto en la mañana. Al menos, tuvo esa decencia…

Doña Lucía Escandón de De la Guardia puso en arrendamiento la casa de la Rue de Lille, vecina al Palacio de Beauharnais, y encontró una mansarda de tres piezas detrás de la Place St. Sulpice. Dio cursos de cocina exótica y crió a Alejandro, huérfano de padre a los nueve años de edad. Ahora, agotada, ensimismada, casi siempre silente como si la tristeza le hubiese secuestrado las palabras, doña Lucía recibió el aviso mortal -un mes, dos a lo sumo- y decidió hablar para decírselo y dar instrucciones finales a su hijo Alejandro, producto casi heroico del sacrificio materno, aprobado con lauros en el implacable examen de bachillerato, impedido de seguir una carrera, empleado secundario de la Oficina de Turismo del gobierno mexicano, dueño de un castellano perfecto que su disciplinada madre le había enseñado con rigor -"la letra con sangre entra"-, resignada de tiempo atrás a adaptarse y trabajar con los representantes de la Revolución aunque negándoles trato social y menos, íntimo.

Fue su segunda advertencia.

– En México viven tus viejas tías, mis hermanas mayores. Ellas se las arreglaron para salvar propiedades, tener divisas en bancos norteamericanos y, me sospecho, esconder joyas en su casa. Siempre vieron con irritación y desprecio los despilfarros de tu padre. Jamás me ayudaron. "¿Para qué te casaste con ese manirroto?", me recriminaron.

La señora suspiró como si contara las gotas de aire que le quedaban en los pulmones condenados.

– ¿Qué me propones, madre? ¿Qué viaje a México y seduzca a las tías para que me hereden?

– Exactamente. No tienen a nadie más en la vida. Se quedaron a vestir santos. Engráciate con ellas.

Doña Lucía hizo una pausa en la que no se distinguía la necesidad de reposo de la atención instructiva.

– Son unas solteronas rencorosas.

– ¿Cómo se llaman?

– María Serena y María Zenaida. No te dejes engañar por los nombres, hijo. Zenaida es la buena y Serena la mala.

– Quizás con el tiempo han cambiado, mamá.

– Sería un milagro. Las recuerdo de niña. Me torturaban, me ataban de pies y manos, me acercaban cerillos encendidos a los pies desnudos, me encerraban en el clóset…

Alejandro sonrió. -Quizás la edad las ha pacificado.

– Árbol que crece torcido -murmuró doña Lucila.

Alejandro volvió a sonreír. Una sonrisa "moderna", natural en él, ajeno a los agravios propios del Nuevo Mundo.

– Trataré de caerles bien a las dos.

– Inténtalo, Alejandro. Con la renta de la casa y el sueldito de la oficina, nunca pasarás de perico perro…

Ella le acarició la mejilla. -Mon petit choux . Te voy a extrañar.

Alejandro sonrió aunque estas fueron las últimas palabras de su madre.

2

Es que él era un hombre joven y simpático. Se lo decía la gente. Se lo decía el espejo. Cabellera cobriza y rizada. Tez canela. Nariz recta. Ojos amarillentos. Boca inquieta. Mentón sereno. 1.79 de estatura. Setenta kilos de peso. Un guardarropa reducido pero selecto. Manos de pianista, le decían. Dedos largos pero no ávidos. Novias de ocasión. Más invitado que disparador. El primo de América, sí. El meteco aceptado con una cordial sonrisa de patronazgo.

Muerta doña Lucila, Alex pensó que nada lo detenía en Francia. El empleo le disgustaba, la renta de la Rue de Lille era modesta, las novias, pasajeras sentimentales… México, las tías, la fortuna. Ese era el horizonte que le excitaba.

Escribió a las tías. Había muerto doña Lucila. Era lo único que lo retenía en Francia. Quería, después de tantos años de destierro hereditario, regresar a México. ¿Podía vivir con ellas mientras se ubicaba?

Incluyó en la carta una fotografía de cuerpo entero, para que no hubiera sorpresas. Recibió dos cartas por separado. Una de María Serena Escandón y otra de María Zenaida del mismo apellido. Pero ambas lo recibirían con gusto. Ambas cartas eran idénticas.

"Querido sobrino. Te esperamos con gusto."

¿Por qué no firmaban las dos la misma y única carta? ¿Por qué dos cartas? Alejandro decidió no perturbarse por este misterio. Ni por otro cualquiera que lo esperase. Las tías eran dos ancianas excéntricas. Alex decidió inmunizarse de antemano ante cualquier capricho de las señoritas.

En el aeropuerto lo esperaba un taxista portando un letrero con el nombre "Escandón".

– ¿Es usted? Me dijeron por teléfono que viniera a recibirlo.

El taxi del aeropuerto lo dejó frente a una vieja casa de la Ribera de San Cosme. Acostumbrado a la perfecta simetría del trazo parisino, el caos urbano del Distrito Federal lo confundió primero, lo disgustó enseguida, lo fascinó al cabo. México le pareció una ciudad sin rumbo, entregada a su propia velocidad, perdidos los frenos, dispuesta a hacerle la competencia al infinito mismo, llenando todos los espacios vacíos con lo que fuese, bardas, chozas, rascacielos, techos de lámina, paredes de cartón, basureros pródigos, callejuelas escuálidas, anuncio tras anuncio tras anuncio…

Las puntuaciones de la belleza -una iglesia barroca aquí, un palacio de tezontle allá, algún jardín entrevisto- daban cuenta de la profundidad, opuesta a la extensión, de la Ciudad de México. Esta era también -Alejandro de la Guardia lo sabía gracias a su hermosa, inolvidable madre- una urbe de capas superpuestas, ciudad azteca, virreinal, neoclásica, moderna…

Por todo ello dio gracias de que la casa donde lo depositó el taxi fuese antigua. Indefinidamente antigua. Dos pisos y una fachada de piedra gris, elegante, descuidada -elegantemente descuidada, se dijo Alex- en la que faltaba una que otra loseta, el todo coronado por una azotea plana ya que los techos, se dio cuenta, no existían, en el sentido europeo, en la Ciudad de México. Lo vio desde el aire. Azoteas y más azoteas sin relieve, muchos tinacos de agua, ningún techo inclinado, ninguna mansarda, ni siquiera las tejas coloradas del lugar común hollywoodense…

Una casa de piedra gris, severa. Tres escalones para llegar a una puerta de fierro negro. Dos ventanas enrejadas a los lados de la puerta. Y dos rostros asomados entre las cortinas de cada una de las ventanas. Alejandro tomó las maletas. El taxista le advirtió:

– Me dejaron dicho que por favor entrara por la puerta de atrás.

– ¿Por qué?

El taxista se encogió de hombros y partió.

María Serena y María Zenaida. Nunca vio fotografías actualizadas de las dos hermanas de su madre. Sólo fotos de niñas. No podía saber, en consecuencia, cuál de las dos era la señora vieja, bajita y regordeta que le abrió la puerta trasera.

– Tía -dijo Alex.

– ¡Alejandro! -exclamó la señora-. ¡Cómo no te iba a reconocer! ¡Si eres el vivo retrato de tu madre! ¡Jesús me ampare! ¡Benditos los ojos!

Alex se inclinó a darle a la mujer un beso en la mejilla coquetamente coloreada. Ella le murmuró al oído como si se tratara de un secreto:

– Soy tu tía Zenaida.

Su pelo era completamente blanco, pero la piel permanecía fresca y perfumada. En verdad, olía a jabón de rosas. Usaba un vestido floreado, con cuello blanco de piqué, como de colegiala. Falda larga hasta los tobillos. Zapatos blancos con tacón bajo, como si temiese caerse de algo más elevado. Y lucía tobilleras, blancas también, como de colegiala.

– Entra, entra, muchacho -le dijo con risa cantarina al joven-. Estás en tu casa. ¿Quieres descansar? ¿Prefieres ir a tu recámara? ¿Te preparo un chocolatito?

La señorita hizo un gesto de invitación. Estaban en la cocina.

– Gracias, tía. El viaje desde París es pesado. Quizás puedo descansar un rato. Conocer a la tía María Serena. Quisiera invitarlas a cenar fuera…

Alejandro prodigaba sus sonrisas.

La tía iba perdiendo las suyas.

– Nunca salimos de la casa.

– ¡Ah! Entonces saludaré a su hermana y luego…

– No nos hablamos -dijo María Zenaida con facciones de inminente puchero.

– Entonces… -Alex extendió las manos, resignado.

– Nos dividimos la sala -dijo cabizbaja la tía María Zenaida-. Ella recibe de noche. Yo de día. Déjame mostrarte tu recámara.

Volvió a sonreír.

– ¡Niño de mis amores! Siéntete en tu casa. ¡Jesús nos guarde!

3

La habitación que le reservaron en la parte trasera de la planta baja daba a ese parquecillo público descuidado donde algunos niños de nueve a trece años jugaban fútbol. Más allá divisó el paso de un tren y escuchó el largo pitido de la locomotora.

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