Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Lo miré interrogante.

– ¿Se va de aquí?

Vlad contestó fríamente.

– Usted olvidará este lugar y este día. Usted nunca estuvo en esta casa. Nunca.

– ¿Se va de la Ciudad de México? -insistí con voz de opio.

– No, Navarro. Me pierdo en la Ciudad de México, como antes me perdí en Londres, en Roma, en Bremerhaven, en Nueva Orleans, donde quiera que me ha llevado la imaginación y el terror de ustedes los mortales. Me pierdo ahora en la ciudad más populosa del planeta. Me confundo entre las multitudes nocturnas, saboreando ya la abundancia de sangre fresca, dispuesto a hacerla mía, a reanudar con mi sed la sed del sacrificio antiguo que está en el origen de la historia… Pero no lo olvide. Siempre soy Vlad, para los amigos.

Le di la espalda al vampiro, a su horror, a su fatalidad. Sí, iba a optar por la vida y el trabajo, aunque mi corazón ya estaba muerto para siempre. Y sin embargo, una voz sagrada, escondida hasta ese momento, me dijo al oído, desde adentro de mi alma, que el secreto del mundo es que está inacabado porque Dios mismo está inacabado. Quizá, como el vampiro, Dios es un ser nocturno y misterioso que no acaba de manifestarse o de entenderse a sí mismo y por eso nos necesita. Vivir para que Dios no muera. Cumplir viviendo la obra inacabada de un Dios anhelante.

Eché una mirada final, de lado, al cárcamo de bosques tallados hasta convertirlos en estacas. Magda y Minea reían y se columpiaban entre estacas, cantando:

Sleep, pretty wantons,

do not cry,

and I will sing a lullaby:

rock them, rock them, lullaby…

Sentí drenada la voluntad de vivir, yéndose como la sangre por las coladeras de la mansión del vampiro. Ni siquiera tenía la voluntad de unirme al pacto ofrecido por Vlad. El trabajo, las recompensas de la vida, los placeres… Todo huía de mí. Me vencía todo lo que quedó incompleto. Me dolía la terrible nostalgia de lo que no fue ni será jamás. ¿Qué había perdido en esta espantosa jornada? No el amor; ese persistía, a pesar de todo. No el amor, sino la esperanza. Vlad me había dejado sin esperanza, sin más consuelo que sentir que cuanto había ocurrido le había ocurrido a otro, el sentido de que todo venía de otra parte aunque me sucediera a mí: yo era el tamiz, un misterio intangible pasaba por mí pero iba y venía de otra parte a otra parte… Y sin embargo, yo mismo, ¿no habré cambiado para siempre, por dentro?

Salí a la calle.

La verja se cerró detrás de mí.

No pude evitar una mirada final a la mansión del conde Vlad.

Algo fantástico sucedía.

La casa de Bosques de las Lomas, su aérea fachada moderna de vidrio, sus líneas de limpia geometría, se iban disolviendo ante mis ojos, como si se derritieran. A medida que la casa moderna se iba disolviendo, otra casa aparecía poco a poco en su lugar, mutando lo antiguo por lo viejo, el vidrio por la piedra, la línea recta no por una sinuosidad cualquiera, sino por la sustitución derretida de una forma en otra.

Iba apareciendo, poco a poco, detrás del velo de la casa aparente, la forma de un castillo antiguo, derruido, inhabitable, impregnado ya de ese olor podrido que percibí en las tumbas del túnel, inestable, crujiente como el casco de un antiquísimo barco encallado entre montañas abruptas, un castillo de atalaya arruinada, de almenas carcomidas, de amenazantes torres de flanco, de rastrillo enmohecido, de fosos secos y lamosos, y de una torre de homenaje donde se posaba, mirándome con sus anteojos negros, diciéndome que se iría de este lugar y nunca lo reconocería si regresaba a él, convocándome a entrar de vuelta a la catacumba, advirtiéndome que ya nunca podría vivir normalmente, mientras yo luchaba con todas mis fuerzas, a pesar de todo, consciente de todo, sabedor de que mi fuerza vital ya estaba enterrada en una tumba, que yo mismo viviría siempre, dondequiera que fuera, en la tumba del vampiro, y que por más que afirmara mi voluntad de vida, estaba condenado a muerte porque viviría con el conocimiento de lo que viví para que la negra tribu de Vlad no muriera.

Entonces de la torre de flanco salieron volando torpemente, pues eran ratas monstruosas dotadas de alas varicosas, los vespertillos ciegos, los morciguillos guiados por el poder de sus inmundas orejas largas y peludas, emigrando a nuevos sepulcros.

¿Irían Asunción mi mujer, Magda mi hija, entre la parvada de ratones ciegos?

Me fui acercando al coche estacionado.

Algo se movía dentro del auto.

Una figura borrosa.

Cuando al cabo la distinguí, grité de horror y júbilo mezclados.

Me llevé las manos a los ojos, oculté mi propia mirada y sólo pude murmurar:

– No, no, no…

FIN

43
{"b":"81738","o":1}