Ocupo un pequeño apartamento en una callecita a la vuelta de Wardour Street. Wardour es el centro de negocios y de edición de cine y televisión en Londres y mi trabajo consiste en seguir las indicaciones de un director para asegurar una sola cosa: la fluidez narrativa y la perfección técnica de la película.
Película. La palabra misma indica la fragilidad de esos trocitos de "piel", ayer de nitrato de plata, hoy de acetato de celulosa que me paso el día digitalizando para lograr continuidad; eliminando, para evitar confusiones, fealdad o, lo peor, inexperiencia en los autores del film. La palabra inglesa quizás es mejor por ser más técnica o abstracta que la española. Film indica membrana, frágil piel, bruma, velo, opacidad. Lo he buscado en el diccionario a fin de evitar fantasías verbales y ceñirme a lo que film es en mi trabajo: un rollo flexible de celulosa y emulsión. Ya no: ahora se llama Beta Digital.
Sin embargo, si digo "película" en español no me alejo de la definición académica ("cinta de celuloide preparada para ser impresionada cinematográficamente") pero tampoco puedo (o quiero) separarme de una visión de la piel humana frágil, superficial, el delgado ropaje de la apariencia. La piel con la que nos presentamos ante la mirada de otros, ya que sin esa capa que nos cubre de pies a cabeza seríamos solamente una desparramada carnicería de vísceras perecederas, sin más armadura final que el esqueleto -la calavera. Lo que la muerte nos permite mostrarle a la eternidad. Alas, poor Yorick !
Mi trabajo ocupa la mayor parte de mi día. Tengo pocos amigos, por no decir, francamente, ninguno. Los británicos no son particularmente abiertos al extranjero. Y quizás -voy averiguando- no hay nación que dedique tantos y tan mayores sobrenombres despectivos al foreigner: dago, yid, frog, jerry, spik, hun, polack, russky…
Yo me defiendo con mi apellido irlandés -O'Shea- hasta que me obligan a explicar que hay mucho nombre gaélico en Hispanoamérica. Estamos llenos de O'Higgins, O'Farrils, O'Reillys y Fogartys. Cierto, pude engañar a los isleños británicos haciéndome pasar por isleño vecino -irlandés-. No. Ser mexicano renegado es repugnante. Quiero ser aceptado como soy y por lo que soy. Lorenzo O'Shea, convertido por razones de facilidad laboral y familiaridad oficinesca en Larry O'Shea, mexicano descendiente de anglo-irlandeses emigrados a América desde el siglo XIX. Vine a los veinticuatro años a estudiar técnicas del cine en la Gran Bretaña con una beca y me fui quedando aquí, por costumbre, por inercia si ustedes prefieren, acaso debido a la ilusión de que en Inglaterra llegaría a ser alguien en el mundo del cine.
No medí el desafío. No me di cuenta hasta muy tarde, al cumplir los treinta y tres que hoy tengo, de la competencia implacable que reina en el mundo del cine y la televisión. Mi carácter huraño, mi origen extranjero, acaso una abulia desagradable de admitir, me encadenaron a una mesa de edición y a una vida solitaria porque, por partes idénticas, no quería ser parte del party, vida de pubs y deportes y fascinación por los royals y sus ires y venires… Quería reservarme la libre soledad de la mirada tras nueve horas pegado a la AVID.
Por la misma razón evito ir al cine. Eso sería lo que aquí llaman "la vacación del conductor de autobús" -busman's holiday -, o sea repetir en el ocio lo mismo que se hace en el trabajo.
De allí también -estoy poniendo todas mis cartas sobre la mesa, curioso lector, no quiero sorprender a nadie más de lo que me he engañado y sorprendido a mí mismo- mi preferencia por el teatro. No hay otra ciudad del mundo que ofrezca la cantidad y calidad del teatro londinense. Voy a un espectáculo por lo menos dos veces a la semana. Prácticamente gasto mi sueldo, la parte que emplearía en cines, viajes, restoranes, en comprar entradas de teatro. Me he vuelto insaciable. La escena me proporciona la distancia viva que requiere mi espíritu (que exigen mis ojos). Estoy allí pero me separa de la escena la ilusión misma. Soy la "cuarta pared" del escenario. La actuación es en vivo. Un actor de teatro me libera de la esclavitud de la imagen filmada, intangible, siempre la misma, editada, cortada, recortada e incluso eliminada, pero siempre la misma. En cambio, no hay dos representaciones teatrales idénticas. A veces repito cuatro veces una representación sólo para anotar las diferencias, grandes o pequeñas, de la actuación. Aún no encuentro un actor que no varíe día con día la interpretación. La afina. La perfecciona. La transforma. La disminuye porque ya se aburrió. Quizás esté pensando en otra cosa. Pongo atención a los actores que miran a otro actor, pero también a los que no hacen debido contacto visual con sus compañeros de escena. Me imagino las vidas personales que los actores deben dejar atrás, abandonadas, en el camerino, o la indeseada invasión de la privacidad en el escenario. ¿Quién dijo que la única obligación de un actor antes de entrar en escena es haber orinado y asegurarse de que tiene cerrada la bragueta?
El canon shakespeariano, Ibsen, Strindberg, Chejov, O'Neill y Miller, Pinter y Stoppard. Ellos son mi vida personal, la más intensa, fuera del tedio oficinesco. Ellos me elevan, nutren, emocionan. Ellos me hacen creer que no vivo en balde . Regreso del teatro a mi pequeño apartamento -salón, recámara, baño, cocina- con la sensación de haber vivido intensamente a través de Electra o Coriolano , de Willy Loman o la señorita Julia , sin necesidad de otra compañía. Esto me da fuerzas para levantarme al día siguiente y marchar a la oficina. Estoy a un paso de Wardour Street. Pero también soy vecino de la gran avenida de los teatros, Shaftesbury Avenue. Es un territorio perfecto para un paseante solitario como yo. Una nación pequeña, bien circunscrita, a la mano. No necesito, para vivir, tomar jamás un transporte público.
Vivo tranquilo. Miro por la ventana de mi flat y sólo veo la ventana del apartamento de enfrente. Las calles entre avenida y avenida en Soho son muy estrechas y a veces se podría tocar con la mano la del vecino en el edificio frentero. Por eso hay tantas cortinas, persianas y hasta batientes antiguos a lo largo de la calle. Podríamos observarnos detenidamente los unos a los otros. La reserva inglesa lo impide. Yo mismo nunca he tenido esa tentación. No me interesaría ver a un matrimonio disputar, a unos niños jugar o hacer tareas, a un anciano agonizar… No miro. No soy mirado.
Mi vida privada refrenda y regula mi vida "pública", si así se la puede llamar. Quiero decir: vivo en mi casa como vivo en la calle. No miro hacia fuera. Sé que nadie me mira a mí. Aprecio esta especie de ceguera que entraña, qué se yo, privacidad o falta de interés o desatención o, incluso, respeto…
Todo cambió cuando ella apareció. Mi mirada accidental absorbió primero, sin prestarle demasiada atención, la luz encendida en el apartamento frente al mío. Luego me fijé en que las cortinas estaban abiertas. Finalmente, observé el paso distraído de la persona que ocupaba el flat de enfrente. Me dije, distraído yo también:
– Es una mujer.
Olvidé la novedad. Ese apartamento llevaba años deshabitado. Yo cumplía mis horarios de trabajo.
Luego iba al teatro. Y sólo al regresar, hacia las once de la noche, a mi casa, notaba el brillo nocturno de la ventana vecina. Como "vecina" era la mujer que se movía dentro de las habitaciones opuestas a las mías, apareciendo y desapareciendo de acuerdo con sus hábitos personales.
Empezó a interesarme. La miraba siempre de lejos, moviéndose, arreglando la cama, sacudiendo los muebles, sentada frente a la televisión y paseándose en silencio, con la cabeza baja, de una pared a la opuesta. Todo esto sólo a partir de las once de la noche cuando yo terminaba mi jornada teatral, o a partir de las siete cuando regresaba de la oficina.
De día, cuando me iba a la oficina, las cortinas de enfrente estaban cerradas, pero de noche, al regresar, siempre las encontraba abiertas.
Esperé, de manera involuntaria, que la mujer se acercara a la ventana para verla mejor. Era natural -me dije- que a las once de la noche se atareara en los afanes finales del día antes de apagar las luces e irse a dormir.
Una inquietud empezó a rasguñarme poco a poco la cabeza. Hasta donde podía ver, la mujer vivía sola. A menos que recibiera a alguien después de cerrar las cortinas. ¿A qué horas las abría de mañana? Cuando yo partía a las 8:30, aún estaban cerradas. La curiosidad me ganó. Un jueves cualquiera, llamé a la oficina fingiendo enfermedad. Luego me instalé de pie junto a mi ventana, esperando que ella abriese la suya.
Su sombra cruzó varias veces detrás de las delgadas cortinas. Traté de adivinar su cuerpo. Rogué que apartase las cortinas.
Cuando lo hizo, hacia las once de la mañana, pude finalmente verla de cerca.
Apartó las cortinas y permaneció así un rato, con los brazos abiertos. Pude ver su camisón blanco, sin mangas, muy escotado. Pude admirar sus brazos firmes y jóvenes, sus limpias axilas, la división de los senos, el cuello de cisne, la cabeza rubia, la cabellera revuelta por el sueño pero los ojos entregados ya al día, muy oscuros en contraste con la cabellera blonda. No tenía cejas -es decir, las había depilado por completo-. Esto le daba un aire irreal, extraño, es cierto. Pero me bastó bajar la mirada hacia sus senos, prácticamente visibles debido a lo pronunciado del escote, para descubrir en ellos una ternura que no me atreví a calificar. Ternura maravillosa, amante, materna quizás, pero sobre todo deseable, ternura del deseo, eso era.
El marco de la ventana cortaba a la muchacha -no tendría más de veinticinco años- a la altura del busto. Yo no podía ver nada más de su cuerpo.
Me bastó lo que vi. Supe en ese instante que nunca más me desprendería de mi puesto en la ventana. Habría interrupciones. Accidentes, quizás. Sí, azares imprevisibles, pero nunca más fuertes que la necesidad nacida instantáneamente como compañera de la fortuna de haberla descubierto.
¿Cuál sería su horario?
Sólo podía averiguarlo apostándome en mi ventana todo el tiempo, día y noche. Al principio, intenté disciplinarme a mi trabajo, resignarme a verla sólo de noche, a partir de las 7:30 o de las 11:00. Luego sacrifiqué mi amor al teatro. Regresé urgido, todas las noches, al apartamento apenas pasadas las siete. A esa hora ya estaban prendidas las luces y ella se movía, hacendosa, por el flat . Pero a las doce apagaba las luces y cerraba las cortinas. Entonces yo debía esperar hasta las once de la mañana para volver a verla. Eso significaba que no podía llegar a la oficina antes de las once o permanecer en el trabajo después de esa hora.