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CALIXTA BRAND

Naturalmente, a Pedro Ángel Palou

Conocí a Calixta Brand cuando los dos éramos estudiantes. Yo cursaba la carrera de economía en la BUAP -Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, ciudadela laica en ciudad conservadora y católica-. Ella era estudiante en la Escuela de Verano de Cholula.

Nos conocimos bajo las arcadas de los portales en el zócalo de Puebla. Distinguí una tarde a la bella muchacha de cabello castaño claro, casi rubio, partido por la mitad y a punto de eclipsarle una mirada de azul intenso. Me gustó la manera como apartaba, con un ligero movimiento de la mano, el mechón que a cada momento caía entre sus ojos y la lectura. Como si espantase una mosca.

Leía intensamente. Con la misma intensidad con que yo la observaba. Levanté la mirada y aparté el mechón negro que caía sobre mi frente. Esta mímesis la hizo reír. Le devolví la sonrisa y al rato estábamos sentados juntos, cada uno frente a su taza de café.

¿Qué leía?

Los poemas de Sor Juana Inés de la Cruz de la Nueva España y los de su contemporánea colonial en la Nueva Inglaterra Anne Bradstreet.

– Son dos ángeles femeninos de la poesía -comentó-. Dos poetas cuestionantes.

– Dos viejas preguntonas -ironicé sin éxito.

– No. Oye -me respondió Calixta seriamente-. Sor Juana con el alma dividida y el alma en confusión. ¿Razón? ¿Pasión? ¿A quién le pertenece Sor Juana? Y Anne Bradstreet preguntándose ¿quién llenó al mundo del encaje fino de los ríos como verdes listones…?, ¿quién hizo del mar su orilla…? No, en serio, ¿qué estudiaba ella?

– Lenguas. Castellano. Literatura comparada. ¿Qué estudiaba yo?

– Economía. "Ciencias" económicas, pomposamente dicho.

– The dismal science -apostrofó ella en inglés.

– Eso dijo Carlyle -añadí-. Pero antes Montesquieu la había llamado "la ciencia de la felicidad humana".

– El error es llamar ciencia a la experiencia de lo imprevisible -dijo Calixta Brand, que sólo entonces dijo llamarse así esta rubia de melena, cuello, brazos y piernas largas, mirada lánguida pero penetrante e inteligencia rápida.

Comenzamos a vernos seguido. A mí me deleitaba descubrirle a Calixta los placeres de la cocina poblana y los altares, portadas y patios de la primera ciudad permanente de España en México. La capital

– ¿México City ? -inquirió Calixta- fue construida sobre los escombros de la urbe azteca Tenochtitlan. Puebla de los Ángeles fue fundada en 1531 por monjes franciscanos con el trazo de parrilla -sonreí- que permite evitar esas caóticas nomenclaturas urbanas de México, con veinte avenidas Juárez y diez calles Carranza, siguiendo en vez el plan lógico de la rosa de los vientos: sur y norte, este y oeste…

Por fin la llevé a conocer la suntuosa Capilla Barroca de mi propia Universidad y allí le propuse matrimonio. Si no, ¿a dónde iba a regresar la gringuita? Ella fingió un temblor. A las ciudades gemelas de Minnesota, St. Paul y Minneapolis, donde en invierno nadie puede caminar por la calle lacerada por un viento helado y debe emplear pasarelas cubiertas de un edificio a otro. Hay un lago que se traga el hielo aún más que el sol.

– ¿Qué quieres ser, Calixta?

– Algo imposible.

– ¿Qué, mi amor?

– No me atrevo a decirlo.

– ¿Ni a mí? Yo ya soy licenciado en economía. ¿Ves qué fácil? ¿Y tú?

– No hay experiencia total.

– Entonces voy a dar cuenta de lo parcial.

– No te entiendo.

– Voy a escribir.

O sea, jamás me mintió. Ahora mismo, doce años después, no podía llamarme a engaño. Ahora mismo, mirándola sentada hora tras hora en el jardín, no podía decirme a mí mismo "Me engañó…"

Antes, la joven esposa sonreía.

– Participa de mi placer, Esteban. Hazlo tuyo, como yo hago mío tu éxito.

¿Era cierto? ¿No era ella la que me engañaba?

No me hice preguntas durante aquellos primeros años de nuestro matrimonio. Tuve la fortuna de obtener trabajo en la Volkswagen y de ascender rápidamente en el escalafón de la compañía. Admito ahora que tenía poco tiempo para ocuparme debidamente de Calixta. Ella no me lo reprochaba. Era muy inteligente. Tenía sus libros, sus papeles, y me recibía cariñosamente todas las noches. Cuidaba y restauraba con inmenso amor la casa que heredé de mis padres, los Durán-Mendizábal, en el campo al lado de la población de Huejotzingo.

El paraje es muy bello. Está prácticamente al pie del volcán Iztaccíhuatl, "la mujer dormida" cuyo cuerpo blanco y yacente, eternamente vigilado por Popocatépetl, "la montaña humeante", parece desde allí al alcance de la mano. Huejotzingo pasó de ser pueblo indio a población española hacia 1529, recién consumada la conquista de México, y refleja esa furia constructiva de los enérgicos extremeños que sometieron al imperio azteca, pero también la indolencia morisca de los dulces andaluces que los acompañaron.

Mi casa de campo ostenta ese noble pasado. La fachada es de piedra, con un alfiz árabe señoreando el marco de la puerta, un patio con pozo de agua y cruz de piedra al centro, puertas derramadas en anchos muros de alféizar y marcos de madera en las ventanas. Adentro, una red de alfanjías cruzadas con vigas para formar el armazón de los techos en la amplia estancia. Cocina de azulejos de Talavera. Corredor de recámaras ligeramente húmedas en el segundo piso, manchadas aquí y allá por un insinuante sudor tropical. Tal es la mansión de los Durán-Mendizábal.

Y detrás, el jardín. Jardín de ceibas gigantes, muros de bugambilia y pasajeros rubores de jacaranda. Y algo que nadie supo explicar: un alfaque, banco de arena en la desembocadura de un río. Sólo que aquí no desembocaba río alguno.

Esto último no se lo expliqué a Calixta a fin de no inquietarla. ¡Qué distintos éramos entonces! Bastante extraño debía ser, para una norteamericana de Minnesota, este enclave hispano-arábigo-mexicano que me apresuré a explicarle:

– Los árabes pasaron siete siglos en España. La mitad de nuestro vocabulario castellano es árabe…

Como si ella no lo supiera. Almohada, alberca, alcachofa -se adelantó ella, riendo-. Alfil… -culminó la enumeración, moviendo la pieza sobre el tablero.

Es que después de horas en la oficina de la VW regresaba a la bella casona como a un mundo eterno donde todo podía suceder varias veces sin que la pareja -ella y yo- sintiésemos la repetición de las cosas. O sea, esta noticia sobre la herencia morisca de México ella la sabía de memoria y no me reprochaba la inútil y estúpida insistencia.

– Ay, Esteban, dale que dale -me decía mi madre, q.e.p.d.-. Ya me aburriste. No te repitas todo el día.

Calixta sólo murmuraba: -Alfil -y yo entendía que era una invitación cariñosa y reiterada a pasar una hora jugando ajedrez juntos y contándonos las novedades del día. Sólo que mis novedades eran siempre las mismas y las de ella, realmente, siempre nuevas.

Ella sabía anclarse en una rutina -el cuidado de la casa y sobre todo, del jardín- y yo le agradecía esto, la admiraba por ello. Poco a poco fueron desapareciendo los feos manchones de humedad, apareciendo maderas más claras, luces inesperadas. Calixta mandó restaurar el cuadro principal del vestíbulo de entrada, una pintura oscurecida por el tiempo, y prestó atención minuciosa al jardín. Cuidó, podó, distribuyó, como si en este vergel del alto trópico mexicano ella tuviese la oportunidad de inventar un pequeño paraíso inimaginable en Minnesota, una eterna primavera que la vengase, en cierto modo, de los crudos inviernos que soplan desde el Lago Superior .

Yo apreciaba esta precisa y preciosa actividad de mi mujer. Me preguntaba, sin embargo, qué había pasado con la ávida estudiante de literatura que recitaba a Sor Juana y a Anne Bradstreet bajo las arcadas del zócalo.

Cometí el error de preguntarle.

– ¿Y tus lecturas?

– Bien -respondió ella bajando la mirada, revelando un pudor que ocultaba algo que no escapó a la mirada ejecutiva del marido.

– ¿No me digas que ya no lees? -dije con fingido asombro-. Mira, no quiero que los quehaceres domésticos…

– Esteban -ella posó una mano cariñosa sobre la mía-. Estoy escribiendo…

– Bien -respondí con una inquietud incomprensible para mí mismo.

Y luego, amplificando el entusiasmo: -Digo, qué bueno…

Y no se dijo más porque ella hizo un movimiento equivocado sobre el tablero de ajedrez. Yo me di cuenta de que el error fue intencional.

Se sucedieron las noches y comencé a pensar que Calixta cometía errores de ajedrez apropósito para que yo ganara siempre. ¿Cuál era, entonces, la ventaja de la mujer? Yo no era ingenuo. Si una mujer se deja derrotar en un campo, es porque está ganando en otro…

– Qué bueno que tienes tiempo de leer. Moví el alfil para devorar a un peón.

– Dime, Calixta, ¿también tienes tiempo de escribir?

– Caballo-alfil-reina.

Calixta no pudo evitar el movimiento de éxito, la victoria sobre el esposo -yo- que voluntariamente o por error me había expuesto a ser vencido. Distraído en el juego, me concentré en la mujer.

– No me contestas. ¿Por qué?

Ella alejó las manos del tablero.

– Sí. Estoy escribiendo.

Sonrió con una mezcla de timidez, excusa y orgullo.

Enseguida me di cuenta de mi error. En vez de respetar esa actividad, si no secreta, sí íntima, casi pudorosa, de mi mujer, la saqué al aire libre y le di a Calixta la ventaja que hasta ese momento, ni profesional ni intelectualmente, le había otorgado. ¿Qué hizo ella sino contestar a una pregunta? Sí, escribía. Pudimos, ella y yo, pasar una vida entera sin que yo me enterase. Las horas de trabajo nos separaban. Las horas de la noche nos unían. Mi profesión nunca entró en nuestras conversaciones conyugales. La de ella, hasta ese momento, tampoco. Ahora, a doce años de distancia, me doy cuenta de mi error. Yo vivía con una mujer excepcionalmente lúcida y discreta. La indiscreción era sólo mía. Iba a pagarla caro.

– ¿Sobre qué escribes, Calixta?

– No se escribe sobre algo -dijo en voz muy baja-. Sencillamente, se escribe. -Respondió jugando con un cuchillo de mantequilla.

Yo esperaba una respuesta clásica, del estilo "escribo para mí misma, por mi propio placer". No sólo la esperaba. La deseaba.

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