Abrió la puerta del baño. El agua corría en la tina, a punto de desbordarse. Un pato de juguete flotaba en la bañera. Una sirena de plástico le hacía compañía.
De la sirena emanó una música que se apoderó de Alejandro, lo inmovilizó, lo sedujo, lo sometió a una atracción irresistible. Era un canto surgido del fondo del mar, como si esta vieja bañera fuese en verdad una parcela de océano salado, fresco, invitante, reposo de las fatigas del día, renovación relajada, lo que él más necesitaba para recuperar el orden mental, para que la locura de la casa no lo contagiase…
Se desvistió lentamente para introducirse en la bañera. Entró al agua tibia, cerró los ojos, encontró el jabón sin perfume y comenzó a recorrer con él su propio cuerpo.
Se sentó en la bañera con un sobresalto.
Al enjabonar las axilas, sintió que algo se iba. El pelo. Se enjabonó el pubis. Quedó liso como un niño.
Iba a salir horrorizado del agua cuando las dos señoritas, Zenaida y Serena, se asomaron sonriendo.
– ¿Ya estás listo?
– ¿Quieres que te sequemos?
Alex se incorporó automáticamente, temeroso de que si metía la cabeza bajo el agua verdigris, ya nunca volvería a emerger. Pudoroso al incorporarse, ocultando el sexo con las manos, atendido por las tías que lo cubrieron con la toalla, lo secaron amorosamente, lo llenaron de mimos.
– Amorcito corazón…
– Niñito del alma mía…
– Lindo bebé…
– Vida de mi vida…
– Santito nuestro…
– Niñito travieso.
– Distraído, distraído…
– ¿No te advertimos que tuvieras cuidado al cruzar la avenida?
– ¡Cuidado, chamaco, cuidado con el tranvía!
Entonces condujeron a Alex fuera de la recámara, por los pasillos, hasta la puerta del sótano. Alex sentía que perdía la razón pero que el resto de razón que le quedaba le permitía entender que las tías reunidas no sólo dejaban de pelear entre sí, no sólo dejaban de ser cariñosas con él.
Se volvían amenazantes.
Abrieron la puerta que conducía al sótano.
Se dio cuenta de la razón de las prohibiciones. -No uses la puerta delantera.
– Que no sepan que estamos vivas.
No. Que no sepan que él estaba aquí. Que su presencia en la casa sea un misterio, le dijo un rayo fulminante de razón.
Descendieron. El olor de musgo era insoportable, irrespirable. Se acumulaban los baúles de otra época. Las cajas de madera arrumbadas. La tétrica luz de esta hora de la noche. ¿Por qué no encendían la luz eléctrica? ¿Por qué lo conducían a un espacio apartado pero descombrado del sótano?
– ¿Para qué saliste? -dijo Zenaida.
– ¿No te dijimos que las calles eran peligrosas? -repitió Serena.
– ¿Que te podía atropellar un tranvía?
– ¿Y matarte?
– Ahora vas a descansar -dijo Zenaida señalando hacia un féretro abierto, acolchado de seda blanca.
– Ahora eres nuestro niño -susurró Serena.
– ¿Nuestro? -alcanzó a decir Alejandro-. ¿De cuál de las dos?
– Ah -suspiró Serena-. Eso nadie lo sabrá nunca…
– Está bien -murmuró Alejandro-. Basta de bromas pesadas. Vamos arriba. Mañana me marcho. No se preocupen.
– ¿Mañana? -sonrió afablemente Zenaida-. ¿Por qué? ¿Acaso no somos buena compañía?
– ¿Mañana? -le hizo eco Serena, indicando un segundo cajón de muerto.
– Siempre. Alejandro, mañana no. Siempre. Nuestro angelito necesita compañía.
– Anda, Alejandro, ocupa tu lugar en la camita de al lado.
– Es cómoda, amorcito. Está acolchada de seda.
– Entra, Alex. Recuéstate, santito. Duerme, duerme para siempre. Acompaña a nuestro hijito. Gracias, monada.
– Ay, Alex. Hubieras comido el chocolatito. Nos hubiéramos evitado esta escena. Las luces se apagaron poco a poco.