Sólo que ahora, después del incidente del perro muerto, sentía miedo de sentarse a comer con Zenaida o con Serena. Metió las manos en los bolsillos y se dio cuenta de algo más. Atenido a la hospitalidad de las señoritas Escandón, no traía dinero mexicano. Regresó al parque e hizo algo insólito, algo que estremeció su alma porque era un acto imposible, un acto que su espíritu rechazaba con horror. Quizás por eso lo cometió. Porque lo consideró no un acto espantoso, sino un acto fatal, dictado por algo o alguien que no era él.
Metió la mano en un gran bote de basura. Hurgar allí en busca de comida. Lo hizo. Lo hacía cuando otra mano tocó la suya. Alejandro retiró la mano con miedo. Levantó la mirada para encontrar la del viejo clochard detenido esa mañana por un policía. Cuando las manos se tocaron, cada uno retiró la suya. Alejandro miró al viejo. El viejo no podía mirarlo a él. Era un ciego, uno de esos ciegos enfermos con la mirada borrada como por una nube interna que sólo le ofrece al mundo un par de ojos disueltos en un espeso esperma legañoso.
– Mataron a mi perro -dijo el viejo-. Me detuvieron. Creen que yo lo maté. ¿Cómo voy a matar a mi única compañía?, el perro que me guiaba por las calles en busca de comida, dígame nomás… Mi perro Miramón.
Buscó a Alex con la mirada perdida.
– ¿Usted nunca ha comido carne de perro, compañero? Viera que no sabe mal.
Rió sin dientes.
– L'hambre mata. L'hambre manda.
Alex no dijo palabra. Tuvo un temor. Si se manifestaba ante el pepenador ciego, éste se espantaría. Si era ciego, que creyese haber encontrado a un mudo.
– Nadie más que yo sabe de este basurero. Es el mejor del barrio. Esta gente no ha de comer nada. Lo tiran todo a la basura.
Señaló, con la certeza de la costumbre, a la casa de las tías.
– Han de vivir de aire -cacareó el anciano antes de sumirse en la melancolía-. Voy a extrañar a Miramón. ¡Guau, guau! -ladró alejándose.
Alex pasó la tarde leyendo y preparándose para la cena con la tía Serena. Algo le decía que esta vez la señorita no faltaría al rendezvous. Y en efecto, allí lo esperaba, con las acostumbradas viandas que Alejandro había decidido comer sin temores, seguro de que su único recurso era comportarse normalmente, como si no pasara nada, sin asociarse a la bruma creciente del misterio propiciado, se daba cuenta, por las hermanas enemigas. Eso tenían en común: la capacidad de trastocar la normalidad. El encierro -decidió Alejandro- las había trastornado.
– Siéntate, Alejandro -le dijo con suma formalidad doña Serena-. Perdona las inquietudes de anoche.
Suspiró.
– Sabes, cuando dos viejas solteronas viven juntas y sin compañía tantos años, se vuelven un poco maniáticas…
– ¿Un poco? -dijo con sorna domeñada el sobrino.
– Es muy extraño, muchacho. Salvo Panchita, que es sordomuda, nadie entra en la casa. Eso tiene que provocar inquietudes públicas, ¿sabes? Al principio le dije a mi hermana, vamos saliendo a la calle de vez en cuando. Ella me dijo, no podemos abandonar la casa. Alguien tiene que estar siempre aquí, cuidándola.
Masticó unos segundos. Deglutió. Se limpió los labios con la servilleta. Es el acto que Alejandro esperaba para comer del mismo platón de carne, sin temor de morir envenenado…
– Entonces -prosiguió la anciana- le dije a Zenaida que podíamos alternar los paseos. A veces saldría ella y yo me quedaría aquí a guardar la casa. Otras veces sería al revés. ¿Sabes lo que me contestó?
Alejandro negó suavemente.
– Que si veían a una sola, iban a creer que la otra se había muerto.
– Pero si veían a ambas, así fuese por separado, sabrían que eso no era cierto, tía.
– En cuanto nos vieran separadas, creerían que una había matado a la otra.
– No es posible, tía, No es razonable. ¿Qué motivo habría?
– Para quedarse con la herencia.
Alejandro no dio crédito a una respuesta a la vez tan inesperada y tan convencional. Decidió seguir el juego.
– ¿Qué, es mucho dinero?
– Es algo que no tiene precio.
– Ah -alcanzó a emitir el sobrino.
– ¿Sabes por qué te prohibimos usar la puerta principal?
– Lo ignoro y me intriga, sí.
– Nadie debe saber si mi hermana y yo estamos vivas o muertas. La presencia de un huésped…
– ¿Por qué? -la interrumpió Alex bruscamente.
– No te adelantes. La curiosidad es una pasión demasiado inquieta, muchacho.
– No hago más que seguir sus palabras, tía Serena.
La tía lo miró con unos ojos hermanados tanto a la locura como al orgullo.
– Afuera creen que somos fantasmas… La presencia de un huésped los hubiese desengañado.
Alejandro suprimió una sonrisa, temiendo ofender a la tía.
– He oído decir que cada habitante de una casa tiene su pareja fantasma, tía.
– Así es. Pero el precio es muy alto y más vale no averiguarlo.
Se apoderó de ella una risa convulsiva. Agitó los brazos. Una mano sin gobierno chocó contra la copa de vino tinto. El vino se derramó. No dejó mancha sobre el blanco mantel.
Ella miró al sobrino con ojos de súplica.
– Por favor. Créeme. Nuestra crueldad es parte de nuestro amor.
– ¿Quiere usted decir, el amor entre usted y su hermana, a pesar de las desavenencias ocasionales?
– No, no -dijo con la cabeza reclinada hacia atrás, como si se ahogara-. Nuestro amor por ti…
Alex se levantó a socorrerla.
– ¿Se siente mal doña Serena? ¿Puedo ayudarla? ¿Llamo a un médico?
La mirada de Serena se volvió con furia contra Alejandro.
– ¿Un doctor? ¿Estás loco? Regresa inmediatamente a tu cuarto. Estás castigado. Anda. Vete. Quédate sin cena.
– Tía Serena -Alex trató de sonreír.
– ¡Madre! -gritó la vieja-. ¡Madre, no tía!
Alejandro iba a contestar con firmeza, "mi madre Lucila acaba de morir en París, le ruego que respete su memoria". No valía la pena. Se retiró perturbado a la recámara, saboreando, a pesar de él mismo, la calidad, a la vez etérea y corpórea, del vino servido.
¿Qué nueva locura aquejaba a doña Serena? ¿Se creía, virgen y estéril como era, madre putativa de Alejandro de la Guardia? ¿No sabía perfectamente que Alex nació en París veintisiete años atrás, cuando las señoritas Escandón ya estaban encerradas en su casa de la Ribera de San Cosme en México?
Alejandro imaginó escenas de novela decimonónica. Él, parido por la tía Serena en México. Él, enviado secretamente a París al cuidado de su supuesta madre, Lucila Escandón de De la Guardia. Él, niño abandonado a la puerta de un hospicio o de una iglesia, bajo la nieve. El novelista, pensó Alex, podía volverse loco ante el repertorio de razones y desenlaces que se le ofrecían a una acción dramática cualquiera. En el liceo era obligatorio leer un libro maravilloso, Jacques el fatalista de Diderot, donde los personajes -Jacques y su amo- al llegar a un cruce de caminos deben escoger entre un repertorio de posibilidades para continuar no sólo la ruta, sino la narración. Separarse, seguir unidos, visitar un monasterio, emborracharse con un prelado, dormir en un albergue…
Algo así le pasaba esta noche a él. Podía excusarse con las tías, abandonarlas, buscar un cuarto de hotel, cambiar sus cheques de viajero por pesos mexicanos, olvidarse de la casa de la Ribera de San Cosme y sus excéntricas inquilinas.
Se detuvo cuando pasó junto a la sala y escuchó a las tías conversando. Sorprendido, no se avergonzó de quedarse afuera, espiando.
– …debemos estar agradecidas, Serenita. Lucila pensó en nosotras antes de morir. Nos envió a este niño encantador, un regalo para nuestra vejez, una linda compañía, no lo niegues…
– Qué sabia fue nuestra hermana. Mira que mandarnos a un muerto para hacerle compañía a dos muertas.
– No te adelantes, hermanita. Él todavía no lo sabe.
– Ella tampoco lo sabía. Llevábamos tantos años sin comunicarnos…
Ahora ella debe estar satisfecha…
– En el cielo, hermana…
– Desde luego. Desde allí debe vernos.
– Él no sabe que está muerto, pobrecito.
– Ni lo recuerdes, Zenaida. Morir así, atropellado por un tranvía en plena Ribera de San Cosme.
– ¡Qué horror! Y tan jovencito. A los once años.
– Cálmate. Con nosotras va a recuperar la paz. -Necesita compañía para jugar.
– Tú lo sabes. De nosotras depende.
– Siempre y cuando tú y yo estemos en paz también, hermana.
– ¿Crees que te voy a disputar un fantasma?
– De ti lo puedo esperar todo, envidiosa. Ya ves, la otra noche lo querías para ti…
– ¿Envidiosa yo? El comal le dijo a la olla.
– Sí, tú, Zenaida. Todo me lo has disputado. El amor, los novios, la maternidad. Todo lo que me tocó a mí y a ti no, rencorosa.
– Cállate la boca, idiota.
– No, no me callo. No sé por qué he cargado contigo todos estos años. Me he sacrificado por ti, por lo buena gente que soy, para ayudarte a sobrellevar tu pecado.
Zenaida se soltó llorando.
– Eres una mujer muy cruel, Serena. Da gracias de que en compensación a nuestra soledad el destino nos ha enviado a un muchacho compañero.
– ¡No existe! -gruñó con amargura Serena-. ¡No es nuestro!
"No existo", se dijo a sí mismo, atónito, Alejandro de la Guardia. "No existo" esbozó una sonrisa primero forzada, enseguida franca, al borde de la carcajada.
– ¡No existo! -rió y se encaminó a la recámara-. ¡Yo no existo!
No volteó a mirar, asomadas al dintel de la sala, a las señoritas Escandón viéndole alejarse, Zenaida apoyada en Serena, Serena apoyada en su bastón con cabeza de lobo. Ambas sonriendo, satisfechas de que Alex hubiese escuchado lo que ellas acababan de decir…
Alejandro entró a su recámara, dispuesto a marcharse al día siguiente. Cansado, cómodo a pesar de todo, estúpidamente desprovisto de dinero, hubiese querido largarse desde ya.
Entró a la recámara y prendió la luz.
Un pequeño pijama estaba tendido sobre la cama.
Y sobre la misma cama, sobre el armario, en el piso, se acumulaban los objetos de una niñez. Osos felpudos, tigres rellenos de paja, títeres y alcancías de cochinito, trenes de juguete sobre vías bien dispuestas, autos de carrera miniatura, todo un ejército inglés de casacas rojas y bayonetas caladas, patines, un globo terráqueo, trompos y baleros, nada femenino, sólo juguetes de niño…