Tapó apresuradamente el platillo.
Se deslizó al levantar la tapadera de la otra comida.
Sólo había una sopa servida. ¿Sopa de tomate? ¿Sopa de betabel, borsch…?
No resistió meter el dedo en la sopa y luego chuparlo.
Sopa de sangre.
Estuvo a punto de gritar.
Chupó sangre.
No gritó porque lo detuvo el sollozo, mínimo pero pertinaz, del otro lado de la puerta de Serena. Levantó el brazo. Iba a tocar. Iba a preguntar. -Tía, ¿qué pasa?
Se detuvo a tiempo. No tenía derecho. Una razón absurda le cruzó por la mente. ¿Por qué iba a tocar en esta puerta, la del sollozo de Serena? ¿Por qué no en la otra, la del silencio de Zenaida?
Se sintió confundido, quizás amedrentado. Lo salvó su buena educación. Sí, no tenía derecho a entrometerse en la vida privada de unas viejas solteronas, excéntricas, al cabo un poco locas, pero sangre de su sangre. Y que le ofrecían hospitalidad.
Bajó como subió, en silencio, sin hacerse sentir, a la recámara.
Sobre la almohada descansaba un chocolate envuelto en papel plateado, como en los hoteles.
Alejandro no lo desenvolvió. Admitió que sintió miedo. En un arranque de violencia poco acostumbrada en él, debida acaso a las tensiones acumuladas y sujetas a rienda como un perro enojado, abrió la ventana y arrojó el dulce al parque.
Eran las diez de la noche.
Volvió a vencerlo el sueño, más que la imaginación.
Sólo al despertar, metiendo la mano debajo de la almohada con un gesto matutino que le era habitual, Alejandro de la Guardia tocó un paño que desconocía.
Apartó la almohada y encontró un pijama que no era suyo. Desconcertado, lo extendió sobre la cama. La prenda era muy pequeña. Como para un enano. O un niño. Alex miró la etiqueta en el cuello de la camisa. Claramente indicaba S, small.
No supo qué hacer con el pijama entre las manos. ¿También este regalo inútil de las tías (pues nadie más tenía acceso a la recámara) lo arrojaría al parque, para que lo recogiera uno de los niños pobres que allí se reunían a jugar después de la escuela?
Pensó que lo más sutil sería dejar el pijamita donde lo encontró, debajo de la almohada. Eso sí que desconcertaría a las tías. Lo frenó el uso del plural. Las hermanas no se hablaban, salvo para pelearse como ayer. Entonces, ¿cuál de las dos estaba haciendo estas bromas? Empezó a creer que una de ellas, más que excéntrica, estaba loca.
Pasó al baño para el aseo de la mañana. Usó la incomoda bañera y añoró una buena ducha. Se secó con una toalla, incómoda también, ya que era de tela como la que se emplea para limpiar y secar platos, sin el confort de la moderna toalla absorbente. Claro, las tías se habían quedado detenidas en otra época.
Tomó la crema de rasurar y empezó a untarla en el mentón y las mejillas, como todas las mañanas desde que tenía quince años. Automáticamente buscó el reflejo del espejo.
Ya no había espejo.
Había sido retirado.
Quedaba la sombra del espejo, el cuadro lívido del espacio ocupado por ese nuestro extraño y entrañable doble al cual ningún misterio le atribuimos. Un objeto de uso cotidiano. Recordó con cierta emoción poética los espejos del Orfeo de Cocteau, una película vista y revista por el joven Alex en la Cine mateca Francesa. Espejos que podíamos atravesar como si fuesen agua. Un líquido vertical, penetrable para pasar de una realidad a otra. En verdad, de la vida a la muerte.
Esa mañana, Panchita no estaba en la cocina. Con delantal bien puesto, era doña Zenaida quien lo atendía.
– Dormiste bien, angelito de mi alma? -preguntó la solícita señorita.
Alejandro asintió y recibió con sospecha el plato de huevos rancheros, la taza de barro de café con canela, la campechana…
– Gracias por el chocolate que me dejaron -dijo con cara de expresa normalidad Alejandro…
– Te gustó? -preguntó Zenaida sin levantar la cara hacendosa.
– Claro -dijo Alex con un tono neutro.
– Sobrino -Zenaida siguió ocupada-. Quiero que sepas una cosa. Cuando éramos jovencitas, Serena y yo nos adorábamos. Nos mimábamos, nos acariciábamos, sabes, era una costumbre romántica que las mujeres se mimaran y acariciaran. Una costumbre que ella y yo heredamos…
Alex se animó. -Sí, lo sé. He leído novelas inglesas del siglo XIX. Era propio de mujeres mimarse y acariciarse entre sí -rió-. Hoy causaría escándalo
Se detuvo. Una sombra había descendido sobre los ojos de la tía.
– De vieja, la vida se ve distinta. Una ya no busca compañía. Se la imponen a una. Queda una en manos ajenas. Manos extrañas. Todo por el pecado de ser vieja.
Alejandro dejó que pasara como una sombra la asociación indeseada. El estaba aquí porque se lo pidió a las tías y ellas escribieron encantadas de recibirlo.
Pero cada una escribió por separado. No fue una respuesta común como naturalmente debió ser. Y doña Zenaida continuaba hablando con tranquilidad.
– Quiero que sepas una cosa, m'hijito. A pesar de las apariencias yo amo a tu tía Serena. Mientras la tenga a ella, nadie ocupará su lugar.
– Me da gusto saberlo, tía Zenaida.
– Yo diría -prosiguió ella con un tono desacostumbrado para Alex- que nuestra crueldad es parte de nuestro amor.
Se limpió las manos con el delantal y Alex sintió un brote de compasión hacia estas dos solitarias mujeres.
– Tía Zenaida… Me gustaría acompañarla. ¿No quiere darse una vuelta por la calle conmigo? ¿Que la lleve a un cine? ¿O a un restorán?
– ¿No te he dicho que es peligroso caminar por las calles de México? -dijo ella con alarma-. Asaltantes, secuestradores, mirones, léperos. Una señorita no está a salvo…
– La protejo yo -dijo Alex, decidido a ser un huésped simpático.
– No, no -agitó la cabeza blanca doña Zenaida-. Nadie protege a nadie… Mira por la ventana.
Alex se asomó al parque público en el momento en que un policía detenía a un hombre viejo, andrajoso, con alarde de fuerza.
– ¿Ves? -murmuró Zenaida.
– Cómo no, tía. Ya ve. La ciudad no es tan insegura como usted dice.
La señorita dio la espalda al parque e hizo una bola con el delantal.
– Si no la ven a una, entonces sí, es segura…
– ¿No cree que usted… y su hermana… bueno, exageran esto del encierro?
Zenaida abrió tremendos ojos.
– Chamaquito de mi vida, ¿no te das cuenta? Nosotras no estamos encerradas. Ellos, los que andan por la calle, ellos son los que están encerrados…
– ¿Perdón? -Alex casi soltó la taza.
– Sí, amorcito corazón, ¿no te has dado cuenta? Toda esa gente que va y viene por la calle, pues… bueno… Esa gente no existe, Alex. Son fantasmas. Pero no lo saben.
Seguramente, pensó Alejandro, toma mucho tiempo -y mucho aislamiento- llegar a hablar de esta manera y crear metáforas, a la vez, tan simples y tan misteriosas. Intentó regresar a la normalidad. Se dio cuenta, en el acto, de que en esta casa la normalidad estaba exiliada.
– Tía, en todo caso, puedo quedarme a acompañarla aquí, esta mañana…
– No. Perdería las horas.
– Pero podríamos compartirlas, tiíta.
– Tonto. Ya no serían las horas del abandono…
Salió de la cocina y Alex no tuvo mejor ocurrencia, impulsado acaso por cuanto había sucedido durante el desayuno, que salir a darse un paseo para exorcizar el encierro de la casa. Eran las diez de la mañana. Dudaba que a él lo atacaran a pleno sol.
Apenas puso un pie en el parque, se topó con el cadáver de un perro muerto. Era uno de esos canes sin dueño, sarnosos y despistados, como si temiesen revertir al lobo. Un perro muerto.
Y al lado del perro, la envoltura inconfundible del chocolatito que Alex, esa mañana, arrojó por la ventana. La envoltura vacía. Una baba negra corría por el hocico del animal.
Reprimió el asco. Sofocó el miedo y la angustia. Él pudo haber comido ese dulce. Lo habrían encontrado muerto en la cama. Era inconcebible. ¿Por qué, por qué? Un relámpago le cruzó la mente. Por más peligrosas que fuesen las calles de México, más peligrosa era la casa de las tías.
Dio la vuelta al parque, cavilando pero incapaz de darle concierto a sus ideas. Encontró la avenida de la Ribera de San Cosme. Aparte de la fealdad de las construcciones y la mediocridad de los comercios, no vio nada fuera de lo común. La gente iba y venía, entraba a tiendas, compraba periódicos, se sentaba a comer en restoranes modestos…
Súbitamente, una construcción milagrosa apareció ante la mirada de Alex.
Era un edificio colonial de gran portada barroca. Una larga fachada de piedra cuya sobriedad elegante hablaba muy alto del arte del barroco, de su otra faz, la de un sigilo sorpresivo que no entrega la belleza que atesora de un solo golpe, sino que demanda atención y cariño. Algo había en el edificio que consignaba seguridad y belleza.
Alex leyó la placa inscrita a la entrada. Aquí había funcionado la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad de México hasta 1955. El edificio -decía la placa- era conocido como "Mascarones". Alex subió los tres o cuatro peldaños de la entrada y se detuvo admirado ante un patio amplio, armónico, de proporciones preciosas, con dos pisos comunicados por una gran escalera de piedra.
Se detuvo en el centro del patio del colegio. Poco a poco, con suma cautela, el espacio se fue llenando de voces y las voces, de tonos variados, reían, discutían, recitaban, murmuraban, siempre en aumento, pero siempre claras, distintas, tan claras que en medio del coro rumoroso Alejandro de la Guardia distinguió su propia voz, inconfundible, riendo, viva pero invisible, terrible por invisible y también porque estando seguro de que era su voz, no era su voz, atrayéndole hacia un misterio que no le pertenecía pero que lo amenazaba, lo amenazaba terriblemente…
Salió apresurado del patio, del edificio, corrió hacia la calle sin mirar al tranvía que se le vino encima y lo mató instantáneamente.
Abrió los ojos. No había tranvías en la Ribera de San Cosme. Alejandro estaba allí, de pie, aturdido, a media calle. Bajó la mirada. Allí estaba la huella inconfundible de antiguos rieles de tranvía, desaparecidos, que el paso de miles y miles de automóviles no había logrado borrar del todo…
Sudó frío. Como si hubiese resucitado. Miró su reloj. Ya eran las dos de la tarde. La tía Zenaida lo esperaría para comer. Alex se rebeló. Quería comer solo. Quería comer fuera.
La hora del almuerzo iba convocando a la gente que salía de oficinas, tiendas, escuelas… Fondas, loncherías, puestos de carnitas, taquerías… La aglomeración de la larga avenida fue empujando a Alex hacia las calles laterales, devolviéndolo, a su pesar, a la única morada que tenía en esta hidra de ciudad. La casa de las tías.