Intenté llegar al AVID y sus resoluciones digitales a las nueve y excusarme a las once. Ustedes adivinan lo que pasó. Entonces pedí licencia por enfermedad. Me la concedieron por un mes a cambio de un certificado médico. Le pedí a un doctor español, un tal Miquis, mi g. p. habitual, que me hiciera la balona. Se resistió. Me pidió una explicación. Sólo le dije:
– Por amor.
– ¿Amor?
– Tengo que conquistar a una muchacha.
Sonrió con complicidad amistosa. Me dio el certificado. Cómo no me lo iba a dar. En esto, los hispanos nos entendemos por completo. Oponerle obstáculos al amor es un delito superior a extender un falso certificado de enfermedad. La latinidad, cuando no es ejercicio que perfecciona la envidia, es complicidad nutrida por el sentimiento de que, siendo culturalmente superiores, recibimos trato de segundones en tierras imperiales.
Ya está. Ahora podía pasarme la jornada entera apostado en mi ventana, esperando la aparición de ella. No sabía su nombre. En el tablero de timbres de su edificio sólo había nombres masculinos o razones comerciales. Ningún nombre femenino. Y una sola ranura vacía. Allí tenía que estar, pero no estaba, su nombre. Estuve a punto de apretar el botón de ese apartamento. Me detuve a tiempo, con el dedo índice tieso, en el aire. Un instinto incontrolable me dijo que debía contentarme con el deleite de mirarla. Me vi a mí mismo, torpe e inútil, tocando el timbre, inventando un pretexto, ¿qué iba a decir?, quiero convertirla a una religión, traigo un inexistente paquete, soy un mensajero -o la verdad insostenible, soy su vecino, quiero conocerla, con la probable respuesta.
– Perdone. No sé quién es usted.
O: -Deje de importunarme.
O acaso: -Algún día, quizás. Ahora estoy ocupada.
No fue ninguno de estos motivos lo que me alejó de su puerta. Fue una marea interna que inundó mi corazón. Sólo quería verla desde la ventana. Me había enamorado de la muchacha de la ventana. No quería romper la ilusión de esa belleza intocable, muda, apartada de mi voz y de mi tacto por un estrecho callejón de Soho, aunque cercana a mí gracias al misterio de mi propia mirada, fija en ella.
Y la mirada de ella, siempre apartada de la mía, ocupada con su quehacer doméstico durante ciertas horas del día y de la noche, invisible desde la medianoche hasta el mediodía… Era mía gracias a mis ojos, nada más.
Esta era la situación. Dejé de ir al trabajo. Dejé de ir al teatro. Pasé la jornada entera frente a mi ventana abierta -era el mes de agosto, sofocante-, esperando la aparición de la muchacha en su propio marco. Ausente a veces, alejada otras, sólo de vez en cuando se acercaba a mi mirada. Nunca, durante estos largos y lánguidos días de verano, me dirigió la vista. Miraba hacia el cielo invisible. Miraba a la calle demasiado visible. Pero no me miraba a mí.
Empecé a temer que lo hiciera. Me deleitaba de tal modo verla sin que ella se fijara en mí. La razón es obvia. Si ella no me miraba, yo podía observarla con insistencia. Con impunidad. ¿Qué no vi en mi maravillada criatura? Su larga cabellera rubia, mecida en realidad por el ventilador que ronroneaba a sus espaldas aunque, a mis ojos, mecida por el flujo de un maravilloso e invisible río que le bañaba el pelo en ondas refulgentes. Y sus ojos, por oscuros, eran más líquidos que el verde del mar o el azul del cielo. Me imaginaba una noche en la que el mar y el cielo se fundían sexualmente en los ojos de esa "hermosa ninfa", como empecé a llamarla. Que me diera trato de ajeno, de invisible, sólo aumentaba, en el gozo de verla sin obstáculos, mi placer y mi deseo, aunque éste consistiese más en verla que en poseerla. En adivinarla más que en saberla…
¿No era su lejanía -natural, indiferente a mi persona o inconsciente de ella- el trato perfecto que por ahora deseaba?
¿Iba a enriquecerme más cualquier acuerdo cotidiano con ella que esta idealización a la que la sometí durante el mes de ausencia con goce de sueldo que le sonsaqué a la compañía?
¿Viviría yo mejor de mis deseos que de su realización?
¿Era mi mal -la lejanía- el bien mayor del amor, del arrebato, de la pasión erótica que esta mujer sin nombre hizo nacer en mi pecho?
Mi ninfa.
¿Podían su piel, su tacto, sus inciertos besos, satisfacerme más que la distancia que me permitía mirarla -poseerla- por completo?
¿Por completo? No, ya indiqué que por más que se asomara a la ventana, el marco la cortaba debajo de los senos. Lo demás, del pecho para abajo, era el misterio de mi amor.
Mi amor.
Me atreví a llamarla así no porque ignorase su nombre, sino porque ella no era, ni sería nunca, otra cosa: Mi amor. Dos palabras dichas y sentidas, cuando son verdaderas, siempre por primera vez, jamás precedidas de una sensación, no sólo anterior, sino más poderosa y cierta, que ellas mismas. Mi amor.
Imaginen un ánfora vacía, una vida joven como la mía, sin proximidad afectiva, sin relación sexual femenina o masculina, pero también sin sustitutos fáciles -pornografía, onanismo- que me rebajasen ante mí mismo. Educado por los jesuitas, nunca me dejé engañar por sus prédicas de castidad, sabiendo que ellos mismos no las practicaban. El rigor de la abstinencia me lo impuse por voluntad propia y para someter a prueba mi voluntad. Alguna vez sucumbí a la tentación del prostíbulo. ¿Por qué no me metí de cura sólo para dar el ejemplo? El hecho es que en Londres encontré la necesaria sublimación de mis instintos animales.
El teatro. El teatro era mi catarsis no sólo emocional sino sexual. Toda mi energía erótica, mi libido entera, la dejaba en la butaca del teatro. Mi fuerza viril se me desparramaba. Mediante la emoción escénica ascendía de mi sexo a mi plexo y de allí a mi corazón batiente sólo para instalarse como una reina en mi cabeza. Mi cabeza ya no de espectador sino de actor a la orilla del escenario, viviendo la emoción del teatro como un participante indispensable. La audiencia. Yo era el público de la obra. Sin mi presencia, la obra tendría lugar ante un teatro vacío.
Ven ustedes cómo pude trasladar esta emoción teatral a la pura visión de mi amor, la chica de la ventana, y convencerme de que bastaba esta liga visual para satisfacerme plenamente. La florecilla, en una escena de película que edité hace tiempo, le pide a un hombre que está a punto de cortarla que no lo haga. Que no la condene a perecer a cambio de uno o dos días de placer. Yo tampoco quería que mi amor se marchitara si lo arrancaba de la tierra de mis ojos.
Esta era, ven ustedes, la intención verdadera, pura en extremo, de mi obsesiva relación con la muchacha de la ventana. Y sin embargo, tenía que luchar contra la perversa noción de mi persona que me pedía hablarle, establecer contacto, escucharla…
Una sola vez supe que ella estaba a punto de desviar esa su mirada ausente para fijarla en mí. Sentí terror. Con un movimiento brusco me aparté de la ventana y me cubrí, cobardemente, con la cortina. Allí, como una araña invisible, quise ver con lucidez las dimensiones de mi estrategia. Como una cucaracha me hundí en la oscuridad anónima del cortinaje, más temeroso de lo que deseaba que de lo que temía. Miedo al miedo.
Acaso mi terror no era vano. Cuando me asomé de nuevo a la ventana, vi a mi amada con la cabeza coronada de flores. Caminaba acercándose y alejándose de la ventana. Cuando más cerca estuvo, vi claramente que cerraba los ojos y movía los labios, como si rezara…
Los días pasaban y nada agotaba el manantial de mi deseo. La mujer, para ser mía (de mi deseo), me era vedada. Las luces de mi habitación se prendían y se apagaban. Se me ocurrió que así como yo la miro cuando enciende la luz o corre las cortinas o la ilumina el sol, ¿me miraría ella a mí sólo cuando sepa que yo no la estoy observando? Nunca me mira cuando podría verme. ¿Me verá cuando yo no lo sepa?
Ya anticipan ustedes la decisión que entonces tomé. Yo no dormiría nunca en espera de que ella me dirigiese la mirada. Al principio, acomodé mis horarios de sueño a los suyos. De doce de la noche a once de la mañana, ella desaparecía detrás de las cortinas… Pero un día tuve una sospecha fatal. ¿Y si ella aprovechaba los horarios del sueño para dirigirme la mirada y sólo encontraba unos batientes cerrados? Podía, acaso, ser tan pudorosa que sólo buscase mi mirada cuando sabía que yo no se la podía devolver.
Nada confirmaba esta sospecha. Por eso se convirtió en acertijo y me condenó a una vigilia perpetua. Quiero decir: me instalé en el centro del marco de mi ventana día y noche, dispuesto a no perder el momento en que mi ninfa sucumbiese a la atracción de mi mirada y me ofrendase la suya.
Debo añadir que a estas alturas una especie de razón de la sinrazón había penetrado mi cerebro. Era esta. Ella me obedecía. Era yo quien anticipaba los movimientos de ella. Yo, sólo yo, le impedía dirigirme la mirada. Yo era el autor de mi propia tortura. Yo, sólo yo, podía ordenarle:
– Mírame.
Me pregunto: ¿es la necesidad tan loable como la paciencia o la bondad?
Mi médico español me había dado dosis suficientes de diazepam para apacentar mi insomnio. Me juzgaba un hombre, a pesar de todo, razonable. La soledad no espanta a los hispanos. La cultivamos, la nombramos, la ponemos a la cabeza -es el título- de nuestros libros. Ningún latino se ha muerto de soledad. Eso se lo dejamos a los escandinavos. Somos capaces de desterrar la soledad con el sueño y suplir la compañía con la imaginación. De tal suerte que me bastaba abandonar los barbitúricos para instalarme en una vigilia salvadora que no perdiese un instante de lo que aconteciera en la obsesiva ventana de mi amada. Y si la vigilia me traicionaba, el doctor me daría anfetaminas.
Claro que no pude mantener este programa de vigilia perpetua. Cabeceando a veces, profundamente dormido otras, despertado con el sobresalto de un íncubo, azotándome mentalmente por la indisciplina de caer dormido, temblando de miedo porque ella pudo aparecer y verme durmiendo, aplazando la visita al doctor (¿quién no lo hace?) me compensaba de estos terrores la convicción de que, viviendo un silencio tan sólido, hasta la mirada haría ruido. Si ella me mirase, me despertaría con sus ojos sonoros como una campana. Esto me consolaba. Quizá nuestro destino sería sólo este. Vernos de lejos.